La insoportable levedad del copago
José R. Repullo
El País (suplemento salud), 9 de mayo de 2009: página 14.
En la economía doméstica es bastante cierto aquello de que “el dinero ni se crea ni se destruye, sólo cambia de bolsillo”. Los gastos médicos y sanitarios no son una excepción: de los 1.700 euros per cápita que gasta cada español, 1.200 le son extraídos vía impuestos, y 500 constituyen su desembolso privado, ya sea en seguros o en pagos directos.
Las medias engañan siempre, pero en sanidad mucho más. El 5% de la población que más gasta al año tendría un gasto per cápita de 12.000 euros (10 veces más que la media), y el 1% podría llegar a los 120.000 euros de gasto. Es ésta una variabilidad inusitada e inadvertida: para los más sanos (más del 50%) apenas equivale al gasto de un fin de semana fuera de casa; para otros equivale al precio de un coche, y para los más desafortunados, al precio de una vivienda.
Por eso se precisa mancomunar riesgos y conjuntar aportaciones de todos, de manera que podamos protegernos de las enfermedades económicamente catastróficas. Así, la sanidad pública es un poderoso mecanismo de protección financiera del conjunto de la población (y no sólo de los más pobres), pues recolecta ingresos en función de rentas y los aplica a prestar servicios en función de necesidad. Si no existiera, funcionaría la regla de mercado: demanda y capacidad de pago. El pago en el momento de utilización (llamado copago en términos vulgares) reduce inevitablemente esta función de integración social de riesgos de enfermar y debilita la solidaridad con los más enfermos, los más viejos y los más pobres.
Hay tres tipos de argumentos para justificar el copago: a) el psicológico o pedagógico: al pagar se valoran más los servicios consumidos, se exigen mejor los derechos y se reconcilia el usuario con el sistema de salud; b) el financiero: se busca conseguir recursos adicionales manejando exenciones para los pobres que minimicen el impacto en la equidad, y c) el de eficiencia social: si se aplican copagos selectivamente, aumentamos el bienestar global, al reducir el riesgo o abuso moral (tendencia al uso excesivo e inapropiado cuando no se pagan directamente los servicios que se consumen). Es demasiado habitual mezclar los tres tipos de argumentos. No entraremos a comentar los aspectos psicológicos, por más que sean muy cuestionables (contrariamente a lo que se piensa, las cosas más importantes y valoradas por los seres humanos carecen de precio), y nos centraremos en las dimensiones financieras y económicas del debate.
En un país pobre, no habría nada que objetar al argumento financiero, pues si la capacidad tributaria es insuficiente, no quedará más remedio que complementarlo haciendo que los usuarios colaboren con el sostenimiento económico. ¿Es este el caso de una de las 10 potencias económicas mundiales como pomposamente se califica a España por los políticos y tertulianos? Y, de forma más pragmática, ¿cuánto dinero se sacaría con los copagos?
Hagamos una rápida exploración del rendimiento financiero de los copagos asistenciales (dejando a un lado los ya existentes para medicamentos prescritos en receta). Imaginemos que por cada consulta de médico de atención primaria y de especialista se cobran cinco euros, que cada urgencia son 10 euros, y que por cada día de estancia hospitalaria se pagan 10 euros. No son copagos despreciables (aunque en la Europa de los Quince, UE-15, los hay mayores), pero suficientemente impopulares como para tirar al primer gobierno que se atreviera a proponerlos sin anestesia. El rendimiento bruto de todo lo anterior sería de 60 euros por persona y año.
Pero de esos 60 euros brutos per cápita hemos de descontar 12 euros de costes administrativos de recaudación, 23 euros si ponemos un techo anual máximo de copagos (por ejemplo de 150 euros) para proteger a los más enfermos, y 12 euros de exención de copagos al 20% de los habitantes que están por debajo del umbral de pobreza. Nos quedarían poco más de 12 euros per cápita, unos 575 millones de euros anuales en cifras absolutas. Por ponerlo en perspectiva, en 2007 la Agencia Tributaria obtuvo 10 veces esta cantidad tan sólo en el epígrafe de recaudación directa por acciones de control sobre el fraude: esto podría ser una buena pista sobre donde encontrar un yacimiento alternativo de recursos para financiar mejor el sistema de salud, que además de evitar entropía y despilfarro administrativo, aumentarían la progresividad de nuestro magro Estado de bienestar.
Y finalmente comentaremos el argumento de eficiencia social. El “gratis total” ciertamente tiende a aumentar el uso excesivo e inapropiado. Pero para modular este efecto deberíamos actuar sólo en decisiones de utilización que tomen los propios pacientes, y que básicamente afectan al primer contacto con el sistema sanitario ante un problema de salud (en atención primaria o urgencias). Hay que tener en cuenta que a partir de este momento, son fundamentalmente los médicos los que determinan, indican o prescriben las acciones subsiguientes. Por eso no tiene sentido en economía del bienestar poner un copago por cada día de estancia en el hospital, pues no tiene ningún efecto en la reducción del uso excesivo e inapropiado, dado que es el médico el que ingresa y da el alta. Igualmente ocurre con las pruebas de laboratorio y de radiología (que tampoco se indica a sí mismo el paciente).
Los copagos no son selectivos ante el uso excesivo e inapropiado: elevan el umbral de dolor, molestia o preocupación que desencadena la acción de ir al médico (la muela ha de doler suficiente para obligarnos a ir al dentista). Pero el umbral no se eleva por igual para todos: los más hipocondriacos y con más renta se lo saltan, mientras que los más descuidados, y sobre todo, los más pobres, no llegan a superar dicho umbral hasta que el caso es muy agudo o avanzado. En particular, las acciones preventivas o de atención precoz quedan socavadas (lo que ocurre con la revisión periódica del dentista para la gente con menos recursos o con menor preocupación de su salud oral). El equilibrio en términos de eficiencia clínica y de equidad es claramente cuestionable.
Pero si al menos se ahorraran recursos al inhibir una buena parte del uso inapropiado, tendríamos como beneficio la liberación de parte de la presión asistencial. ¿Ocurriría esto? En general no, porque cuando disminuye la llegada de “clientes nuevos” (por las barreras de entrada), los servicios sanitarios tienden a ajustar al alza incrementando la intensidad asistencial y frecuencia de revisiones en los pacientes que están “en proceso”. Pobre resultado entonces: más gente fuera esperando que le duela lo suficiente como para hacer frente al copago y entrar en el sistema, y más gente sobretratada (al menos comparativamente) dentro del mismo.
¿Puede estar indicado el uso de algún tipo de copagos? No es descartable en absoluto, particularmente en su formato de “copago evitable” para inhibir conductas oportunistas de los usuarios sin mermar un ápice la capacidad de obtener servicios efectivos para las necesidades del paciente (un ejemplo sería el sistema de “precios de referencia” de los fármacos, donde se garantiza el medicamento, pero si el paciente quiere una marca comercial de precio superior, debe abonar la diferencia).
Posiblemente también podría desempeñar un papel como discriminador de prestaciones de baja utilidad terapéutica si la expansión irracional de la oferta de cartera de servicios no pudiera limitarse por la regulación planificadora. En todo caso, las políticas específicas de copagos deberían superar la carga de la prueba de sus efectos adversos sobre la equidad y la eficiencia social.
Es importante recordar que hay alternativas para racionalizar los servicios sanitarios mucho más efectivas que los copagos: dado que el grueso de las decisiones son tomadas por los médicos, el camino más corto para reducir el uso inapropiado es contar con el compromiso del propio facultativo que lo indica, prescribe o desarrolla. Pero para ello se precisa una estrategia bien diseñada y de largo alcance: gestión clínica, información, incentivos y apoyo suficiente, limitación de conflictos de interés, buen gobierno y profesionalización de la gestión… Es otra agenda de cambios estructurales que implica un contrato social renovado entre ciudadanos, políticos, gestores, profesionales y pacientes. Demasiado complejo para la política posmoderna y efectista que invade el sector sanitario; es más fácil descansar en la insoportable levedad del copago y vivir con la esperanza de que los usuarios aporten la financiación asistida que necesitamos para evitar una vez más enfrentarnos con los necesarios cambios estructurales.
El autor trabaja en el Instituto de Salud Carlos III, donde ejerce como Jefe de Departamento de Planificación y Economía de la Salud.
Aunque globalmente estoy de acerdo, una cosa:
Si fuera tan fácil...!!