Luna llamó tres veces a La Ventana; la primera, con nueve años.
Papá, mamá y los tíos caminaban delante mientras los niños se mantenían unos metros por detrás. Habían asistido al servicio dominical y sufrían una mañana calurosa. Al pasar junto a la casa, el imbécil de Toñín le retó para que llamase a la ventana; según le contaron sus hermanos mayores, allí moraba el espíritu de un niño estrangulado por su nana y, al golpear tres veces el cristal, podías ver su rostro morado con lengua fuera. Si se acobardaba, le debería un beso. Pero a Luna no le importaba el coste del reto; quería lograr, con su valentía, el reconocimiento de unos padres que siempre se quejaban por haber tenido una niña en vez de un niño, alguien que pudiera llevar la hacienda al hacerse mayor. Luna quería demostrar lo capaz que era.
Levantó un poco su falda para no mancharla de barro y entró en el jardín abandonado. Entre arbustos sin podar y malas hierbas que nadie arrancaba, recorrió un estrecho sendero empedrado en medio de la densa vegetación. Sintió que se erizaba el vello de la nuca mientras avanzaba. La casa se levantaba a pocos pasos; los cristales de las ventanas estaban rotos y las cortinas, como viejos sudarios de muertos, se asomaban al exterior con cada brisa. Indecisa, giró la mirada pero no pudo ver a Toñín por culpa de las zarzas salvajes. En aquel momento pensó en correr junto a su primo y decirle que había llamado a La Ventana.
Porque era La Ventana: la única intacta y que brillaba con fuerza bajo el sol. Antes de darse cuenta, sus nudillos golpearon por tres veces el cristal.
Una parte de ella se sintió decepcionada cuando no ocurrió nada. De puntillas, hizo visera con las manos y se asomó al interior. Le sorprendió que la habitación estuviera tan reluciente, como si la hubieran limpiado poco antes.
Y entonces pudo verle: una figura menuda, inmóvil en la sombra de una esquina; vestido como para ir al colegio, su rostro era pálido. El niño apenas dio un paso y ya estaba al otro lado de la ventana, con las manos pegadas al cristal. Luna supo que se debía sentir muy solo allí dentro. Sin pensarlo, colocó sus manos sobre las del muchacho.
Un susurro flotó en el aire mientras la puerta de la habitación se abría sola. El cristal estaba frio, muy frio; por un momento sus ojos se cruzaron. La mirada del niño era oscura, profunda, repleta de soledad y con un anhelo: alguien con quien jugar para siempre.
La voz autoritaria de su padre rompió el hechizo; repetía su nombre mientras avanzaba entre las zarzas a golpe de bastón. Las manos del niño y las suyas parecieron fundirse a través del cristal. La puerta abierta del cuarto era una invitación, pero el miedo a su padre pudo más y, de golpe, apartó las manos.
El niño había desaparecido. La puerta estaba cerrada. La ventana ahora se veía rota, el marco desconchado por el tiempo. La habitación, cubierta por una densa capa de telarañas y polvo.
La mano del padre agarró su hombro con fuerza. Al llegar a casa, le dieron un par de azotes y se fue castigada a su habitación, sin comer. Jamás reconocieron su hazaña.
La segunda vez fue el día que Luna cumplía diecinueve años. Esa tarde, su primo consiguió el beneplácito de sus padres para que diesen un paseo a solas. Toñín ahora se hacía llamar Antonio y lucía con orgullo un bigote ridículo que enceraba a todas horas. Durante lo que a Luna le pareció una eternidad, le habló de su trabajo como pasante del abogado del pueblo y de lo guapa que se puso durante el tiempo que estuvo en aquel internado de señoritas de la capital. Antes de darse cuenta, Luna y Antonio estaban ante la entrada de la vieja casa. Aunque nunca lo había olvidado, se había convencido de que todo fue una jugarreta de su imaginación. Lo ocurrido allí muchos años atrás sí fue real: un hombre borracho, iracundo, asesinó a su mujer y al hijo de ambos.
Antonio siguió su mirada y rió con brusquedad; todavía recordaba aquella mentira sobre su llamada a La Ventana y el beso pendiente. La mirada de Luna se incendió: no fue una mentira, sucedió de verdad. Pero como las burlas de su primo continuaron, decidió que lo repetiría y le retó a que la acompañase.
Así como ella avanzaba con resolución por el jardín abandonado, los pasos de Antonio se ralentizaban con miedo, hasta hacerle detenerse. Cuando Luna se acercó a la casa, pudo comprobar que el tiempo devoraba el edificio sin piedad. Caía el crepúsculo y la atmosfera se teñía de más sombras a cada minuto que pasaba.
En apenas cinco pasos se encontró de nuevo ante La Ventana, tan impoluta como la recordaba. Con decisión, más por satisfacer su curiosidad que por sorprender a su primo, golpeó con energía el cristal. Una solitaria vela se encendió en el interior. La habitación se veía igual que aquella primera vez, diez años atrás. El niño, pálido y con el mismo uniforme colegial, esbozó una sonrisa tímida: la recordaba. Aún estoy solo, parecieron decir sus ojos.
Pero Luna ya no era una niña. Aunque el espíritu rebelde latía en su interior, la estancia en aquel horrible internado grabó a fuego en su cabeza que debía casarse y tener hijos; había que mantener la hacienda que llevaba en la familia desde muchas generaciones. Por mucho que quiera, no puedo ser tu amiga. Tengo que irme.
Con esfuerzo, apartó la mano del cristal. De nuevo, oscuridad y una casa medio derruida. Triste, volvió sobre sus pasos hasta encontrarse con Antonio. Mintió a su primo: no había ocurrido nada. Él volvió a hablar del beso.
La tercera y última vez que Luna llamó a La Ventana fue a los veintinueve años, la noche que murió su hija. Tras dos varones, por fin había dado a luz una niña; la bautizaron como Soledad y ella siempre la llamó Sol. Pero algo andaba torcido en su interior y, con apenas tres años, los médicos no pudieron hacer nada más por ella. Antonio, desde años atrás era Don Antonio, utilizó frases llenas de florituras, pero vacías, para consolarla; Luna siempre supo que su orgullo eran los varones y Sol tan solo era “la niña”.
Cobarde, Antonio optó por permitirle intimidad ante lo que se avecinaba y marchó con los varones a la casa labriega. Aquella última noche, con su hija en brazos a la espera del desenlace, una idea desesperada se adueñó de la mente de Luna.
La oscuridad era fría, la bruma del rio se agarraba con fuerza a la vegetación. Luna avanzó decidida entre los girones de niebla, rompiéndolos con su cuerpo. De la casa ya poco quedaba, apenas los muros comidos por la hiedra salvaje; a pesar de su fama de siniestra, ella no tuvo miedo las dos veces anteriores y aquella ocasión no iba a ser diferente. En medio de la noche, le costó encontrar La Ventana.
Con Sol contra su pecho, dio los tres golpes contra el cristal. Por un momento temió que el niño hubiera abandonado la casa por fin, o que no quisiera saber nada de ella. Pero la luz de las velas de un candelabro resquebrajó la oscuridad para iluminar el rostro delgado y pálido de siempre. Luna apoyó la mano sobre el cristal y esperó a que el niño pusiera la suya. Le mostró a su hija. Jugará siempre contigo, te lo prometo; jamás volverás a estar solo, pero déjala vivir aquí.
El niño observó el rostro enfermo de la criatura; como si supiera que la miraban, Sol abrió los ojos con pesadez.
Cuando Antonio y los varones regresaron la tarde siguiente, se encontraron la casa llena de gente. Luna había organizado el velatorio y el entierro con rapidez. Apenas les dio tiempo a lavarse y cambiarse de ropa antes de la procesión hacia el cementerio.
Antonio, al otro lado del féretro como le correspondía, observó a Luna y su admirable entereza. A pesar de la tristeza que le marcaba el rostro, casi parecía que los ojos de su esposa sonreían.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.