Estimado, Fabián.
Como ves no he tardado en responder, aunque mentiría si te dijera que lo tengo claro. Supongo que estarás al tanto de mi situación. Este barrio tiene mucho de pueblo.
Aunque para evitar malentendidos paso a contártelo: cuando nos conocimos acababa de romper una relación próxima a la boda. Aún hoy no olvido las charlas sobre vivir juntos, y de cuál sería el mejor momento para buscar niño, que de ser varón llamaríamos Alfonso, como mi padre, que en paz descanse. Planes que quedaron en nada. Quizás el no verlo venir contribuyó a que me afectara tanto, que en realidad no pasara nada hasta que pasó, o hasta que me enteré de que pasaba hacía tiempo.
Con la ruptura todo perdió interés, y cualquier comentario, canción, novela por entregas o serial de radio avivaba el dolor y la sensación de vacío. Incluso llegué a atribuirme parte de culpa: «Quizás fui egoísta», pensé, «quizás pude hacer más para que no buscara otros brazos».
Por entonces pasaba los días recluida, alejada de todo, salvo de la cajita de carne de membrillo que con los años llené de las postales que me mandó por mis cumpleaños, las cartas de cuando hizo el servicio militar en Ceuta, fotos nuestras en la Feria de Sevilla y la playa de María Trifulca, alguna que otra entrada del cine de verano, y de rosas, envueltas en papel, y que en su día dejé secar en un libro. Recuerdos a los que me aferré pese a un dolor que empezó a remitir con tu llegada.
No olvido el día en que una voz desconocida anunció en el patio de vecinos el correo, y cómo sin ánimos, una bata y un improvisado moño bajé al escuchar mi nombre. Allí te vi por primera vez, con tu uniforme gris y la cartera de piel al hombro, entregado, sin perder la sonrisa, al “interrogatorio”. Una escena que se me antojó divertida, y que observé hasta que reparaste en mí. Recuerdo tu sonrisa de complicidad, y cómo al marcharse las vecinas me acerqué azorada y te di mi nombre. Sólo quería la carta y marcharme. Cuál no sería mi sorpresa cuando fingiendo confusión me diste el tuyo.
He de confesar que a primera vista no me gustaste, pero esa sonrisa, tu voz, cálida y siempre amable, y la actitud desenfadada, supieron devolverme buena parte de la alegría perdida. Cada vez que recordaba lo ocurrido sonreía como una tonta.
Desde entonces pasaste cada día, pero al no traerme cartas me contentaba con mirarte desde mi ventana. El verte me alegraba, y me ponía nerviosa. ¿Podría ser eso amor? Sólo sé que contigo volvió la necesidad de sentirme querida, de los abrazos y miradas, de los “te quiero” al oído y los besos ciegos. Con todo no sabía si esa necesidad me hacía idealizarte, pero en cualquier caso la duda me alejó del padecer, hasta que éste se quedó en nada. Pasaste a ocupar un lugar en mis pensamientos y sueños, y no podía evitar pensar qué hubiera pasado de conocerte comprometida, y así seguí hasta que me cansé de pensar. Esa tarde me envíe una carta a mí misma, y aprovechando que estaba el fin de semana por medio tomé parte de mis ahorros y di un paseo hasta el centro. Hacía un día demasiado bueno para coger el tranvía.
En la calle Sierpes, en una tienda cercana a la librería “Eulogio de las Heras” compré cuatro metros de piqué fino, y ya en casa, con el disco del Dúo Dinámico de fondo, pasé el fin de semana cosiendo, para que el vestido estuviera listo para un lunes que parecía no llegar nunca. Ese día me levanté temprano, y cuando llamaste ya tenía puesto el vestido, me había hecho ondas en el pelo y un recogido bajo. Esperé tras el último tramo de escaleras, y cuando volviste a pronunciar mi nombre bajé, intentando ocultar mi nerviosismo y timidez. Durante un instante advertí en ti sorpresa y agrado, y eso me dio cierta confianza, aunque se tornó en desconcierto cuando volviste a gritar mi nombre. No olvido cómo, sin aguantar la risa me preguntaste: Disculpe, señorita, ¿sabe si Amalia Domínguez está en casa? A esta hora suele estar en aquella ventana. Una muchacha que suele ir en bata y con un moño. Y tras la subida de colores y las risas me tendiste tres cartas. La primera, la mía, una segunda de mi ex novio, y una tercera con tu nombre. Recuerdo cómo al advertir mi desconcierto cogiste tu carta y la suya y me preguntaste si alguna tenía que ir para atrás. Tal vez en ese mismo instante debí tomar una decisión, pero la verdad es que no pude. Hoy he escrito dos cartas, y sólo leí una de las que me dejaste. Quizás me esté precipitando, quizás en mis circunstancias esté confundiendo emociones y mi decisión no sea la adecuada. No es mi intención dañar a nadie. Debo decirte que ayer quemé, junto con las dos cartas, cuantos recuerdos guardaba en la cajita de carne de membrillo, y si tras lo leído estás dispuesto, me gustaría llenarla contigo.
Muy tierna la carta. Lo que me ha convencido más es el retrato de los personajes. Más forzado me ha sonado la introducción de anécdotas pero ¿quién puede decir cómo escribe la gente sus cartas? Funciona para el relato, que es lo que cuenta.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.