Finales de noviembre. Hoy el cielo presenta una espectacular tonalidad azul. Se ve radiante; tan limpio como la conciencia de un niño. El sol brilla con intensidad, como la bombilla más grande jamás creada, y esparce sus rayos con vigor, pero este calor prestado no es suficiente para contrarrestar el intenso frío húmedo que esa mañana se cuela en los huesos de los transeúntes.
Julia deambula sin rumbo por la ciudad. No tiene un destino definido ni le importa. Camina por caminar. No tiene ninguna prisa. Ya nunca tiene prisa porque el tiempo ha dejado de tener significado para ella. Tampoco siente el calor o el frío. De hecho, lleva puesto un vestido sin mangas a pesar de los nueve grados escasos.
Le gusta pasear por las calles, mezclarse entre la gente que, sin saberlo, permanece ajena a su presencia. Recorre tiendas, bares, parques, avenidas… siempre invisible a los ojos de los demás, siempre inadvertida, como una gota de agua más en la inmensidad del océano.
Al doblar una esquina atraviesa a una mujer mayor cargada con las bolsas de la compra y que venía en dirección contraria a la suya. La mujer se queda parada durante un instante, luego se gira hacia atrás y mira a su alrededor, desconcertada, mientras intenta comprender qué es esa sensación tan extraña que acaba de experimentar y que le ha provocado escalofríos. Aun con la compra en las manos —por suerte pesa poco—, se santigua. Después, prosigue su camino.
Julia la contempla con expresión divertida. No es la primera vez que le pasa. Para ella es como atravesar un pequeño túnel con calefacción. Es muy curioso porque, a pesar de que no es capaz de sentir la temperatura del entorno, sí puede percibir el calor corporal de las personas cuando pasa a través de ellas en esos encuentros fortuitos.
Deja atrás a la mujer y reanuda su paseo. Zigzaguea por aquí y por allá, dejándose llevar, como una ramita arrastrada por la corriente de un río. Se detiene en el escaparate de una tienda de ropa por curiosidad y de pronto se da cuenta de que la observan. A pocos metros de ella, una joven madre lleva a un niño de unos tres años de la mano. El niño tiene clavados en ella sus grandes ojos inocentes, que en ese momento tienen una inconfundible expresión de miedo. El pequeño rompe a llorar y su madre se agacha preocupada para preguntarle qué le ocurre. Él señala entre sollozos hacia Julia, pero la mujer mira en su dirección y lo único que ve es el cristal del escaparate de la tienda. Julia decide marcharse y alejarse de la madre y de su lacrimoso retoño.
Poco después se cruza con una pareja de novios acaramelados que pasean abrazados por la cintura. Alcanza a escuchar cómo él le dice a ella que le encanta su sonrisa, algo a lo que la chica responde con otra sonrisa deslumbrante. Eso le trae el recuerdo de una frase que le dijo su marido en una cena de aniversario de boda, antes de que todo cambiara, y que le llegó al corazón:
«Cada vez que sonríes haces que el mundo me parezca un lugar mejor».
Varios minutos más tarde, las calles que recorre y los edificios que aparecen a su paso comienzan a resultarle muy familiares. En un momento dado algo le hace levantar la vista y entonces se da cuenta de que se encuentra delante de su finca, justo ante el portal de su casa. No es algo que haya buscado de manera consciente, más bien es como si una fuerza desconocida la hubiese conducido hasta ese punto por motivos que ella ignora. Hace mucho tiempo que no había estado allí, piensa, desde… desde el día de su muerte.
Recuerda aquel día con toda claridad. Llevaba meses sospechando que Francisco, su marido, se estaba viendo con otra mujer, pero se negaba a admitirlo. La frialdad e indiferencia que le mostraba no eran normales; nada parecía quedar del cariño que le profesaba antaño. Todas sus atenciones y mimos para con ella habían desaparecido. Y aunque al principio ella lo quiso atribuir al cansancio provocado por su trabajo como operario en la factoría de Ford, no pudo dejar de pensar que, cuando era cariñoso y afectuoso con ella, trabajaba en el mismo sitio.
A todo eso se unieron ausencias injustificadas, continuas tardanzas sin motivo aparente, ciertos gastos sin explicación clara… pero lo peor de todo fue otra cosa: el olor. Muchos días Francisco llegaba a casa con un sutil aroma en su piel que a ella no le había pasado desapercibido. Se trataba de una fragancia femenina, estaba segura, que él en vano había intentado disimular.
Harta ya de excusas y de mentiras, ese día le esperó mientras se preparaba la comida. Cuando él llegó del trabajo, o eso dijo, y en cuanto puso el pie en la cocina, ella comenzó a increparle sin más. Comenzó una discusión que fue creciendo en intensidad. Llegaron los gritos, los reproches, los insultos. Por fin, él confesó, pero lo hizo de manera hiriente y humillante. Con una sonrisa de satisfacción le dijo que ya no soportaba verla, que no quería ni que lo tocara, que le repugnaba su presencia. Le dijo que sí, que tenía una amante, y que le daba mil vueltas en todo. La acusó de ser un desastre en la cama, un desastre como persona y de no ser más que un lastre en su vida. Ella no pudo contenerse y le abofeteó. Él respondió con otra bofetada y se enzarzaron en una lucha cuerpo a cuerpo que terminó cuando él cogió un cuchillo que había sobre la encimera y se lo clavó hasta el mango. Una sola cuchillada fue suficiente. Muchas veces, la mayoría, no se necesitan grandes esfuerzos para realizar grandes males.
Julia vuelve al presente, dejando que los recuerdos se deshilachen y sean arrastrados por el viento, y entonces contempla su reflejo en el cristal del portal, algo a lo que no termina de acostumbrarse. Lleva puesto el mismo vestido blanco de verano con el estampado de flores rojas que llevaba puesto aquel día, cuando él la acuchilló en la cocina. Se aprecia claramente el desgarrón en la zona de las costillas, bajo el pecho izquierdo. Ella se arrancó el cuchillo e intentó en vano taponar la herida. La sangre empapó sus manos y gran parte de la tela y se mezcló con el rojo granate de las flores mientras ella daba sus últimos estertores tendida en el suelo. Todas esas manchas también se ven ahora con claridad.
Toda su piel es de un color ceniciento, y su cara, enmarcada por una mata de ondulante pelo negro, presenta un aspecto ojeroso y demacrado. En conjunto, es una imagen que inspira un profundo miedo a todo el que tenga la mala suerte de poder verla.
Cuando está a punto de ponerse en movimiento, unas gotas le salpican el pecho de repente. Se trata de sangre. Extrañada, se lleva las manos al cuello y advierte enseguida la familiar calidez del líquido vital. Descubre que tiene un corte, amplio, profundo. Descubre que se desangra.
Pero esto es imposible, piensa, soy un fantasma. Estoy muerta, no puedo morir de nuevo.
Se contempla las manos ensangrentadas y descubre con estupor un cuchillo en la derecha. Baja la vista hacia su vestido, pero ya no es un vestido veraniego. Es una especie de uniforme con pantalón y camisa blancos en el cual la sangre poco a poco gana terreno, avanzando como un tsunami escarlata. Y lo más extraño de todo: ya no está en su calle, sino en una especie de habitación de paredes blancas, como de hospital, pero sin ventanas.
Es entonces cuando escucha las voces alarmadas y las pisadas apresuradas, como a la carrera.
—¡Emergencia en la celda veintitrés! ¡La interna se ha cortado el cuello con un cuchillo! —vocifera una voz masculina y grave, la del vigilante que lo ha visto todo a través de las cámaras de seguridad.
—¿¡Pero cómo ha podido conseguir uno!? —pregunta otra voz femenina que pertenece a una celadora y que corre junto a él.
—Os dije que esta pirada nos la jugaría cualquier día —dice una tercera voz, la de otro celador que empuja a toda prisa una camilla y que añade con desdén—: Puta loca asesina.
La puerta se abre de golpe y los tres entran en la habitación con urgencia para intentar salvar la vida de Julia. Pero es demasiado tarde. Tendida en el suelo en medio de un gran charco de sangre, los observa en silencio mientras por el cuello se le escapa la vida a borbotones. Al reconocerlos, se produce en sus ojos un chispazo de entendimiento y en ese momento, cuando ya la muerte se encuentra a punto de acunarla en sus brazos, todo lo que ocurrió, todo lo que sucedió en realidad, todos aquellos recuerdos reprimidos de aquel fatídico mediodía de un mes de julio, se liberan en su mente en una fracción de segundo.
Ese día Francisco llegó de trabajar a la hora de comer, como siempre, y entró en la cocina. Ella, presa de aquellos celos injustificados e irracionales que la corroían desde hacía tiempo, comenzó un interrogatorio tan feroz como absurdo. Tan repetido como cansino. Tan vergonzante como estéril. Las respuestas de él, lejos de calmarla, la enervaron, cosa que siempre ocurría, e hicieron que la olla a presión de su mente hirviera a toda potencia. Hasta que estalló.
En un momento dado, perdidos los nervios y fuera de sí, Julia cogió un cuchillo, se abalanzó sobre él y lo acuchilló infinidad de veces. Aún recuerda la extraña pasividad de Francisco cuando lo atacó, como si lo hubiera pillado por sorpresa, o como si se hubiera rendido y quisiera terminar con todo de manera definitiva. Pero sobre todo, recuerda su mirada mientras el cuchillo horadaba su carne una y otra vez, una mezcla de incredulidad, miedo, dolor y algo más, algo que estremeció a Julia, porque aun en esos instantes en que su cabeza ardía bajo el dominio de la furia y la locura absoluta, fue capaz de reconocer el amor en los ojos de su marido. Y entonces comprendió su error.
Francisco no la había engañado, nunca. No había otra mujer. La seguía queriendo a ella y nada más que a ella y sufría por su comportamiento obsesivo, incluso en ocasiones llegaba a culparse a sí mismo. Pero era inocente por completo, y ella lo había matado. Lo había matado.
Al revivir de nuevo esos hechos tan dolorosos, Julia no puede contener las lágrimas. Y mientras su vida se extingue poco a poco sus recuerdos saltan a cuando fue detenida por la policía y llevada a una comisaría. Un nuevo salto la lleva a recordar el juicio: los vecinos, familiares y amigos relatando el calvario que sufría su pobre marido, una bellísima persona, victima de sus celos patológicos. Recuerda el testimonio de los psiquiatras forenses que la examinaron, que dictaminaron de manera unánime que padecía un profundo trastorno mental, y que fue decisivo para que acabara internada en esa institución psiquiátrica.
Julia todavía tiene tiempo para un nuevo salto de memoria que le permite recordar las portadas y los artículos de los periódicos que su abogado le facilitaba en su estancia en prisión y en los cuales se informaba de su caso. Había fotos de ella, primeros planos donde destacaban su expresión ausente y desconectada de la realidad, y su mirada ida, perdida en otro mundo.
Todas esas imágenes, palabras y sonidos, todos esos recuerdos, aunque grabados con fuerza en su memoria, no había sido capaz de decodificarlos hasta ahora, una vez descorrido el velo de la locura. Hasta entonces no eran más que piezas sueltas de un puzzle que se negaba a ser ensamblado.
Con un rictus de dolor, Julia, vuelve al presente, a su celda, a su agonía, a su inminente muerte, a su angustiosa culpabilidad.
—No —dice en su susurro apenas inteligible—, no soy un fantasma y nunca lo he sido.
Un súbito ataque de tos la hace arrojar una multitud de minúsculas gotas de sangre y se siente incapaz de aspirar otra bocanada de aire. Una debilidad extrema se apodera de ella mientras los celadores la suben a la camilla e intentan estabilizar sus constantes vitales a toda costa.
Desde una esquina de la celda, un hombre observa la escena sin ser advertido por nadie excepto por Julia, que mira a los ojos de su marido y, antes de cerrar los suyos para siempre, advierte que esta vez no hay en ellos incredulidad, miedo, ni dolor, sino únicamente un profundo amor.
Julia sonríe feliz y, con una última exhalación, atraviesa la sutil barrera que separa este mundo del otro.
No, ella no es ningún fantasma, nunca lo ha sido.
Pero puede que a partir de ahora lo sea.
Relato admitido a concurso.