Elisabeth estaba convencida de que su padre iba a ganar el concurso de poda de setos que había organizado el conde de Worstweed.
Le había visto manejar sus viejas tijeras oxidadas a lo largo de todo el país, tanto en las granjas más modestas donde trabajaba a cambio de un simple plato de comida, como en los jardines de los nobles más selectos donde, más que por dinero, trabajaba para aumentar su prestigio. Su especialidad era el seto de boj. Era capaz de extraer de ellos cualquier figura que se le antojara.
Cuando supo que el concurso se limitaba únicamente a la poda de un seto en cualquier forma geométrica, Elisabeth se sintió incluso un poco decepcionada. Pensó aquella limitación no permitiría que su padre creara de nuevo a su padre ninguna de esas obras maestras de las que era capaz.
Hasta que no terminó el concurso, no dejaron entrar dentro del jardín en el que se desarrollaba a nadie que no participara en la prueba. Elisabeth escaló el muro que lo bordeaba y logró ver desde lo alto, antes de que la descubrieran y la echaran casi a empujones, cómo los demás jardineros podaban sus setos en forma de círculo, de cuadrado o de triángulo. Por desgracia para ella, Elisabeth no tuvo tiempo de contemplar la creación de su padre.
El mismo conde de Worstweed fue quien decidió el ganador. Tenía fama de ser un noble sibarita, caprichoso y cruel. Después de pasear con el rostro serio y las manos en la espalda delante de unos cuantos setos, se detuvo delante del padre de Elisabeth que lo esperaba con la mirada en el suelo y sus tijeras de podar aún en la mano.
—Jardinero —dijo.
—Sí, milord.
—¿Cómo se llama esta figura?
—Es un diamante de boj, milord.
El diamante incluso brillaba. Había rociado las hojas con gotas de agua que reflejaban los rayos del sol de aquella tarde.
—¿Cómo lo hace? —preguntó el conde de Worstweed.
—No hago nada del otro mundo, milord. Me limito a liberar del seto las figuras con las tijeras.
El conde de Worstweed tomó las tijeras del padre de Elisabeth y les echó un vistazo.
—¿Con estas tijeras? Si están viejas y oxidadas. Pero en fin, usted es el ganador; con el dinero que reciba después de trabajar para mí, ya se comprara otras nuevas.
Después de escucharlo, Elisabeth corrió muy sonriente a abrazar a su padre. El premio consistía en elaborar un jardín para el conde de Worstweed, lo que significaba, aparte de unas cuantas monedas de oro, varios meses de trabajo en el mismo lugar. Quizá ya no fuera necesario volver a moverse por los caminos como hasta entonces de un lugar a otro.
El padre de Elisabeth ideó para el jardín del conde de Worstweed un laberinto de setos que fuera la imagen más fiel posible del mundo tanto conocido como desconocido. El conde le escuchó atentamente y le comentó que le dejaba toda la libertad que fuera necesaria, con la única condición de que el jardín fuera insuperable.
Durante semanas el padre de Elisabeth no le habló. Estaba completamente ausente y concentrado en su proyecto, podando un seto tras otro, de los que extrajo, siempre con las mismas tijeras viejas y oxidadas, al principio recreaciones perfectas de la fauna de cada una de las tierras. Así creó ciervos y perros, pero también leones y unicornios. Después se dedicó a modelar seres humanos de todas las razas que casi parecían capaces de andar, cada uno en la parte del mundo correspondiente. Por último se decidió por las deidades tanto de la antigüedad clásica como otras que nadie sabía muy bien de dónde las había sacado.
Cuando por fin terminó, el conde de Worstweed paseó junto al padre de Elisabeth por el laberinto con la boca abierta.
—Nunca he visto nada similar —dijo.
—Gracias, milord.
—Me pregunto si sería capaz de superar lo que hecho en este jardín si yo se lo pidiera.
—Es posible, milord.
—No, no puede ser posible. Le dije que le dejaba total libertad con la única condición de que el jardín fuera insuperable.
—Pero, milord, he aprendido mucho estos meses. Trucos nuevos.
Desde aquel día, Elisabeth intentó olvidar lo que había ocurrido a continuación para no volverse loca, a pesar de que algunas noches tenía la misma pesadilla: el conde de Worstweed atravesando a su padre con la espada. Lo único que la consolaba entonces era llevar flores a su tumba. Era humilde, como le correspondía a un simple jardinero, apenas una piedra en mitad de un camino, si no fuera por el seto. La niña no estaba segura de que lo hubiera podado ella. Recordaba vagamente haber tenido las viejas tijeras oxidadas de su padre en la mano. Pero le pareció que se movían solas hasta que crearon una escultura de boj de su padre casi a tamaño real. Tenía el mismo gesto ausente y concentrado que le había visto cuando creaba el jardín del conde de Worstweed. Nunca necesitó retocar aquel seto. Permaneció inalterable todo los días que lo visitó.
Para sobrevivir, Elisabeth empezó a dedicarse a la jardinería. Utilizaba las mismas tijeras viejas y oxidadas de su padre. Nunca se notó que fuera una inexperta. Apenas las cogía, las tijeras empezaban a moverse solas, abriéndose y cerrándose hasta que terminaban el trabajo.
Al igual que la de su padre, la fama de Elisabeth se extendió por los caminos, y pronto llegó a oídos del conde de Worstweed. Una noche, un puñado de sus lacayos la encontraron en una posada y le pidieron que se vistiera y que recogiera sus útiles de trabajo. Obedeció lo más rápidamente que pudo y guardó las tijeras de su padre en un saco de arpillera.
Aunque apenas estaba iluminado por antorchas, Elisabeth reconoció la silueta del castillo desde lejos. Cuando llegaron, los lacayos la arrojaron con el saco donde guardaba las tijeras de podar a los pies del conde Worstweed. Le esperaba junto a los setos del jardín que había ideado su padre, los cuales se habían convertido en algo grotesco. Todas sus figuras se habían transformado en monstruos y demonios que parecían pasear libremente tanto dentro como fuera del laberinto. Por mucho que cualquier jardinero las podara, la mañana siguiente las figuras continuaban allí, con una mirada más intensa, realista y amenazante si era posible. Incluso intentaron arrasarlo con fuego. Pero, en el mismo instante en que encendieron la primera hoguera, comenzó a soplar el viento con furia y a llover con intensidad.
—Niña, sé quién eres. Si no quieres acabar como tu padre, ya puedes empezar a arreglar esto ahora mismo.
—Como usted desee, milord. Pero necesito las viejas tijeras de mi padre.
El conde de Worstweed hizo un gesto para que la permitieran buscar dentro del saco. Elisabeth, nada más tocar las tijeras, sintió cómo empezaban a moverse. Como siempre, dejó que guiaran sus manos, aunque sabía que antes de comenzar con los setos, cortarían el cuello del conde.
Juan Folguera
Un cuento muy triste, pero que envuelve con su ambientación. Me ha gustado mucho la historia. Quizás el final sea algo apresurado, y esperado, pero no desmerece el conjunto, que resulta muy sugerente. Un placer leerte.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.