La tormenta
En cuestión de minutos se había cerrado la noche en plena tarde y se levantó el vendaval. Los vaqueros apiñaron el enorme rebaño hasta cobijarlo en una zona de peñas y ellos se refugiaron bajo el alero natural en que remataba el roquedal. En apenas un pestañeo, una inmensa cortina de agua se derramó convirtiendo el paraje en un barrizal. Encendieron una fogata y prepararon café. El más joven observaba fascinado la fuerza desatada de la naturaleza y el más viejo se sentó a su lado:
—¿Nunca habías visto algo así, muchacho?
—Esto debe asemejarse al mismísimo Diluvio.
—Oh, he visto tormentas peores y, la verdad, hijo, hemos tenido mucha suerte de que el ganado no se haya desbandado.
La lluvia golpeaba con tal furia que les costaba entenderse bajo aquel bramido constante.
—Eso es muy cierto, Toole— afirmó con la cabeza otro de los hombres desde el suelo, donde permanecía recostado contra su silla de montar— no sé qué podría haber pasado, al menos no truena, eso asusta más a las reses.
—Sí, cuando yo tenía más o menos tú edad— continuó el viejo mirando al jovenzuelo, mientras repartía los vasos de latón entre sus compañeros y luego cogía el asa de la cafetera renegrida con su pañuelo, para irlas llenado con el hirviente contenido— y era también todo lo inexperto que os podáis imaginar, cayó sobre mi grupo una tormenta parecida, no, peor, mucho peor, con rayos y truenos como ha dicho Larson.
—¿Y cómo salisteis de esa? — inquirió el aludido— ¿Hubo bajas entre vosotros? ¿Perdisteis muchas cabezas?
El viejo le daba vueltas a su vaso humeante con la cabeza un poco gacha y los ojos fijos en el fuego, como si tuviera que rescatar los recuerdos de entre las llamas que se reflejaban en el negro de sus pupilas, haciéndolas brillar en el rostro oscurecido por el ala del sombrero.
—De todo un poco — murmuró al fin— estos chaparrones siempre me traen a la memoria aquel día.
—¿Por qué, Toole? ¿Qué pasó? — el vaquero rubio con una cicatriz en el mentón se acercó más al círculo cercano a la pequeña fogata, arrastrando el trasero.
—Porque fue el día en el que me ocurrió el suceso más extraño de toda mi vida, con diferencia, te lo aseguraría poniendo la mano sobre la biblia, Nelson.
—Qué pasó entonces? — el chico dio voz a la expectación general. Hasta los sorbos al brebaje color tinta china se hacían ahora ansiosos, a la espera del cuento— Dinos, Toole ¿Qué fue?
El viejo, satisfecho con el efecto creado, aun bebió con calma un largo trago antes de dar inicio al relato:
—Como os decía, yo era por entonces un tierno polluelo, deseoso de aprender y conocer todo de mi oficio, no este pobre artrítico de vuelta de todo que veis ahora — se le escapó una risita comprensiva— Así es la vida. El capataz del rancho era mi tío y conducíamos al mercado un rebaño de doscientas cincuenta cabezas. Había otro chico, un poco mayor que yo, al que todos llamaban June. Nos habíamos hecho amigos. Tocaba muy bien la armónica, también el banjo, y tenía una hermosa voz con la que entonaba innumerables baladas.
Solíamos cabalgar uno al lado del otro y él me iba explicando todos los detalles que llamaban mi atención. Un buen muchacho, June. Delgado, moreno, diría que hasta un poco elegante… como… un poeta entre vacas. Ese era June. Qué demonios, yo le admiraba.
Pues aquel día ya atardecía cuando el cielo se ennegreció, como ahora, y los truenos retumbaron y los relámpagos restallaron con el fuego de las alturas, antes de conchabarse con una tromba de agua que ahogaba nuestros gritos y los mugidos de pánico de los animales. Como debéis imaginar, se desató una estampida infernal. Yo estaba ciego, sordo y empapado sin saber por dónde tirar, bastante tenía con intentar dominar a mi montura para que no me derribara en medio de la barahúnda. June ya no estaba a mi lado y apenas podía oír a los demás.
Terminó su café mientras sus compañeros actuales contenían el aliento.
—Entonces sentí una presión en el brazo y tras el cortinón de agua vi a mi amigo chorreante y sonriente, tirándome de la manga. Me indicó con la cabeza que le siguiera. Fustigándolas con los lazos y gritando a las reses fuimos reuniendo y guiando a los animales que quedaban a nuestro alrededor. Tenerle a mi lado ayudándome me devolvió el valor.
La cantidad de agua había disminuido delante de los refugiados. La lluvia se calmaba. Las vacas, algunas acostadas, permanecían tranquilas. El narrador continuó:
—Al rato, distinguimos a lo lejos, bajo un pinar ralo, a los demás y hacia allí nos dirigimos. Las reses mugían llamándose y yo les hice una seña con la mano a los míos. Estaba contento y esperaba que no se hubiesen perdido demasiadas cabezas. Mi tío me abrazó al verme sano y salvo y se sorprendió al contemplar todo el ganado que había logrado volver a reunir. Me felicitó por ello. Casi no se lo podía creer. Lo mismo que estuviese vivo que hubiese sido capaz de semejante proeza. Por supuesto, yo le expliqué que June también había sido una gran ayuda para tan feliz resolución.
El viejo Toole suspiró, les pareció a los otros que intentando disimular un breve temblor, y observó como las nubes empezaban a apartarse para dejar paso al prometedor color celeste, pleno de diáfana luminosidad. Con cierta tristeza, se fijó un momento en sus silenciosos camaradas.
—Entonces, no pasó nada malo en realidad — dijo el chico, extrañado.
—Tiene razón, Toole ¿dónde está eso tan raro que decías? — gruñó Larson a su lado.
—Calla la boca — le espetó Durrell, al lado de Nelson— y déjale terminar— el viejo los ignoró y se dirigió al joven.
—Mi tío, muchacho, me miró más o menos como tú ahora, sin comprender lo que le estaba diciendo.
—¿Por qué?
—Los otros vaqueros hicieron lo mismo, me miraron igual de extrañados, antes de coger las riendas de mi caballo y dirigirme al riachuelo que pasaba allí por detrás del pinar. Algunas vacas se habían ahogado en él. En la ribera había también un caballo muerto. Un caballo bayo que yo conocía muy bien. Tenía una pata enganchada entre las ramas de un tronco caído y debajo de él yacía su jinete, igual de tieso y cadáver. Era June.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.