El enfado de Bertrand no estaba exento de razón, pero aun así, como casi siempre, resultaba excesivo y enfermizo, como si nadie en este mundo tuviera derecho a hacer las cosas mal o a equivocarse.
Sophie prácticamente se veía arrastrada por el ímpetu de su marido, que avanzaba a grandes zancadas hacia la puerta del hotel. La llevaba agarrada por el codo y Sophie, que no se atrevía a decirle nada en tales circunstancias, intuía que más tarde encontraría un feo moretón en su brazo. Sea como fuere, se sujetó el sombrerito de plumas y se dejó llevar por aquel hombre demasiado enredado en sus asuntos de persona importante como para prestar atención a una joven y hermosa mujer como ella. Cuando entraron en la recepción, precediendo a un par de botones que cargaban con las maletas, el vocerío de Bertrand provocó que las pocas miradas que allí quedaban se levantaran a su encuentro, con rostros que iban desde la sorpresa hasta la simple curiosidad. No obstante, a excepción del recepcionista que descansaba tras el mostrador, sólo había dos hombres más sentados en los sillones violáceos. Eran más de las doce de la noche, y aquella era una ciudad que se levantaba temprano.
—¡Es inadmisible!, ¡una tropelía contra mi persona!, ¡esos desgraciados de la Compañía Ferroviaria se van a enterar de quién soy yo!, ¡rodarán cabezas, Sophie, rodarán cabezas! —gritaba aquel hombre de facciones angulosas sin dirigirse a nadie en realidad.
Acto seguido, el hombre que hasta entonces había permanecido recostado en una silla contra la pared de detrás del mostrador, volvió a su posición normal y se aclaró la garganta antes de dirigirse con todo el cuidado que fue capaz hacia el señor Bertrand.
—Buenas noches, señor Russel, es un orgullo para el ‘Hotel Leconte’ tenerle aquí esta noche con nosotros —dijo el recepcionista, adulador, con una falsa sonrisa columpiándose de sus labios.
—¿¡Qué buenas noches ni qué niño muerto!? Esos cabrones ya me han quitado las ganas de dormir esta noche, ahora tendré que llamarles a sus oficinas y esperar que haya alguien despierto a estas horas...
Acto seguido, el honorable Bertrand Russel, director de la Compañía Aseguradora Nuevo Siglo, se dirigió hacia el mostrador sin molestarse en bajar el tono de su voz. Acalorado por su enfado, intentó explicarle atropelladamente al recepcionista que los de la Compañía Ferroviaria le habían perdido una maleta y le habían rajado otra en su trayecto desde Wisconsin. Mientras tanto, Sophie pudo zafarse de su férrea sujeción y se dejó caer cuan larga era sobre uno de los sillones forrados de aquel chabacano terciopelo de color violeta, que formaban un círculo en torno a una mesita de cristal que hacía las veces de salita de espera.
En ese momento, uno de los dos hombres que estaban allí se levantó de su asiento, inclinó el ala de su sombrero al pasar por delante de Sophie y después entregó un papel al recepcionista y se marchó escaleras arriba. El otro hombre, sentado justo en el sofá de enfrente, levantó la mirada de la papeleta del registro que estaba rellenando y permaneció un instante observando a Sophie. La dulce Sophie, con sus piernas de alabastro y esos ojos verdes ocultos tras las enredaderas de sus pestañas. Con esos labios ahogados en carmín rojo y ese lunar apurando la comisura de su boca. Ella le dirigió una mirada astuta e insinuante, y después hizo desaparecer sus ojos tras el ala de su sombrero. El hombre carraspeó, nervioso ante la subyugante presencia de aquella mujer, y después continuó escribiendo.
En ese momento, Bertrand se acercó a la mesa y, hablando todavía con el recepcionista por encima del hombro, le entregó una papeleta y una pluma de empuñadura de marfil a su mujer. Después le dio un leve puntapié a la maleta rajada que había dejado el botones en mitad del pasillo y se dirigió hacia el teléfono que le tendían servicialmente desde el mostrador. Sophie cogió la tosca y pesada pluma y se la llevó a la boca mientras su marido se alejaba. La deslizó por debajo de su labio inferior hasta rodear con ella su lunar, volviendo a dirigir una mirada de curiosidad hacia aquel interesante hombre de mediana edad y pelo canoso que vestía un elegante traje gris. Este volvió a toparse con los ojos color océano de Sophie y pareció titubear un instante en su ejercicio de escritura.
Sophie, sintiéndose juguetona —o quizás un tanto despechada— deslizó una de sus largas manos coronadas por bellas uñas esmaltadas en rojo hasta alcanzar el volante de la falda de su vestido. Después, sin desviar los ojos de su compañero de mesa, fue levantando la vaporosa tela mientras separaba sus finas rodillas de manera casi imperceptible. Cuando llegó a un punto, aún sin apartar su mirada de los ojos también grises de aquel hombre, dejó volver a caer la tela de su vestido, ocultando su mano en el interior. Unos segundos después, mientras se mordía levemente el labio y el hombre dejaba caer su pluma sobre la mesa, Sophie se sacaba las braguitas sin apenas disimulo. Mostrando su encaje durante un instante, pasó a ocultarlas después en el interior de su pequeño bolsito de mano.
Negándole tregua para digerir ese extraño y erótico comportamiento, Sophie, consciente del poder de su cuerpo y su mirada, introdujo lentamente la basta pluma por debajo de su vestido. Avanzaba despacio pero decidida, escondiendo todo su brazo hasta el codo por debajo de la tela con estampado veraniego de flores. En ese momento, el hombre del traje y los ojos grises levantó, nervioso, la cabeza, buscando al marido de aquella bella ninfa. Comprobó que este seguía hablando y gesticulando, pegado al teléfono, por lo que se tranquilizó un poco y retornó su mirada al regazo de la mujer, que movía su mano a través del vestido en ligeros movimientos acompasados, con los ojos cerrados y la boca entreabierta, dejando escapar un suspiro de desahogo. Acto seguido, Sophie volvió a sacar la pluma del interior de su falda y la sostuvo ante sus ojos antes de comenzar a escribir su nombre en el registro de la habitación. Desde su posición, el hombre podía ver los húmedos destellos que la lámpara del techo le arrancaba al capuchón del útil de escritura. Fue entonces cuando Bertrand regresó malhumorado y casi le arrancó la pluma a Sophie de las manos, se agachó sobre la mesa y comenzó a garabatear su nombre en una de esas papeletas. Cuando acabó, el hombre del traje gris, con voz profunda y masculina, dijo:
—Disculpe, ¿le importaría prestarme su pluma?... la mía ha dejado de escribir.
Bertrand, agachado como estaba, le miró un instante con el ceño fruncido, y después le contestó:
—Sí… claro… ¿cómo no?
Y le tendió distraídamente la pluma, que aún conservaba aquella excitante humedad en su superficie. El hombre volvió a mirar a Sophie, que sonreía libidinosamente. Bertrand retomó sus amargas quejas justo cuando el hombre del traje gris se agachaba sobre su papel y comenzaba a escribir, chupando distraídamente el capuchón de la pluma de marfil.
Ignacio Cid Hermoso
15 de junio de 2009
Muy bueno el relato. Muy bien conducido. Sin necesidad de mucha descripción, pero transmitiendo mucho.
Te he tenido que dividir algunos párrafos, más por facilitar la lectura en pantalla que otra cosa (espero no haber hecho ningún desaguisado). Un placer leerte.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.