«Me arde la piel. Aquí siempre hace un calor de mil demonios. Aunque lo peor son los mosquitos. Esos cabrones están en todas partes. Seguro que también tienen los ojos rasgados.»
El sargento seguía gritándole al aparato de radio. De los veintidós hombres que formábamos nuestro pelotón, solo quedábamos cinco en pie. Estaba tan asustado que si no se le hubiera formado un tapón de heroína en el culo se habría cagado encima.
«Aparte de nosotros dos, en el hoyo infecto en el que nos escondemos están William, el cabo Johnson, y Peter “Gun” Marshall. Somos un grupo de pobres desgraciados silbando canciones para engañar al miedo. Los Beatles de la malaria.»
Peter limpiaba su M16 con una bayeta mugrienta. Jamás se apartaba de su arma. Comía con ella, dormía con ella, y estoy convencido de que se la tiraba también por algún agujero. Era el más veterano. Tendría unos treinta años, de complexión fuerte, y con la cara plagada de cicatrices. Las malas lenguas decían que no volvía a casa porque adoraba matar vietnamitas.
—Noventa y dos, Martin. Esta preciosidad se ha cargado a noventa y dos amarillos.
—No te lo he preguntado, Peter —contesté sin mirarle. Estaba ocupado escribiendo en mi cuaderno. Si salía con vida de aquel estercolero humano, quizá pudiera publicar mi diario y conseguir algo de dinero.
Gun me sonrió, se colocó el arma, me apuntó, y simuló dispararme.
—No sé cómo se lo han montado esos mamones para hacernos desaparecer uno a uno, pero te juro por Dios que, antes de que yo caiga, mi amiga llegará a los cien. William, dame una calada.
William se quitó el cigarro de la boca y se lo pasó a Peter.
—Toma, así te meterás en la boca una cosa diferente al fusil ese al que le haces mamadas.
«Todos reímos. Johnson nos lo recrimina. William tiene ese don. Es un chaval joven, apenas veinte años. Nunca está de mal humor. Quizá sea porque siempre está colocado. A todos nos cae bien.»
Peter absorbió el humo y me ofreció. William hacía unas mezclas de marihuana, opio y tabaco que entraban muy suave. Fumé un poco y se lo devolví al chico. Luego me puse de pie y me acerqué al cabo, que miraba sin cesar el mapa.
—¿Qué tal lo ves, Johnson? —Le puse la mano en el hombro y se estremeció. Estaba muy tenso.
Johnson era para el pelotón el jefe de verdad. El rango lo tenía el sargento Smith, pero todos sabían que consiguió los galones por ser el cuñado de coronel. Un puto drogadicto incompetente. Pero Johnson era otra cosa. Un líder nato; sus decisiones y valor habían salvado la vida a decenas de soldados. Él era América. Al menos, la América que le encantaba a América creer que era. Veintiséis años, alto, fuerte, responsable. Lo daba todo por cualquiera de sus hombres y se mostraba clemente con sus enemigos. Era el único de nosotros que no se drogaba. Probablemente era el único de todo Vietnam que no lo hacía.
—Esto no me gusta, Martin.
Me acerqué y le interrogué con la mirada.
—Solo quedamos cinco, así que supongo que es absurdo seguir mintiendo —prosiguió. En cualquier caso, no diga nada de lo que le voy a decir al resto. Parece usted el más sensato. Acérquese.
Me aproximé más a él cuando vi que bajaba la voz. Era una señal de que lo que tenía que contarme era confidencial.
—Les reclutamos en esta misión bajo la excusa de reconocer el terreno y asegurar un par de áreas. Debo confesarle que ese no era el motivo real. Hace dos meses, el batallón del sargento Ford desapareció en esta misma ubicación. No hubo ningún mensaje previo avisando de peligro, ni nos consta que exista algún emplazamiento del Vietcong por esta zona. Sin embargo, Ford y sus cuarenta y dos hombres se esfumaron sin más. Nuestro trabajo era encontrarlos. O, como mínimo, conseguir alguna pista que nos ayudara a saber qué les ha pasado.
Me estremecí, y entendí por qué el cabo quería que esa información no llegase al resto. Habría cundido el pánico. La fama de Ford era conocida en todo el ejército. Un sádico sin principios ni moral. Había matado con sus propias manos a mujeres y niños, y nunca hacía prisioneros. Se jactaba de haber sobrevivido sin un solo rasguño a bombarderos y ataques frontales. Era un animal de la guerra. Si habían acabado con aquel hijo de puta, es que el enemigo era muy peligroso. Johnson continuó.
—Ahora han desaparecido diecisiete de nuestros hombres. Sin embargo, el terreno no es más escabroso que otros de los que hemos salido indemnes, ni la selva más frondosa. No se han escuchado disparos ni gritos, por lo que el enemigo nos coge siempre por sorpresa. Usando trampas, quizás. Pero no me cuadra. Nuestros soldados han lidiado en mil batallas. No me creo que se hayan dejado atrapar en campo abierto.
—¿Qué propones, Johnson?
—Caminaremos doscientos metros en dirección norte. Investigaremos tras aquellos árboles. Son altos y frondosos, y no dejan ver lo que hay detrás. Puede que allí esté escondida la pieza que falta en este puzle.
Y entonces, por primera vez, lo vi. Cuando miré hacia el lugar que indicaba el cabo, un niño apareció frente a mí. Estaba a una veintena de pasos. Era un chico de unos ocho años. Vestía un pantalón corto hecho jirones, y no tenía camiseta. El pequeño caminaba descalzo entre piedras y metralla. Es más, hubiera apostado a que daba saltitos mientras canturreaba. Estaba jugando en el mismo infierno.
La escena duró apenas un instante. El crío se escondió tras unos arbustos. Me giré con la cara desencajada. William me miraba fijamente y, durante unos segundos infinitos, nos quedamos los dos observándonos sin pestañear. Entonces, William me pegó una bofetada en la frente.
—¡Joder, te he salvado la vida! ¡Lo que tenías en la cara no era un mosquito, era un puto F4!
No reaccioné al golpe.
—Wi… William… —tartamudeé— ¿Lo has visto? ¿Lo has visto como yo?
—¡Coño, como para no verlo! Al principio pensaba que se te había cagado encima un águila, compañero.
—No me refiero al mosquito, te hablo del niño.
—¿Qué niño?
—¡Joder, William, el crío que estaba dando saltos ahí enfrente!
—¿Un niño? ¿Dando saltos? ¿En pleno campo de batalla?
William miró el porro que aún se estaba fumando y empezó a reír.
—Me cago en la puta, Martin. La calada te ha subido bien.
Saqué el cuaderno del bolsillo y comencé a apuntar. «Juro por Dios que aquel niño no era una alucinación...» Entonces, una mano se posó ante mi hombro. Era Peter. Miraba con atención al norte.
—Yo también lo he visto —susurró.
Le observé. No se reía de mí. Hablaba en serio.
—Gracias. Sabía que no era producto de la droga. Tenemos que decírselo al sargento y…
—No —me interrumpió.
—¿Qué?
—¿Quieres que te tomen por loco? ¿Un niño entre las balas? Fíjate en William. No, iremos tú y yo a investigar.
Peter se giró y habló con el cabo.
—¡Señor, Martin y yo vamos a inspeccionar el terreno! Estando aquí solo esperamos a que nos maten. No se preocupe por nosotros. Mi M16 nos acompaña.
Johnson me acribilló con la mirada, pero hice un gesto con la cabeza para indicarle que yo no había dicho nada de lo que me acababa de confesar. Peter me arrastró fuera de nuestra trinchera improvisada.
Unos segundos después, nos desplazábamos a rastras por el suelo. Escrutábamos el horizonte, pero solo veíamos selva y terrenos devastados.
—Qué narices haría un niño por esta zona —dije, en voz baja—. Como no lo encontremos inmediatamente, puede caer el alguna de las trampas. Este campo debe estar infectado de ellas.
—O puede que una bala le atraviese el cráneo —contestó Peter.
—Cierto, también corre ese riesgo. Aunque no creo que ninguno de nos…
Me interrumpí. Una idea terrible atravesó mi cerebro. Miré a Peter.
—No irás a matar a ese chico, ¿verdad?
—No, quiero invitarle a cerveza americana. Joder, claro que pienso matarlo. Ya te he dicho que voy a hacer que mi amiga llegue a cien.
Me detuve.
—¡Maldito psicópata! —grité. Por un instante olvidé que mi vida pendía del crujir de una rama— Por eso no querías decir nada. Para asegurarte de que podías acabar con el chaval sin que nadie te lo impidiese. ¡Pues no pienso dejar que lo hagas, cabrón!
Peter se giró y me apuntó a la cara. Esta vez no bromeaba.
—Si te pones de su parte eres uno de ellos, Martin. Te contaría entre mis muertos sin problemas de conciencia.
—Es…. Es solo un niño… —balbuceé.
—Es un puto amarillo. Crecerá y matará a americanos si no se lo impedimos. Cuando eliminas cucarachas no te preocupas de si son crías.
Y en ese momento, unas risas interrumpieron nuestra conversación. Eran unas carcajadas infantiles. Fui capaz de distinguir tres voces, tras unos matorrales, a las espaldas de Gun. Un destello brilló en sus ojos.
—Os tengo, pequeños bastardos —susurró, mientras se metía en la maleza.
Me quedé quieto, sin saber qué hacer. Me debatía en si salvar la vida de unos críos desconocidos valía la mía cambio. Y entonces, vi humo ascender sobre los árboles que había indicado el cabo. Me arrastré con sigilo, y alcancé la zona oculta. Divisé una aldea. Un poblado que había sido arrasado por las llamas, y del que solo quedaban ruinas y cenizas.
Volví tras mis pasos y fui en busca de Peter. Intentaría convencerle de que me acompañara a investigar mi descubrimiento. Quizás así les daría una oportunidad a los niños, si aún no era tarde. Al entrar en los arbustos donde había dejado a Gun, tropecé con algo metálico. Era su M16, abandonada en el suelo. Levanté la cabeza. Ni rastro de mi compañero. Entonces lo entendí todo con claridad.
—¡Señuelo! —grité mientras volvía corriendo a la trinchera.
Estúpido, estúpido, estúpido. Era lo que decía William. Qué sentido tenía que un niño estuviese corriendo en mitad de las balas. Pues ahora tenía todo el sentido.
Corrí el centenar de metros que me separaban de mi pelotón, pero llegué tarde. En el agujero solo quedaba la radio, el mapa de Johnson, y el porro, aún encendido, de William. También estaban sus armas, pero ninguna de ellas humeaba. Habían desaparecido sin defenderse.
Cuando intentaba encontrar algún enemigo, o alguna lógica a lo que acababa de suceder, sentí una presencia detrás de mí. Me giré, y ahí estaba. En la trinchera, mirándome con una inocente sonrisa en la cara. El mismo niño que había visto antes. Un pequeño vietnamita con el pantalón destrozado, descalzo y sin camisa. Pero había una particularidad en él. Si Peter quería matar amarillos, aquel chico no habría incrementado su cómputo. Su rostro era pálido. Mortalmente pálido.
Me tendió la mano. Una mano tan blanca como su cara. Se la cogí, y me estremecí. Estaba helada, y me invadió una sensación horrible de miedo y sufrimiento. Dejé caer mi fusil, sin saber muy bien por qué. Era como si, de repente, comprendiera la máquina de destrucción que sostenía, y me quemara la piel.
El crío tiró con suavidad de mí. Me invitó a que lo siguiera. De repente, de la nada, aparecieron dos chicos más, que jugaban y reían. Eran las mismas risas que había escuchado antes. Me rodearon entre los tres y me custodiaron. Era como si fuera el prisionero de guerra de un ejército de mocosos juguetones.
Avanzamos hasta la aldea quemada. Los niños me situaron ante ella y me dejaron allí, de pie, como una estatua. Les interrogué con la mirada. Entonces, el chico que me guiaba se puso frente a mí y con un gesto me pidió que me agachara. Lo hice. Cuando estuve a su altura, me puso las manos en los ojos y me los cerró. Y un instante después, noté cómo me ardía el cuerpo. Sentí dolor, agonía, grité con todas mis fuerzas, lloré… y abrí los ojos.
Frente a mí, la aldea se había recuperado de las llamas. Había movimiento de gente. Una pequeña villa de campesinos. Era la visión de un tiempo anterior. A mi lado, los tres niños miraban conmigo. Ya no reían. Dos mujeres hablaban delante de una de las casas, y algunos hombres recogían la siembra. Unos gritos y unos disparos se escucharon desde mi izquierda. Un vietnamita llegaba corriendo con el rostro desencajado. Las dos mujeres corrieron a su vez, aterradas, llamando a alguien en el bosque. Unos niños salieron de entre los árboles. Los mismos que, hacía solo unos instantes, me habían acompañado a la aldea. Solo que su cara, ahora sí, era jovialmente amarilla.
Giré mi rostro hacía los tres críos que estaban a mi lado. Seguían allí, fantasmales. El corazón empezó a bombearme a gran velocidad.
Y entonces, detrás del hombre que había llegado gritando, apareció el sargento Ford con su pelotón. Eran el estiércol del ejército americano.
Se adentraron en el poblado. Ford se aproximó a una de las campesinas y empezó a magrearle el culo. Iba borracho. Uno de los aldeanos se acercó a él, protestando. En ese momento, el chico que tenía a mi lado me agarró la mano con sus dedos blanquecinos. Me sentí mortalmente asustado. Comprendí que, de alguna forma, cada vez que el chico me tocaba, me transmitía todo aquel sufrimiento que había vivido. El campesino no llegó a enfrentarse al sargento. Uno de los chicos de Ford le pegó un tiro en la frente en cuanto vio que se movía. Y yo lloré. Lloré a la vez que lo hizo mi pequeño acompañante. Al mismo tiempo que el niño que salió corriendo y empezó a pegarle puñetazos a las piernas de Ford, que reía sin parar. Entonces, me dio la sensación de que alguien me clavaba un puñal en el abdomen. Dios mío, cómo sentí el dolor. El chico fantasmal se retorció, y el niño que tenía frente a mí cayó al suelo sangrando por la barriga.
Lo que siguió fue un espectáculo horrible. Sangre y fuego por todas partes. La aldea se convirtió en lo que quedaba ahora de ella. Un pelotón de hombres estadounidenses borrachos acababa de aniquilar a un poblado de inocentes. Tal y como dijo Peter, como si fueran cucarachas.
La imagen dejó de proyectarse ante mí, y volví al presente. Mis tres nuevos amigos me miraban entristecidos. Entonces, aquel que me hacía ver aquellas visiones me señaló el bolsillo de mi chaqueta. Metí mi mano en él y saqué mi viejo diario. Le miré interrogativo.
—Viêt
—¿Qué?
—Viêt —insistió, mientras escribía con los dedos en el aire.
—¿Quieres que escriba? —le pregunté, cogiendo mi bolígrafo.
El niño sonrío.
—Vâng, viêt.
Estuve pensando durante un rato. El niño quería que escribiese, pero no tenía la menor idea sobre qué. El chico pareció entender mi duda, y volvió a apoyar la mano en mis ojos. Y volvió todo. El dolor, el sufrimiento. Los cuerpos ardiendo. Los llantos.
—Quieres que escriba acerca de lo que sucedió aquí, ¿verdad?
El chico sonrió de nuevo.
Y escribí. Escribí con más pasión de lo que lo había hecho nunca. No escatimé detalle para describir la barbarie que había presenciado. No justifiqué ningún acto de los hombres de Ford. Dejé claro que en aquel lugar se había producido un exterminio.
Acabé. El chico me pidió mi diario. Se lo entregué, y se lo llevó con él, haciéndolo levitar. Conseguirían hacerlo público. No me cabía duda de que harían lo que fuese necesario para que su sufrimiento no cayese en el olvido.
Entonces, los otros dos chicos que había a mis espaldas, me empujaron mientras reían. Me puse de pie y sonreí. No sabía a qué querían jugar, pero aquellos tres mocosos ahora tenían toda mi simpatía. Mi guía volvió a darme la mano, y esta vez la sentí aún más fría. Terroríficamente helada.
Entre los tres me custodiaron y me acercaron a un caserón que había al final de la aldea. Las llamas no lo habían destrozado tanto como otras viviendas. Me llevaron a la parte de atrás. Y las piernas me temblaron.
William, Johnson, y el sargento Smith se bamboleaban en el aire. Sus cuerpos ahorcados colgaban de la rama de un árbol. El cuerpo de Peter estaba recostado en una roca, aguantando su cabeza con las manos. Algo más lejos, el pelotón de Ford y el resto del mío se amontonaban en el suelo, rodeados de moscas, apestando a muerte. A su alrededor se agolpaba un grupo de vietnamitas, todos ellos de rostro macilento, que en ese momento dejaron de mirar a los ahorcados y centraron su atención en mí.
Me quedé quieto. No podía moverme. Entonces, mi pequeño amigo me puso la mano en el corazón. Y el dolor llegó de nuevo. En un primer lugar el sufrimiento, el llanto y la incomprensión. Y, después, me embargó la culpa. Se apoderó de mí con tanta fuerza que me costaba respirar. Entonces la vi. Mi soga, vacía, esperándome al lado de mis compañeros. El pueblo fantasma vietnamita se abrió, dejándome un pasillo. En aquel momento entendí todo el dolor que habíamos causado. Comprendí que éramos un monstruo más en aquel infierno, no los salvadores que todos creíamos que éramos. Gemí. Me faltaba el aire. Sentí el vacío.
Avancé lentamente hacia un montículo de piedras que habían colocado como escalera improvisada. Subí a ella. Observé la cuerda y me la puse en el cuello. No me opuse. Así debía ser. Lo creía justo. Lo sentía justo. Quizá fue lo mismo que sintieron todos los demás. La aldea me observaba iracunda. Les había resultado útil para que su historia fuera conocida, pero una vez había cumplido mi misión, no merecía vivir más que los demás. Probablemente aquellas almas no abandonarían nuestro mundo hasta que no vieran saciada su sed de venganza y calmado su dolor.
La piedra que me servía de apoyo resbaló. Unos niños rieron.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.