Más de 500 bombas nucleares cayeron sobre Семипалатинск.
Su nombre es Gulgoim Dosova, pero todos sus amigos la conocen como Жене; la llaman así porque según ellos siempre se está riendo, porque cuando están todos juntos es feliz. Pero ahora mismo no lo es, aprisionada dentro de un furgón oscuro, rodeada de niños que conoce, con los que ha jugado tantas tardes después de terminar sus tareas en el hogar. Sus ojos vidriosos contrastan con los rostros escondidos casi por entero en la penumbra, hacinados en silencio como el ganado que desconoce que va al matadero.
Llegaron con sus trajes rusos, con los uniformes de los soldados de la URSS; aún tan al sur, era común verlos de vez en cuando, venían sin ánimo de oprimir, a reforzar la idea de que uzbecos y kazakos eran parte del mismo régimen. Lentamente iban llegando más y más occidentales, obligados a vivir en las llanuras militarizadas y, al mismo tiempo, forzaban ―a culatazos― el sedentarismo a los viejos pueblos errantes. Así que nadie vio nada raro en aquellos uniformados; vinieron como tantos otros a disimular el deseo de convivencia, a cumplir el rito chamánico de bendecir el cordero en la casa del extranjero, aunque los forasteros fuesen ellos, por mucho que les tratasen como a bárbaros.
Se juntaba toda la comunidad en las grandes yurtas para preparar el convite a la manera tradicional, los más viejos rezaban, buscando el mantra, dándole vueltas a sus molinillos, o musitando palabras cuyo significado se ha olvidado, mientras bebían el chang; los mayores honraban a los espíritus de la tierra y del agua, para que éstos les fueran prósperos. La costumbre no se perdía aunque se prohibiera desde Moscú, se seguía arrojando al suelo la primera leche de cada mañana y pidiendo a los sabios que consultasen a los entes primordiales.
Los niños jugaban en la calle con sus canciones y fantasías cuando, atravesando una nube de polvo, apareció el furgón caqui arañando la piedra a gran velocidad y entró en la barriada como un proyectil soviético; se acercaba hacia los pequeños, se aproximaba rápidamente agitando las telas tendidas, el morro exhalando el aire caliente, frenando a escasos centímetros de un niño, sonando su claxon justo antes de que bajaran aquellos hombres de traje verde. Se oyó un petardeo y unos gritos ahogados en las tiendas, abrieron las fauces del vehículo, salieron sanguinolentos otros dos uniformados de aquellas yurtas de las que toda voz se había acallado, agarraron del pescuezo a un muchacho que intentaba escapar, rodearon a los niños, les obligaron a subir a aquel maloliente cajón, cerraron las puertas, y se hizo la oscuridad.
Bonetes y cuerpos desperdigados quedaron atrás, los takias bordados de los chicos, las kalpak de las chicas, los crótalos y las borlas de juego, ahora sólo había una línea luminosa en el cierre del portón, miradas perdidas y jadeos entrecortados por el temblor de la senda pedregosa. Los bramidos de los yaks indicaban que estaban atravesando los montes, aquellos oteros que añoraban sus bisabuelos desde que les obligaron a retirarse a la ciudad, en los mismos de los que dicen que los soviéticos han hecho enloquecer a los espíritus.
Frente a ella un niño abraza a su hermana de no más de cinco años, parece que se ha quedado dormida, o que cierra los ojos intentando escapar de aquella pesadilla. Tiene el pelo lleno de polvo y los codos descascarillados, la han arrastrado adentro cuando corría a buscar a su mamá.
No conocen su destino y sólo los más mayores intuyen las posibilidades: Los niños se convertirán en esclavos de algún gobernante terrateniente, o en prisioneros en los campos de trabajos forzados de la Gulag, los llamados maloletki, en los que los brazos se fortalecían en las minas de uranio en el mejor de los casos, cuando no les convertían en cobayas para la investigación médica. Las niñas, con suerte, serían vendidas a familias chinas y vivirían ocultas en los sótanos, para que las tropas de Mao no las asesinaran, o serían violadas, algunas, y luego vendidas para la prostitución infantil en burdeles de toda Asia.
Se apaga el motor, se abren las puertas en una película de luz de la surgen los hombres de uniforme, algunos críos lloran y se agarran a donde pueden, arañando las paredes antes de que les saquen a hostias; encañonándoles con el AK, son obligados a entrar en un chamizo de aspecto endeble y a cruzar la oscuridad de la habitación sin ventanas hasta entrar en la celda al fondo. Cierran la puerta de reja llevándose a uno de los niños, que patalea y se retuerce sin conseguir zafarse, mientras le esposan las manos y le colocan la mordaza.
Encienden una lámpara de gas que dejan colgada del techo y les permite vislumbrar la tétrica estampa de su cautiverio: El tablado de madera apenas cubre todo el suelo y las paredes de la celda parecen un añadido posterior, un niño llora agazapado en una esquina después de haberse hecho pis encima, la reja se llena de brazos que estiran sus manitas por fuera, intentando alcanzar un hálito de libertad, el suelo está sucio, lleno de manchas secas y negruzcas, hay varias armas y herramientas de marquetería colgadas en las paredes, una gran nevera rojiza se alimenta con un generador de gasolina, sobre la mesa hay una capa coagulada y mixta que huele de forma extraña y, de la bañera sin agua que está en la esquina, se asoman los pequeños esqueletos de unos cadáveres.
Tiran de una patada al esposado en una silla y le apuntan a la sien con una pistola. Los niños dibujan círculos en la arena a su alrededor, espacios protegidos por los espíritus, miran al suelo y les piden su intervención; todos menos Жене, que mira de pie a los ojos de sus asesinos con sus profundos luceros negros. «Y tú qué miras, mocosa» le farfulla uno de ellos en ruso ―con acento azerí― mientras pega una patada a la reja, observándola desde su rostro enjuto y tras unos ojos pequeños.
Tal vez los niños no saben lo que significa el tráfico de órganos, ni pueden imaginar qué propósito tienen todas esas sierras, alicates, tenazas, barrenas y cuchillos, tal vez no conocen el olor de la sangre seca porque están muy alejados del mundo de los adultos, en el que la URRS te manda a morir a Afganistán en pro del Comunismo, pero conocen el peligro cuando lo ven reflejado en las lágrimas de un amigo amordazado.
De repente, cinco rayos de luz atraviesan la pared tras las balas disparadas desde el exterior. Los hombres cargan sus armas agachados y discuten acaloradamente entre sí en un idioma que ella no entiende, creen que les han seguido, o que les estaban esperando, que son mafiosos uzbecos o quizá soldados rusos de verdad; pero el grueso de la discusión no está en el origen de los atacantes sino en si huir abandonando a los niños o llevárselos consigo; no es humanitarismo sino negocio de lo que se habla. Finalmente, ante la insistencia de uno de ellos, abren la puerta y cargan con media docena, arrojándoles al furgón sin ninguna piedad, y dejando a la otra mitad encerrada a su suerte.
El conductor pisa el acelerador cuando la silueta de un camión militar se dibuja en el horizonte, cuando la ráfaga abre tres vanos en la chapa poco más arriba de la cabeza de una niña, y otros tres en la madera, atravesando la lámpara de aceite, que rueda incendiaria por el suelo de la cabaña. El furgón emprende la huída por un camino de yaks que lleva monte abajo, ganando velocidad de una forma temeraria; los secuestradores siguen discutiendo y la luz que oscila dentro del cajón, filtrándose por las nuevas aberturas, ilumina la sangre reseca de las paredes.
Aminora la marcha el camión militar para que bajen dos soldados y entren en la choza humeante, rápido, antes de que se quemen las evidencias que han de demostrar que las mafias están operando en los aledaños del campo de pruebas. Las llamas crepitan por el interior de las paredes, convirtiendo en brasas y ceniza los tablones, cubren la pátina de sangre del suelo y de la mesa, danzando alrededor del generador. Un momento antes de que se den por vencidos y dejen arder el resto de la chabola, distinguen las siluetas de los niños medio inconscientes al fondo y sus toses ahogadas entre el rugido del fuego.
Los militares descienden tras el furgón, arrastrando lenguas de arena con el perfil del camión, los asesinos vociferan cada vez más y más alto, Жене se levanta ajena al ajetreo del vehículo y comienza a rezar una oración, una que le enseñó su abuelo, dos militares rusos se hacen los héroes cruzando un chamizo en llamas.
Los ejes traseros del camión quedan suspendidos en el aire durante un momento mientras toma la curva; encaja el morro a pocos metros del furgón, se acerca como una gran bestia, una mole de diez toneladas de rígida y eficaz doctrina militar. No esperan cogerles con vida, no tienen intención de llevarles a un tribunal y trasladarles después a una cárcel de Siberia, no, ellos tienen permiso de tirar a matar, y es lo que pretenden hacer.
Los niños se han unido a su rezo, lo declaman una y otra vez, más alto, cada vez más fuerte, chillan con sus voces agudas para que los espíritus les escuchen a través de la urna metálica; dibujan círculos en el aire con los dedos, musitan fonemas intercalados parecidos a gruñidos animales, producen una cadencia repetitiva mientras rasgan el aire con sus índices, llaman con mayor intensidad, claman a los elementos.
Rompe la cerradura al tercer intento, desencaja la puerta y consiguen abrirla entre los dos. Cogen a los niños en brazos, cruzan el muro ígneo protegiéndoles bajo la guerrera caqui, los sacan afuera, uno a uno, poniéndoles a salvo en el exterior. El techo se resquebraja y cede en una vorágine de fuego, arrojando la reja contra ellos; el más cercano a la puerta salta fuera con el último niño, y rueda por el suelo mientras su compañero es sepultado en medio de un estertor, no le da tiempo a agonizar envuelto en llamas, la gasolina del generador y el enrejado sesgan su vida en un instante.
El furgón sale a la carretera de tierra en el momento en el que el camión se abalanza contra él, abollando las puertas hacia dentro, embistiéndole desde atrás. El golpe derriba a los niños, deteniendo su rezo; sólo continúa en pie la niña de ojos llameantes, cuya tez se ha vuelto pálida y su semblante oscuro. Los militares le comen terreno al vehículo, poniéndose a su lado, les ordenan que paren, que detengan esta absurda huida; pero los asesinos saben que entregarse sólo conllevará un fusilamiento en mitad de ninguna parte.
Saltan chispas al rozarse las chapas de los vehículos, se separan y chocan en medio, trazando una sinusoide antes de estabilizarse de nuevo. Жене eleva los brazos sin dejar de declamar, e hila un círculo invisible con una mano alrededor de la otra, como si fuera un molinillo; los chasquidos, bramidos y gruñidos de la oración son tan recurrentemente rítmicos que sus palabras parecen un mantra ininteligible. El viento que se filtra entre las puertas y los agujeros eleva sus renegridos cabellos como si cobraran vida, la luz acentúa sus rasgos y los ensombrece, su vestido presado difumina sus formas geométricas ondulándose en cada movimiento.
Cae rodando el retrovisor cuando el conductor cree ver a un enorme yak atravesarse en medio de la carretera, da un volantazo saliéndose del camino, oscilando entre la vía y el arenoso terraplén; seis manos intentan recuperar el control del volante cuando la mole soviética, con su gigantesco armazón acerado, se lanza en cuña contra el precario vehículo, arrojándolo cuesta abajo. Da vueltas de campana durante más de cuarenta metros, rajándose la chapa con las rocas que la doblan como el papel, aplastando el chasis a la vez que las lunas se esparcen granizadas, arrancando las puertas por la inercia, arañado por mil garras que son piedras afiladas.
Los militares se alejan por la carretera en busca de un acceso al llano, dejando atrás el furgón volcado y hecho un amasijo de hierros, una silueta deforme con una sombra alargada, recortada en el sol del atardecer, allá en el horizonte de la árida estepa. Magullados y ensangrentados salen los asesinos de la cabina, gritan en azerí señalando la carga, conscientes de que no podrán huir muy lejos arrastrando a unos críos. Siguen discutiendo y echándose la culpa los unos a los otros, como lobos que se gruñen anteponiéndose a la manada.
Los niños gatean ilesos tras la niña de pelo alborotado, que camina descalza hacia los agresores. Quejumbroso se arrastra uno de los cuatro secuestradores por donde antes había una puerta ―se le llena de tierra la herida por la que sobresale el hueso roto de la pierna―, suplicando a sus compañeros que le lleven con ellos. Жене ve alzarse la pistola hacia su cabeza, su sombra ya la ha atravesado, y bajar para perforar el cráneo del herido. Ahora conoce lo que es la muerte y lo despreciables que son aquellos que la provocan, ha visto el rostro mal afeitado del verdugo que no pestañea cuando amartilla y sesga, siente el vacío deshabitado de sus cuerpos desalmados, el irrespetuoso desterrar de los espíritus menores y el abochorno de los Mayores, y conoce por primera vez lo que es la venganza, el sentimiento amargo que responde a la humillación y al dolor, la vibración resonadora del karma alterando todo a su paso, y el odio.
Oscilan sus dedos ondeados por la marea del viento, giran sus manos mientras los brazos trazan grandes círculos a sus lados, no mira la pistola sino a los ojos del asesino, y éste ve cómo el fuego del atardecer se refleja en sus pupilas; comienza a musitar palabras más viejas que las fronteras, imposibles de escribir con caracteres cirílicos, la pistola tiembla al apuntar a la niña, su portador siente un miedo repentino ante una amenaza invisible, posa el dedo sobre el gatillo, presionándolo hasta la mitad, pero se ríe incrédulo de su propia estupidez y emprende la huída a través del yermo y lejos del accidente.
Los niños empiezan a andar hacia el lado contrario sin saber por qué; a su espalda, recortada su silueta por la gran esfera incendiada, Жене mueve su melena alrededor con rápidos giros de cabeza y sus pies se cruzan mientras rota cada vez más rápido, con mayor violencia, removiendo la arena en polvo en un baile ancestral; un círculo que es la puerta al mundo de los espíritus, trazado en cuevas de todo el Mundo, en la danza Kecak de Bali, en el Puche Chum de Corea, en la Danza del Dragón de los Han y en la de los derviches. Gira y gira con el viento, mientras el sol atraviesa el horizonte ensangrentando la estepa, mientras los asesinos corren por el llano desierto como empujados por una fuerza invisible, al tiempo que los niños hacen gestos de socorro a los lejanos militares.
Entonces se detiene de golpe, alumbrándose sus ojos de sangre entre las negras hebras; tiembla el suelo bajo sus pies, elevándose el polvo en suspensión, y la pupila felina del Sol se estrecha en una columna de fuego que parte la línea que separa el cielo del suelo, una nube de espíritus entrelazados brota de la tierra a su alrededor, formando un círculo atronador y relampagueante que tiñe de malva el celaje, arremolinando el aire hacia el epicentro antes de expulsarlo como un viento huracanado, quebrando la llanura con un profundo cráter redondo y lanzando una onda expansiva desgarradora que erosiona piel y carne en un segundo y esparce sus huesos astillados.
La cicatriz de la venganza queda largo tiempo el firmamento, y las cenizas de los asesinos nunca habrán de encontrar lugar en la Tierra donde posarse. La tierra de sus antepasados, la misma que ahora hoyan los kazakos con miedo, es un desierto de caos y muerte donde palpitan ambos mundos, cuyos portales siguen abiertos. Y más os vale evitar molestar o hacer cualquier daño a sus gentes, porque los espíritus les protegen y están alerta.
Un relato muy trepidante, lleno de emoción. El sobrecogedor final me pareció muy conseguido, aunque, mala suerte, se parecía mucho al de otro relato que se presentó al Calabazas. En cualquier caso, un relato muy bueno.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.