Primero, antes de empezar a dar la tabarra con otra de mis parrafadas, me hacen el favor de poner la música con la que se iniciaba la mítica El Hombre y la Tierra… ¿Ya? Perfecto.
El aficionado a esto de juntar letras, perpetrador habitual de relatillos, ocasional de los micros o infatigable de su novela siempre pendiente, asiduo a foros literarios, titular de blogs, facebooks y demás dedicados a lo mismo, ése que te encuentras normalmente en las ferias del libro asistiendo a conferencias o comprando a golpe de corazonada o consejo de fiabilidad a prueba de decepciones, ése, repito, es, en más de una ocasión, como la cabritilla montesa de los documentales de El Hombre y la Tierra. ¿Alguien se acuerda? Yo sí, o al menos conservo suficientes referencias como para reconstruir un recuerdo ficticio ad hoc. Se la veía (a la cabritilla, digo) perdida, alejada de su madre, y no hacía falta oír las siempre enriquecedoras palabras del maestro para saber lo que iba a suceder: se la iban a comer, o se iba a despeñar y despanzurrarse contra las rocas de abajo, o algo por el estilo; el caso es que lo iba a pasar mal sí o sí. Ley de vida, que se suele decir en estos casos para evitar compadecernos de la cabritilla, el ñu, o la gacela Thomson de turno; o si no enfadarnos con los despiadados documentalistas que no tuvieron corazón para echarles un cable.
Sí, es así, aunque resulte chocante enterarse a estas alturas de que uno es una cabritilla, aunque sea sólo a veces, aunque ya le hayan crecido los cuernos, se le hayan endurecido las patas y haya engordado lo suficiente como para decirle al águila “Aquí estoy, chula. Ven si tienes… lo que tienes que tener”. De acuerdo, fiera, pero por si acaso no te despistes no vaya a ser que venga por otro lado el lobo a reír el último o te termines despeñando tú solito. Porque ése es el panorama: el ecosistema en el que se mueve el aficionado está lleno de peligros que pueden, si no desengañarlo y desanimarlo, sí al menos brindarle un rato de frustración y desencanto; y tampoco es plan.
Por ejemplo, y por empezar con algo, que ya es hora, el aficionado-cabritilla debe saber evitar el ditirambo tóxico, a toda costa. Me refiero a ese sospechoso entusiasmo con el que es acogida nuestra obra entre familiares, amigos u otros ámbitos de mayor dimensión pero parecida afinidad, eso de lo que se ha hablado mil veces aquí, allí y un poco más por el otro lado. Todo el mundo recuerda algo de esto o incluso ha participado en el juego en alguna ocasión. En sí no es algo malo, por supuesto, a nadie le viene mal un poco de ánimo, aunque sea exagerado. Pero su ingesta en cantidades excesivas, más aún si nos los creemos, y sobre todo si nos los tomamos a pie de la letra como verdades universales, puede darle a uno la impresión de que es lo que no es, que se lo crea, y que se haga daño cuando se tope con el muro de la realidad con el que tarde o temprano se topará. A ver, que todo el mundo recuerda cuando, de pequeño, su abuela, tía, madre, vecina, etcétera, estaban todo el día pellizcándole los mofletes y diciendo lo reguapo que era, hasta que un día resulta que uno se fija bien en la imagen del espejo y tiene que reconocer la verdad: “¡Dios, me han estado engañando toda mi puta vida! (con perdón)”. Bueno, a lo mejor tú eres un Apolo que cuando te miras al espejo sólo puede dar gracias al cielo por lo que ve, pero seguro que recuerdas a ese amigo… tú sabes, de discutible diseño y acabado, de gama baja, incluso posible prueba de incesto si nos ponemos a hilar fino. ¿Recuerdas? Pues entonces también recordarás el día en que fuiste a su casa y viste a su madre hacer lo mismo, achucharlo y llamarlo guapo, tantas veces y de manera tan empalagosa que estuviste en un tris de decirle: “Señora, ¿pero no ve que es un gremlin?”
Otro peligro de la jungla literaria es el de los concursos de pago, también llamados, cuando no se quieren usar eufemismos, timo. Hay muchos y muy variados, aunque lo normal es que sean de micros o poemas (más “paganinis” tienen cabida), y todos tienen una filosofía muy clara: si quieres ganar, paga, o si quieres fardar ante alguien de finalista, paga, o si quieres… sí, eso mismo, paga. Recuerdo uno de estos en el que tuve el honor de ser finalista junto a los otros dos mil que pasaron la criba de los dos mil quinientos iniciales. Me mandaron una carta y todo, diciéndome que iba a haber una presentación del libro a la que estaba invitado (también había algún reclamo en forma de obsequio, aunque no recuerdo qué era exactamente), y a partir de ahí se iniciaba la fase final del concurso, porque… el ganador se decidía mediante voto popular, y para votar hacía falta un cupón que venía con los libros… Qué listos, qué ingeniosos… qué arteros… qué poca vergüenza…
También tenemos, entre los muchos peligros que acechan al pobre aficionado-cabritilla, uno que no viene de fuera, que no es realmente culpa de nadie más que del propio sujeto y por lo tanto no es tan fácil de evitar: el pozo del voluntarioso, o la maldición de la no-ubicuidad. ¿De qué va esto? Bien, dentro del sustrato literario en el que muchos de aquí nos movemos, el del aficionado activo y activista, hay un fenómeno que puede afectar cíclicamente a aquellos que poco a poco, muchas veces sin ellos mismos darse cuenta, terminan metiéndose hasta las cejas en foros, blogs, cadenas de comentarios, reseñas, encuentros, presentaciones, etcétera. Todo se desencadena ese día en el que, después de haber comentado, reseñado, maquetado, o debatido sobre cualquier texto ajeno, tras haber dejado su último mensaje en el hilo de turno, justo después de venir de la presentación de la semana, para la que se citó en la tertulia del día anterior, en la que entregó un par de textos viejos, sacados de las simas de su disco duro para rellenar con algo de contenido marginal tal página… alguien le pregunta: ¿y tú qué estás escribiendo? Entonces el sujeto rebusca un recuerdo lejano entre comentarios, reseñas, maquetas, presentaciones, conferencias, debates, charlas, webs, su disco duro… y no encuentra nada, recuerda que el leitmotiv de todo esto era escribir y, cómo no, llega a la conclusión de que algo no anda bien. “Houston, agárrense los machos que tenemos un problema.” Efectivamente, si uno está haciendo de todo menos lo que realmente quiere hacer es que tiene un problema, y como nadie le ha puesto una pistola en el pecho para que haga lo que ha estado haciendo la culpa es suya y sólo suya, y la solución del problema, si no pasa por el desencanto definitivo y el abandono más o menos completo de la afición, se la va a tener que buscar él mismo. Lo suyo en este caso es apelar al pragmatismo, saber medir los tiempos, quizá pensar más a largo plazo o simplemente hacerse a la idea de que, al fin y al cabo, sigue disfrutando de la misma afición, aunque de otra forma.
Hay más de lo que hablar pero, al igual que El Hombre y la Tierra, El Hombre y la Letra también tiene partes, y ya es hora de ir terminando ésta antes de que el último héroe capaz de llegar hasta aquí se dé por vencido y se vaya a leer algo de verdadero interés. En fin, hermanas cabritillas, mucho ojo, y la que vea por ahí al águila que avise, no seamos como los despiadados documentalistas que se lavan las manos.
Muy acertado este primer capítulo del documental, Canijo. De concursos timo recibo todavía un montón de spam, y es que cuando participas por primera vez no sabes de qué van hasta que te piden la pasta. Luego, aunque llegues a insultarles, se resisten a borrarte de su base de datos. En fin.
Sobre el verse devorado por uno mismo, qué decir: tienes más razón que un santo. Ahora creo que me controlo más los tiempos, pero aun cae uno en periodos de sequía que no sabe ni cómo salir de ellos.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.