Capítulo VI: El asesinato de Brath
Sexta entrega de Elvián en Las intrigas de la corte
Una sombra se movía sigilosamente por el sombrío interior de las catacumbas bajo el castillo de Parmecia. La sombra pasó junto a dos guardias sin ser vista pero, antes de desaparecer de escena, miró a los soldados. Un placentero pensamiento cruzó su mente, pero pronto lo desechó. Había ido al castillo con una misión muy concreta. La sombra reconoció en uno de los guardias a un compañero suyo en la Guardia Real, y odiaba al guerrero, siempre con su código de honor y sus buenas intenciones. Porque la sombra era Gelian, y había recibido instrucciones muy precisas de Zelius. Debía acabar con la vida del rey Brath, pero la culpa tendría que recaer sobre su hijo Elvián. Para ello no podía haber derramamiento de sangre, lo que disgustaba un poco al asesino. A él le gustaba ver los cortes producidos por la hoja de su espada, ver cómo salía a borbotones la sangre, y no lo que tenía pensado el aprendiz de Mago.
El rey Brath cenaba siempre a medianoche, en su despacho. Todas las noches, Elvián llevaba una fuente con la comida a su padre. Lo que pretendía Zelius era envenenar la cena, con lo que toda la culpa caería sobre el joven príncipe. Para ello, el aprendiz de Mago había preparado un veneno mágico, tomado del libro de magia de Astral. Gelian tendría que introducirse en las cocinas del castillo y verter el preparado sobre la comida que estarían elaborando para el rey. No estaba acostumbrado a matar de aquella forma, pero tampoco le daba demasiada importancia al asunto.
El asesino continuó avanzando y pronto perdió de vista a los centinelas. Ya se ocuparía de ellos en otra ocasión. Siguió su camino por las catacumbas, mientras oía bullicio sobre su cabeza. No estaba lejos de su destino. A aquella hora, sólo en las cocinas había ajetreo. El resto del castillo dormía plácidamente, excepto el rey Brath, que entonces se dedicaba a escribir poesías y recopilar historias, el príncipe Elvián y unos pocos cocineros.
Cuando casi había llegado a le rejilla que buscaba, oyó un rumor a sus espaldas. Lentamente se volvió y descubrió antorchas que se acercaban. Miró a todos lados, con rapidez pero sereno, y descubrió un buen lugar donde ocultarse. Unos momentos después, dos hombres surgieron de las sombras, portando sendas hachas. Gelian siguió con la vista a los dos individuos, y reconoció en ellos a los vigilantes. Seguramente estarían dando una ronda para asegurarse de que las catacumbas estaban vacías, aunque el asesino sospechaba que sólo lo hacían para matar el tiempo. Al cabo de unos momentos, los dos hombres dieron media vuelta y volvieron por donde habían venido. Cuando Gelian vio desaparecer el resplandor de las antorchas en la distancia, salió de su escondite y continuó con su camino.
El túnel empezó a subir y, un poco más arriba, encontró lo que buscaba. Se trataba de una rejilla apenas visible en las penumbras. Nadie en Parmecia, excepto Gelian, conocía su existencia. Era otro corredor que conectaba directamente con las cocinas del castillo. ¿Qué utilidad tenía? Nunca se supo, y probablemente nunca se sabría. El asesino extrajo de su cinto una afilada daga y se sirvió de ella para sacar la rejilla. Se coló por el agujero abierto con algo de dificultad y, de repente, se encontró en el interior de una nueva galería, tan ancha o más que la anterior. Ante él se extendían unas largas escaleras de caracol. Subió un oscuro tramo de las escalinatas hasta que llegó a un nuevo piso. Las escaleras continuaban hacia arriba, pero él jamás había investigado más allá de esa planta. Algo le olía mal allá arriba, algo maligno.
En el nuevo piso entraba luz desde alguna parte, y Gelian sabía muy bien de dónde. En el suelo del lugar había otra rejilla, y debajo de ella se encontraban las cocinas del castillo de Parmecia. El asesino se asomó con cautela y, mientras preparaba una cuerda para bajar, vio al cocinero dando los últimos retoques a la cena de Brath. Esperó pacientemente a que se retirase y, tras sacar la rejilla de la misma manera que había hecho con la primera, descendió por la cuerda. Ése era el momento más peligroso. Tendría que darse prisa en envenenar la comida, subir por la cuerda y poner de nuevo la rejilla para que no le descubrieran. Entonces, el asesino sacó del bolsillo de su negra túnica el frasco con el tóxico y lo espolvoreó sobre la cena del rey. Sin perder un minuto, agarró la cuerda y ascendió por ella. Ya arriba, recogió la soga y colocó de nuevo la reja.
Justo en ese momento, entró el príncipe Elvián. Habló unos instantes con el cocinero y al minuto recogió la bandeja y salió de sala. Gelian sonrió con maldad. El asunto ya estaba zanjado. Su trabajo había terminado, sólo faltaba comprobar los resultados. Sin más que hacer, el asesino recogió sus bártulos y dio media vuelta. Pensó en matar en el camino de vuelta a su compañero de la Guardia Real, pero pensó que era mejor no hacerlo: habría demasiadas sospechas si encontraran el cadáver en las catacumbas.
Mientras tanto, Elvián llegó al despacho de su padre y golpeó, suave pero firmemente, la puerta de madera.
-¡Adelante! -contestó Brath desde el interior.
El joven príncipe abrió la puerta y se encontró con un lugar que ya conocía de antemano. Había grandes estanterías repletas de libros, algunos muy antiguos. Se decía que había alguno de la Primera Edad, aunque no se sabía cuál era ni si era cierto. Una gran mesa de roble, bellamente tallada, rebosaba de papeles, libros y manuscritos. Sentado junto a ella, en una silla también de roble, estaba el rey. Con sus barbas blancas, largas y espesas, sostenía una pluma impregnada de tinta. Brath alzó la vista y, al ver a su hijo, dijo alegremente:
-¡Elvián! ¡Gracias por la cena! Enseguida te hago un sitio para la bandeja.
El heredero a la corona esperó a que su padre terminase los últimos versos de un poema que estaba escribiendo y que retirase algunos manuscritos y puso encima de la mesa la bandeja. Brath se levantó y le dio un abrazo de agradecimiento. En verdad, apreciaba mucho al joven príncipe.
-No es nada -dijo Elvián-, sabes que te quiero, papá.
-Y yo a ti, Elvián -respondió Brath.
El príncipe le hizo una profunda reverencia a su padre y abandonó la estancia. Así que el rey se quedó solo en su despacho, apartó un poco más sus papeles y cogió los cubiertos. Frente a él tenía un poco de delicioso pollo asado que degustó con tranquilidad, sin saber ni temer lo que sucedería después. Cuando hubo masticado y tragado algunos trozos, Brath empezó a sentir un agudo y punzante dolor en el estómago, que comenzó a extenderse y a incrementarse, obligando al rey a apretar los dientes con fuerza. Sentía como si se estuviese quemando por dentro. En el momento en que un misterioso humo violeta le empezó a salir por la boca y la nariz, comprendió la verdad. ¡Realmente se estaba quemando por dentro! Brath se desplomó, tirando al suelo la bandeja y la silla sobre la que se sentaba. Sus ojos, enrojecidos por el dolor y el calor, veían cómo sus manos se arrugaban y enrojecían. Instantes después, el buen monarca murió.
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