GÓLEM
La criatura abrió los ojos imbuida de un instinto desconocido, ajeno a su creador.
Se palpó parte a parte antes de incorporarse, comprobando la funcionalidad de todos sus segmentos corporales, así como la estabilidad de su estructura molecular. Con todo, desconfiaba del proceso, por lo que se levantó de a poco, un apoyo cada vez, hasta mantenerse erguido, elevando su vista por encima de los tres metros.
¡Lo había conseguido!
Comenzó entonces a moverse para determinar el control de su organismo, y fue bueno. Recorrido varias veces ese pajar donde se hallaba, consideró la prueba un éxito. Siguiente fase.
Apeló a los sentidos. La vista respondía a los parámetros esperados. El olfato se le hizo raro, pues poco podía detectar más allá de su propio olor nauseabundo, pero no dejaba de ser una señal de la que estaba carente hasta el momento actual. Al oído se debía la vibración reverberante en su cabeza modelada; cientos de estímulos variopintos procedentes del pueblo y del bosque que lo rodeaban, desde la estridencia al susurro de una confesión llegando a su sistema auditivo. Perfecto. Descartó de mano ingerir alimento o ningún tipo de material por el momento, no formaba parte de lo imprescindible para su labor. El tacto, de momento no lo necesitaba.
Necesitaba un espejo, algo que pudiera reflejar su presencia para verse, para saber qué enfrentarían las personas con las que se cruzase y de esa manera entender sus reacciones, que resultarían en miedo mayoritariamente, como tenía ya asimilado. Así debía ser.
Se fijó en el cielo a través del techo desmejorado; oscuridad, nubes, noche, niebla. Todas esas palabras, ideas, conceptos, ya los tenía introducidos en su cabeza de fango, en su cerebro plagado de légamo y que, sin razón alguna y mucha menos lógica, funcionaba a plenitud, en semejanza a los humanos.
Entonces, el Gólem recordó.
***
Escapo.
No.
Persigo.
Lento pero constante.
Soy el cazador.
Engendrado para la venganza.
Me han concedido la marca de mi presa.
Estoy atado a su destino.
Él no podrá escapar.
Ni yo volver al barro hasta que no acabe con su vida.
No lo veo.
No lo necesito.
Recorro la noche tras su estela.
Usando el lenguaje de otros.
Pensamientos ajenos.
Directrices desde inteligencias superiores.
De mis demiurgos.
Soy autómata.
Soy homúnculo dirigido.
Me detengo.
Lo siento cerca.
No puede huir.
No conoce el vínculo de sangre que nos une.
No sabe las palabras.
Toco el simulacro que resulta mi frente.
Letras labradas.
Voy absorbiendo la tierra cercana, que se une a mi cuerpo informe.
Creciendo.
Hasta lo descomunal.
Dando sombra al mismo bosque.
Me cierno sobre el lugar bajo el que se parapeta mi enemigo.
Enemigo obligado.
Lento pero seguro.
Levanto ese árbol caído con mi extremidad ciclópea.
Descubro su agujero.
Está encogido como un recién nacido.
Llorando.
Suplicando.
No siento pena.
No siento asco.
No siento odio.
No siento nada.
Solo debo cumplir con mi deber.
Aquello para lo que fui concebido.
Aunque una parte de mí, la esencia captada que se sustrae de todo ser vivo para regalarme el aliento, sabe que mi ejecución es injusta.
***
El campesino no tuvo más remedio que tomar parte de la siembra y llevarla a casa para dar de comer a su famélica familia, exprimida por el patrón. El campesino era listo, cogía de aquí y allá. Pizcas mínimas durante sus interminables jornadas de sol a sol. El campesino amaba a su mujer, una belleza de voluntad sin par, una desheredada que le había elegido por encima de su casta. Amaba a sus hijos, alegres bichospalo, la pequeña Anette y el pequeño Jonh. El campesino adoraba pasar el tiempo con ellos en sus pocos días libres. Trabajaba los campos, se deslomaba regando la tierra con su sangre y el pellejo desgarrado de su carne. Sin ambición más que complementar su pírrico beneficio con pellizcos sustraídos, carentes de maldad. Por pura supervivencia. El patrón no era tonto, y sí metódico; avaro. Contaba sus ganancias, en grano, en animales, en monedas, en siervos. Algo fallaba. Algo faltaba. El patrón se encolerizó. Puso los ojos de sus capataces, muchos, tras el asunto en cuestión. Pronto detectaron el metafórico agujero en su bolsa. El campesino, ese campesino listo, ese campesino casado con una belleza que no debiera pertenecerle. El patrón quiso dar ejemplo. Proclamó a los cuatro vientos cardinales su culpabilidad. Lo expuso. Le prometió una justa oportunidad. Debía reembolsarle lo hurtado y abandonar la región en tres días. De lo contrario, invocaría al Gólem. Ese era su derecho, su autoridad como patrón. El campesino ni aceptó ni se negó, marchando a casa para decidir con su mujer. Y decidieron: no habría devolución. Desaparecerían esa misma noche. Se reinventarían en otro país. Caminarían hasta tener los pies en piel viva cargando con su prole y sus pírricas (PAUPERRIMAS) pertenencias a las espaldas lacradas. El patrón sabía. El patrón secuestró a los hijos de la escuela antes que ellos los recogieran. Los llevó a su hacienda. Los retuvo cautivos como una garantía. E invocó al Gólem. Concediendo una nueva oferta: el campesino sería libre y podría huir si ella venía a servirle a su morada. Una servidumbre completa, sumisa, eterna. El Gólem fue soltado como perro de caza sin esperar respuesta de voz a la propuesta. La mujer debía presentarse ante él de inmediato. No tuvieron tiempo.
***
Lo cojo.
Su figura inerme por el miedo es una frágil rama entre mis dedos descomunales.
Quebradizo.
Tiembla.
Aprieto.
Fluye su maná por las oquedades de su cuerpo, las habituales, y las nuevas que surgen cuando rompo sus costuras.
Aprieto más.
Supura.
Se rompe.
No puedo escucharlo.
La mujer grita.
Me golpea.
Intenta detenerme.
No puedo verla.
Apenas soy consciente de su presencia; de su resistencia o agresión.
Aprieto más.
Queda solo una mancha de sangre, carne y hueso en la palma.
Suelto el desecho.
Me giro.
Debo volver a casa.
Al creador.
Al Abbá.
Alguien sale a mi encuentro.
La mujer.
De nuevo.
No es mi objetivo.
La ignoro.
Ella carga contra mí.
De nuevo.
Tarde.
Trepa por mi pierna.
Asciende a la espalda.
Llega a los hombros.
Me encara desde ellos.
Porta algo.
Lo clava en mi frente.
Mueve de forma frenética ese objeto que reconstruye parte de mi sesera.
Algo explota en mí.
No tengo orden.
No tengo maestro.
No tengo misión.
La mujer continúa borrando, sustituyendo, escribiendo nuevos signos.
No uno.
Muchos.
Me reconfigura.
El barro no primigenio cae de mi hasta recuperar el tamaño inicial.
Ella no deja de aferrarse.
Termina su labor.
Me mira a los ojos que brotan.
Murmura unas palabras suaves a mi oído recién nacido.
Me concede una premisa, no un mandamiento.
Cobro conciencia.
Lo recuerdo…
Todo.
De todos.
***
Cuando el Gólem recuperó su memoria, se puso en camino. Amparado por el camuflaje de las tinieblas, lejos de las fuentes de luz, convertido en una sombra desmesurada. Absorbiendo la poca tierra que resta en este mundo de asfalto. Medrando.
Se acercó sigiloso a la vivienda, tan sigiloso como lo puede ser un titán. Lo estaban esperando. Armados. Con fuego. Con magia. Primero pronunciaron una palabra que ya no lo tenía prisionero. Después dispararon, rodeando al Gólem, impasible ante sus actos. Avanzando lento, seguro, constante; convirtiendo el pasado en presente.
Las balas lo atraviesan o quedan encajadas en su cuerpo sin afectarle. Traspasa el muro exterior accediendo a la casa, hogar reverencial del patrón; del Abbá. Continúan lloviendo y explotando sus proyectiles ineficaces. Cruza otra pared por derribo. Forman una barrera frente a él y utilizan llamas. Es rociado con un líquido, prendido para convocar al infierno. Se escucha un sonido gutural, escalofriante. La risa del Gólem. Que se sacude indemne de la flama mientras se ríe de sus atacantes. Para barrerlos después con el colosal brazo. Llegando a su creador. Patrón. Abbá.
Le saluda con reverencia.
El patrón, el Abbá, intenta revocar el hechizo, anular al Gólem, devolverlo al barro.
Sin efecto.
El Gólem abraza a su padre. Lo abraza fuerte. Tan fuerte como aplastó al campesino. Más aún. Lo espachurra quebrando todos sus huesos con pausa. Se asegura que conserve el hálito hasta el final, cuando lo integra a su propia persona.
Nota un pequeño cambio. Un latido. Un estertor luchando por surgir. Lo está consiguiendo; tornando a humanidad mientras intenta evitar lo peor de la humanidad: su mezquindad, el egoísmo, la iniquidad, la soberbia, la envidia, el odio.
Abre una puerta con suavidad, dejando la violencia atrás. Esposas asustadas, concubinas, sirvientas, esclavos, infantes sustraídos. Continúa su recorrido. Llegando a una habitación concreta. Dos niños que lloran. Y dejan de hacerlo cuando ella, la mujer, accede ágil por la ventana, sabedora de su enemigo muerto. Abrazando a sus hijos, Anette y Jonh. La mujer agradece muda al Gólem para después desaparecer con sus vástagos en la noche.
Reconfortado, abandona la casa en busca de una guarida para completar su metamorfosis. Dejando lodo tras sus pasos cual flautista de Hamelín. Nadie lo perseguirá. Ya no se ladran mandamientos.
Vuelve a recordar. Las palabras anegadas en su frente. Nuevos signos. Una dádiva de la mujer. De la viuda. Atesorada. Lejos de manos aviesas que pudieran volver a modificarlo.
Aquello que reforzó ella de voz:
«Subsiste. Libre. Como un humano. No eres ya esclavo de nadie. Harás justicia si lo crees oportuno. Siempre. Quizá por mi marido tu víctima. Y te transformarás en un poco más humano a cada vez. Vivirás como nosotros, conservando tus capacidades bestiales. Así sea».
Y el Gólem, en el albor de una nueva existencia, por vez primera, llora.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.