No me ha disgustado y en algunos puntos llega a ser angustioso, aunque quizás todo “el nudo” vamos la pérdida de los hijos, ocurre de un modo demasiado rápido e “indoloro”.
Igual es que soy muy bruto o insensible, pero para lo que es mi gusto al climax le falta un poco de fuerza y desesperación, vamos que no me genera picos de tensión, me deja como las noticias de las hambrunas en Somalia o demás noticias de telediario: algo malo que le ocurre a alguien que no conozco en algún lugar muy lejano.
Huracán
Un relato de magnus scheving para Catásfrofes naturales
Ya hace unos días que esperábamos la tormenta. Con un poco de miedo, como de costumbre, pero en este país tenemos medios suficientes para hacer frente a estos embates de la naturaleza, o por lo menos vivimos convencidos de ello hasta que recibimos la bofetada que nos saca de nuestro estupor, o quizás debería decir de nuestra estupidez.
El pronóstico meteorológico de aquel día decía que el huracán iba perdiendo fuerza a medida que se acercaba a nosotros, que por cierto vivíamos en Nueva Orleans, de modo que ya estábamos más o menos acostumbrados a la serie anual de huracanes, tormentas tropicales y demás. Mi marido Bill, que trabajaba en el aeropuerto, ya había clavado tablas en todas las ventanas y taponado todos los posibles orificios de la casa con sacos de arena, puesto que vivíamos justo en el extremo inferior de la calle, en una zona residencial, justo en la parte externa de un recodo, con lo cual ya habíamos sufrido varias inundaciones en anteriores ocasiones.
Aquella tarde las noticias nos trajeron el imprevisto, la tormenta cobraba fuerza en lugar de debilitarse, de modo que se recomendaba no salir de casa hasta que volviese la calma. Telefoneé a Bill, que estaba de guardia:
—Hola cariño, deberías dejar el trabajo y venirte a casa conmigo y con los niños, estaremos más seguros todos juntos.
—No te preocupes tanto, ya hemos pasado por otras como esta y aún vendrán más huracanes. Tranquila, la casa es un búnker, nada malo pasará. Da un beso a los niños. Te quiero.
Mis niños, mis pequeños. Tommy, de 6 años y Ellie, de 2. El mayor era un poco consciente de lo que pasaba, en el cole ya les habían explicado un poco como iba a ocurrir todo y luego vino el aluvión de preguntas en casa, así que ya había elaborado su particular dossier de cómo transcurriría esa noche. Me preguntó si podía dormir conmigo al no estar papá y yo accedí. La pequeña, naturalmente, también se apuntó. Pero yo sabía que no iba a poder dormir con la que se nos venía encima.
Primero fue el viento. Nubes negras que se acercaban a una velocidad impensable. Lluvia, a ráfagas al principio, luego a mares. El bramido del huracán parecía que iba a arrancar de cuajo la casa. Saltaban las alarmas de los coches, de las casas. A lo lejos se oyeron varias sirenas. Los niños estaban asustados y no se quisieron ir a dormir, de modo que nos quedamos en el salón hasta que lo peor hubiera pasado. Un ruido sordo cercano rompió la monotonía del diluvio, y por entre las rendijas de los tablones de la ventana pude ver que un árbol había caído en medio de la calle unos metros más abajo. También vi, horrorizada que el agua subía ya medio metro fuera, en la calle. Me asomé al pasillo, pero apenas un hilillo entraba por debajo de la puerta de la calle. El dique funcionaba.
Volví al sofá con los niños. No se veía la tele, probablemente la emisora estaba averiada o simplemente la fuerza del viento o los rayos no permitían que llegara la señal. Para tranquilizar a mis hijos empecé a leerles un cuento, lamentando para mis adentros que Bill tuviera que trabajar precisamente ese día. Aunque no todos lo vuelos estaban cancelados, el personal de mantenimiento tenía un servicio mínimo, y ahí estaba él.
De repente, se fue la luz. Esto era bastante normal, pero yo ya estaba bastante nerviosa y esta circunstancia no me ayudó mucho. Tommy se asustó y lo les dije:
—Tranquilos, iré a la cocina a buscar unas velas hasta que vuelva la luz.
Medio a tientas, con la única iluminación de los relámpagos que se sucedían con cierta frecuencia, llegué a la cocina y rebusqué en el cajón donde estaban las velas y los fósforos, rezando para que aún prendieran, porque no recordaba cuándo había sido la última vez que habíamos encendido una cerilla. Como todo es eléctrico, confiamos nuestras vidas a la diosa electricidad sin pensar lo frágiles que nos volvemos bajo esa dependencia.
La primera falló, pero la segunda chisporroteó y conseguí encender la vela. Aproveché y volví a escudriñar por la ventana (por lo poco que podía ver, entre que era de noche, no había luz y la cortina de lluvia tampoco me permitía ver mucho). El panorama era devastador. El agua había subido más, y por la cuesta arriba se veían varios árboles, enormes, derribados, que atascaban la calle, y que el torrente intentaba arrastrar hacia abajo, es decir, hacia mi casa. Algunos porches se habían venido abajo o simplemente, habían volado. Lo más inquietante era que la corriente fluía hacia mi casa y yo prefería no pensar en qué pasaría si toda esa masa chocaba contra nosotros.
—Mamá, ¿por qué tardas tanto? No vemos nada.
—Ya voy, es que no encontraba las cerillas.
Ahora sentía verdadero pánico, más por los niños que por mí. No podía dejar de pensar qué haría si ocurría algo imprevisto. Un pensamiento atravesó mi cerebro: “Maldita sea, Bill, deja el puñetero trabajo y ven aquí ahora mismo. Nosotros te necesitamos, ellos no”. Mi pobre Bill. Lo cierto es que sí salió del trabajo, alarmado por la violencia de los elementos. A pesar del peligro que ello conllevaba, cogió el coche y se vino a casa, pero yo no supe nada de esto hasta que todo hubo acabado. Cuando iba por el camino se fue la luz, y los faros del coche de poco servían en medio del vendaval y de la intensa lluvia. Al pasar un semáforo que no funcionaba, un camión que circulaba igual de ciego que él se lo llevó por delante. Quizás el conductor del camión también quería, desesperado, llegar a su hogar, con su familia, no lo sé. Lo cierto es que en aquel lugar y en aquel momento inoportuno, pasó un camión –lo cual parecería impensable en semejante situación- que se llevó consigo la vida de Bill. Cuando yo estaba prendiendo una vela, el yacía aplastado entre un amasijo de hierros. Me dijeron que el impacto había sido tal que no se había dado cuenta de nada, y yo prefiero seguir creyendo eso antes que pensar que estuvo allí desangrándose y pensando en nosotros en aquellos sus últimos momentos.
Ignorante de todo esto, volví al salón y los niños se quedaron un poco menos alterados. Ellie dejó de llorar, y yo la cogí en brazos para confortarla. Tommy se quedó mirando la luz como si fuera lo único a lo que podía aferrarse en medio de tanto trueno, viento y lluvia.
—¿Tardará mucho en volver la luz, mamá?. No me gusta estar a oscuras.
—No te preocupes, cielo, eso no depende de nosotros. Alguien como papá irá y arreglará la máquina que produce la luz y entonces volverá. Mientras tanto, no nos queda otro remedio que esperar aquí todos juntos hasta que la tormenta haya pasado. Tienes que ser valiente para que tu hermana se calme, para eso eres el mayor. Podéis dormir en el sofá si queréis, yo me que quedaré aquí vigilando que no ocurra nada malo.
Justo entonces todo tembló. El impacto y el estruendo fueron tales que por un momento me sentí desorientada. Esta mojada, pero no acertaba a adivinar qué estaba pasando. Tommy miraba fijamente hacia la pared y entonces yo me volví y me quedé petrificada.
El agua de la calle había arrastrado una furgoneta de algún vecino y la había estrellado contra la pared del salón, abriendo un boquete de un metro y medio de alto por medio de ancho. A los lados del agujero la pared se había resquebrajado. Gracias a Dios, la furgoneta se había quedado ahí, de tapón, y sólo entraba un chorro de agua no muy grande, que era lo que me había salpicado.
Inmediatamente, pasé a la acción; tenía que llevar a los niños al piso superior, no había querido hacerlo antes por si se derribaba el tejado o algo semejante, pero ahora no tenía elección, la situación era crucial: no podía confiar en que el tapón aguantase la presión del agua y del viento. Sin pensarlo dos veces, agarré a Tommy de la mano y cogí a Ellie en brazos y me dirigí hacia la escalera.
Pero no llegué. Nada más tenía que dar diez pasos para llegar al recibidor y subir. Diez pasos que jamás llegaron a darse. Apenas había cogido a los niños cuando un chirrido vino de la furgoneta y sin darme tiempo ni a volverme, por el rabillo del ojo comprobé que mis peores sospechas se habían convertido en realidad.
Todo pasó en apenas dos segundos, pero no podré olvidarlo mientras viva, que espero no será mucho más.
El agua empujó la furgoneta a un lado, y se la llevó calle abajo, de modo que de repente tuvimos el salón inundado por una enorme avalancha de agua. La fuerza de la misma me hizo tambalearme y casi perdí el equilibrio, pero conseguí afianzarme y di un paso más hacia nuestra salvación. Para entonces los niños chillaban y lloraban desesperados, pero yo ya estaba en un estado de histeria tal que tiraba frenéticamente del mayor sin importarme si le hacía daño o no, y apretaba a la pequeña contra mi cuerpo con toda la desesperación que la naturaleza proporciona a las madres en esos instantes.
Al entrar tanta agua de repente, no daba tiempo a que saliera del salón hacia el resto de la casa, con lo cual casi me cubría hasta la altura de las nalgas. En ese preciso instante, una estantería que teníamos en el salón llena de libros, no cayó encima, golpeándome la cabeza y dejándome atontada unos segundos, de modo que todos caímos al suelo, debajo de la estantería y debajo del agua. El frío me despabiló y entonces, con pies y manos, conseguí levantar el mueble, gracias a que los libros se habían salido y flotaban a la deriva, de modo que pesaba menos. Instintivamente grité:
—¡Niños!¡Niños!¿Dónde estáis?
—Mamá, ayúdame, por favor, ¡no puedo sujetarme más!
Me giré y vi a Tommy en el agujero de la pared, aferrado al borde, arrastrado por el caudal del agua. Lloraba y gritaba.
—Por favor mami, no me dejes llevar. ¡Me ahogaré! ¡Socorro!
Me tiré en plancha, porque no podía correr con el agua, y le agarré como puede de su manita. No pude cogerle de la muñeca, sólo de los dedos. Si hubiera saltado sólo diex centímetros más, todo habría sido diferente, pero…
—No te sueltes, cariño, no te sueltes…
—No puedo más, mami, me escurro. No me dejes, mamá, no me dejes ir…
Pero tenía las manos mojadas y se me resbaló. Su carita desapareció del agujero como un fantasma que jamás hubiera existido. Me abalancé hacia adelante, dispuesta a alcanzarle a cualquier precio, cuando un pensamiento cruzó mi mente, igual que un relámpago: ¡Ellie!
Volví la vista al salón, pero no la veía por ningún lado. Sentí el corazón estallar, desesperada, fuera de mí. Nadie en el mundo debería verse en un brete semejante: decidir por la vida de uno de mis hijos a cambio de la del otro. Hubiera preferido estar muerta mil veces antes que pasar ese trago. Inconsciente de lo que hacía, levanté la estantería caída y tanteé debajo: un bracito. Con una mano sujeté el mueble y con el otro saqué el cuerpo de mi hija.
No respiraba. Tal y como había visto en la tele, insuflé aire en sus pulmones y le di un masaje en el pecho con la esperanza de verla escupir agua. Nada. Acerqué mi oído a su pecho, anhelando oír sus tiernos latidos. Nada.
—¡Noooooo! ¡Dios mío, no lo permitas!¿Por qué?¿Por qué?
oooOooo
A partir de ahí, ya no recuerdo nada. Me lo fueron explicando después, con el tiempo.
Cuando las fuerzas de emergencia del ejército llegaron al día siguiente me encontraron allí tirada, cubierta de barro, abrazando el cuerpo de mi hija, como una demente con su muñeca sin vida, como una demente sin vida con su muñeca.
Entre brumas, a retazos, recuerdos los funerales. El cadáver de Tommy fue hallado unos cientos de metros calle abajo, enredado en unos arbustos que detuvieron su deriva. Durante las exequias me desvanecí varias veces y al final me llevaron al hospital, donde permanecí durante dos meses, bajo tratamiento psiquiátrico. Cuando por fin me dieron el alta, mi hermana Amy, que vive con su marido y su hija en San Fernando Valley, California, me obligaron a ir a vivir con ellos.
—Aquí no hay huracanes —dijo Amy.
—No, aquí hay terremotos —repliqué.
Conseguí (me consiguieron) un trabajo de cajera en un supermercado, de forma que podía aparentar una cierta normalidad, una rutina habitual, de casa al trabajo y vuelta por la tarde.
Empeñados en que rehiciera mi vida, invitaron a cenar, o a barbacoas, a algunos amigos. Yo cumplía con el trámite, era amable con ellos, y así se iban sucediendo las semanas, los meses, loa años. Pero por dentro estaba vacía, no quedaba nada en absoluto, el huracán se lo había llevado todo. No había alegría, ni pena. Ni cariño, ni odio. Ni siquiera estaba resentida con el destino, con Dios, o con quien quiera que maneje los hilos de nuestra existencia. Absolutamente nada.
Antes del verano cogí un catarro muy grande, que no terminaba de quitarse. En septiembre mi hermana me convenció para ir al médico, y después de hacerme unas cuantas pruebas, me dijeron que era un fastidios catarro de verano, que no tenía pulmonía, ni bronquitis, en fin, jerga de médicos.
Hace unas semanas, en un acceso de tos, escupí sangre. Amy, alarmada, me volvió a llevar al hospital, donde me sometieron a una interminable serie de pruebas, análisis y demás.
Ayer fui a recoger los resultados, y Amy vino conmigo. El doctor, circunspecto, dijo.
—Me resulta duro decírselo, pero tiene derecho a conocer la verdad: tiene usted cáncer.
Amy se echó a llorar, desconsolada:
—No es posible, no puede ser, tiene que haber un error… ¡Dios, no puede ser!
El doctor me miraba a mi, esperando una reacción. Como no la había, intentó escudarse en su calidad de profesional, para dejar todo claro.
—Intentaremos con unos ciclos de radioterapia y de quimio, pero por desgracia no puedo darle muchas esperanzas, la enfermedad está muy extendida y además avanza muy rápido, no creo que podamos detenerla. Lo siento.
Amy seguía llorando y abrazándome, pero yo no dije nada. Ellos no tenían ni idea. Yo ya había muerto aquella noche, bajo aquel huracán. Y ahora por fin íbamos a estar todos juntos de nuevo. Muy pronto volvería a abrazar a Tommy y a acariciar los rizos dorados de mi muñequita.
Muy pronto.
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Yo creo que el fallo del relato, que está muy bien escrito, es su falta de suspense. Cuenta una desgracia, o una serie de desgracias, pero le falta algo que vaya cogiendo del cuello al lector hasta el desenlace, en el que queda, coincido, muy bien ese último: "Muy pronto"
Y sí, soy nuevo, espero leeros y charlar en este y en otros hilos. Próximamente enviaré mi relato "descalabazado" para su vivisección.
Estoy de acuerdo con el resto. Está muy bien escrito, pero algo falta de tensión, de "fuerza". Las desgracias que ocurren te dejan un poco frío.
Buenas a todos.
Me gustaría decir dos cosas:
Primero: muchísimas gracias a todos los que os habéis tomado un poco de vuestro tiempo para leer mi relato. El tiempo es oro, así que sólo con eso ya me siento recompensado.
Segundo: gracias por los comentarios. Todo tiene su explicación. Normalmente yo escribo relatos con finales sorprendentes e inesperados, así es como me gustan. ¿Por qué este no es así? Pues porque, de forma puntual, lo escribí a propósito para un certamen en el que premian relatos del tipo que véis. Sinceramente, lo hice proque el premio eran 8000 eurazos. Y entonces, diréis ¿por qué lo presentas a Calabazas en el trastero? Pues porque yo desconocía todo este mundo en aquel entonces. Vi la convocatoria en escritores.org y como me cuadró el tema lo presenté. Hay tres tipos de personas: precavidos, impulsivos y yo. De entonces a ahora he adquirido y leído algunos ejemplares de "Calabazas", he participado en el foro, he leído vuestros relatos (no todos son intrigantes, hay de todo), y ahora que estoy más empapado en le tema, ya os podéis ir preparando para el relato de "empresas". También estoy acabando una novela, está la estoy escribiendo para mí, digamos, y sí que te tiene todo el rato en vilo (lo dicen mis seguidores del blog y los que me siguen a título personal), y el final va a ser la caña, garantizado.
De todas formas, si alguien tiene interés en la historia de este relato (que da chicha para escribir otro), que me envíe un mensaje privado. Los atenderé con gusto.
Después de este rollo, me gustaría decir que la historia también tiene cosas buenas: habla de cuánto no quejamos a veces sin darnos cuenta de que tenemos de todo, de cuánta miseria hay en la vida y en el mundo. es una historia triste, pero tierna. Mi objetivo cuando la escribí era transmitir pena y angustía, impotencia ante lo inevitable.
Espero que por lo menos los que lo habéis leído no os quedéis con la sensación de haber perdido el tiempo.
Saludos y gracias
Me ha gustado que transmite angustia. En ciertas partes, las cosas van sucediéndose rápido. El agua, el estruendo del árbol, la luz que se va... todo eso hace que al leerlo me meta en situación y se vive como algo rápido e incontrolable. Me gusta algo menos la parte humana. Las desgracias pasan quizás a la misma velocidad, y podría haberse parado más en sensaciones, en emociones. También me ha costado un poco imaginar el masaje cardiorespiratorio a la hija, justo cuando levantaba la estantería y con todo el agua a un nivel alto.
El estar narrado en primera persona ayuda a la sensación de angustia y de que el elemento externo, el huracán, supera a la persona. Pero por otra parte en la pérdida del marido, quizás el narrarlo en tercera persona hubiese podido darle más fuerza a esa parte (narrando la prisa del hombre conduciendo, su preocupación por su familia, las ganas de llegar, su propio miedo al verse en el coche en un huracán y, finalmente, el encontronazo inesperado con el camión). Es sólo una idea...me pareció algo rápido lo de la muerte del hombre.
Por lo demás, me ha resultado fácil y ligero de leer (lo cual es bastante positivo).
Estas son sólo mis impresiones al terminar la lectura...obviamente ni soy crítico ni nada por el estilo. Sólo espero que sirva al autor al menos para saber las sensaciones que transmite.
Tienes razón, Easton, y ya he tomado nota de las sugerencias.
Me quedo también con una cosa muy positiva para mí: es ligero de leer y agradable. En mi novela ya me he parado más en las sensaciones y en otros puntos que me han ido señalando mis lectores y los compañeros del foro. el sufrimiento es mucho mayor, sin duda.
Nunca termina uno de aprender.
Gracias por leerlo
Chao
A ver, con retraso, pero ya estoy aquí XDDD
Me ha gustado lo que cuentas y ese final que deja claro las pocas ganas de vivir de la protagonista creo que cierra bien el círculo. La pega que le encuentro es el cómo lo cuentas. A ver si consigo explicarme: has escogido narrarlo en primera persona y sin embargo me ha dado la impresión de estar contado desde fuera. No sé, es como si quedara tan explicativo que perdiera la fuerza de las emociones que está contándonos. Transmite lo mismo cuando empieza a contar la tormenta que cuando nos cuenta que su marido ha muerto. No sé si es un recurso buscado o no pero es la sensación que me ha dado, demasiada frialdad.
Un ejemplo:
El agua de la calle había arrastrado una furgoneta de algún vecino y la había estrellado contra la pared del salón, abriendo un boquete de un metro y medio de alto por medio de ancho. A los lados del agujero la pared se había resquebrajado. Gracias a Dios, la furgoneta se había quedado ahí, de tapón, y sólo entraba un chorro de agua no muy grande, que era lo que me había salpicado.
Comprendo que lo que quieres es dejarle clara al lector la imagen de la escena pero a mi se me hace poco creíble que en un momento así, una madre se detenga a calcular las medidas del agujero y a fijarse en las grietas y que solo repare en lo que siente para explicar porqué estaba mojada.
No sé, ya te digo, me da la impresión de que el relato hubiese ganado muchísimo si el punto de vista de la protagonista hubiese sido más íntimo y menos explicativo. Pero en esto, como en todo, los gustos mandan
El relato se ve venir, es lo que te esperas de un tema como catástrofes naturales, y eso le habrá pesado. Por lo demás, se lee con agrado, quizá le falta un clímax, porque me parece un poco plano. Aún así tiene un final sentimental que no está mal, ese Muy pronto queda muy bien.