En cuanto Artem saltó del carromato, los zapatos se hundieron en el espeso barro y la humedad empapó sus calcetines. Como un enjambre de moscas, los aldeanos le rodearon mientras enumeraban todo lo que ese monstruo les arrebató. Rara era la casa que no parecía a medio quemar o cuyos techos estuvieran en pie. La multitud le condujo hacia un hombre, de aspecto cansado y vestido con excesiva pulcritud; se dieron la mano:
–Artem Mijailovic Zaitsév, juez.
–Fredek Popov, sustituyo al alcalde.
–¡Llévale al silo! – gritó un hombre –, tiene que verlo.
–Me alegro de su presencia, - Fredek alzó la voz - no puede imaginarse el miedo que hay en el pueblo.
–Antes de abrir cualquier tipo de oficio me gustaría cerciorarme de que no estamos ante una broma de mal gusto. Comprenderá la extrañeza que causaron sus mensajes.
–Rápido, rápido. – como si fueran dos cabezas de ganado, la multitud les empujó con brusquedad hacia las lindes del pueblo - ¡Queremos justicia!
Al ser un pueblo con escasos habitantes no contaban con policía o retén militar y, por ello, lo tenían encerrado en el silo junto a la noria de agua. Según ascendían, los aldeanos se quedaban atrás. Ante la puerta, ya solo ellos dos, Fredek Popov le tendió un grupo de llaves:
–Esperaré aquí fuera.
En el interior olía a la humedad del rio y algo más – un olor muy denso- que fue incapaz de identificar; por agujeros en las paredes, los débiles rayos de sol apenas rompían la oscuridad. Encontró antorchas de brea junto a la puerta y, tras encender una, Artem lanzó un grito de horror. Mediría unos dos metros, cubierto de barro y hierba, todo en ello resultaba húmedo y resbaladizo como la piel de una rana. A su alrededor flotaba ese olor que fue incapaz de definir y que ahora tuvo claro: ciénaga pútrida, agua corrupta. En la cabeza de Artem, el horror luchaba contra la lógica, imposible que fuera capaz de moverse y sin embargo, aunque no respiraba ni se movía – tanto que entre brazos y tronco las arañas tejieron sus redes -, uno sabía que se encontraba ante algo vivo. Su rostro, también de barro, fue modelado para simular dos ojos enormes, sin cejas; carecía de nariz, la boca estaba abierta de forma artificiosa y las llamas de la antorcha hicieron brillar algo metálico en su interior. Con los dedos a escasos centímetros de la hendidura, la boca se cerró bruscamente. De pronto estaba en el exterior del silo, al otro lado de la puerta, mientras los aldeanos se burlaban de él. Fredek Popov le saludó con un gesto que parecía significar “¿Ahora entiende por qué me quede fuera?”.
En los restos de la tasca, tomaron unos vasos de alcohol caliente para eliminar el frio y el horror. Artem apuntaba la historia de Fredek Popov.
–Nadie supo muy bien de dónde llegó, algunos dijeron que huía de la capital por ser judío, otros hablaron de problemas con la ley, unos terceros aseguraron que su familia vivió en el pueblo mucho antes y que, por eso, se instaló en la casa junto al puente. Dijo llamarse Raam, sin apellidos. Para cuando llegó el otoño, gracias a sus conocimientos de las hierbas medicinales ya se había ganado un puesto en el lugar. Raro era el día que no le invitaban a una casa u otra.
–¡Y comía como si estuviera embarazado de un ternero!
–¡Llegó a mi casa con una olla para llevarse las sobras!
La mesa estaba rodeada por aldeanos ruidosos. Por más que Artem quiso alejarlos, interrumpían con brusquedad y carcajadas el relato de Fredek. Mareados por la bebida y el humo denso del tabaco, se pidieron algo de comida. Al contrario que el resto de los aldeanos, que usaron las manos, Fredek utilizó los cubiertos:
–El invierno pasado fue terriblemente duro, se perdieron cosechas, ganado y vidas. A falta de comida, nadie pudo compartirla con Raam. Prácticamente le habían olvidado hasta que, una noche, esa inmensa figura se llevó los carneros de Loakim; a partir de entonces, bajaba al pueblo al caer el sol. Todos estábamos aterrorizados.
–¡Tú no estabas aterrorizado, Fredek – gritó un hombre entre carcajadas -, que vivías con tu madre en las montañas!
Fredek enrojeció mientras aumentaron las bromas a su costa. ¿El temblequeo de sus manos era a causa del frio, el temor o la ira? Irritado, Artem retomó la conversación:
–Cómo supieron que el monstruo era cosa de Raam.
–Porque es judío, solo traen lo malo. – Artem empezaba a cansarse de tanta impertinencia por parte de los aldeanos – Les echan de todas partes por eso mismo.
–El alcalde subió a hablar con él y le recibió con ese monstruo a sus espaldas - Fredek elevó su voz - le encontraron a la mañana siguiente, en el camino, con los brazos y piernas rotas. Antes de morir contó que Raam lo llamaba “su golem, que obedecería todos sus deseos”.
–El cura dijo que era una blasfemia judía.
–¡Tendríamos que haberlo quemado en cuanto puso un pie en el pueblo!
–¿Dónde se encuentra el cura, podría hablar con él?
–Muerto, esa cosa le pasó por encima cuando quiso rociarle con agua bendita. – De malas formas, un aldeano apartó a Fredek Popov - Metimos los pedazos de su cabeza en una caja, los sesos mezclados con barro, antes de sepultarlo.
A partir de ese momento, como el alcohol ya había actuado, los aldeanos se interrumpieron unos a otros para continuar la historia. Esto es lo que Artem apuntó en un cuaderno:
“¿Dio Raam alguna razón de por qué actuó así? Al principio fue necesidad y luego se convirtió en avaricia. Quería todo para sí. Las casas fueron destrozadas y solo quedó en pie la iglesia para encerrarnos allí cada noche. Hasta que la palmó, el cura se negó a compartir su cuarto. Yo siempre pensé que era mala gente.
Al final solo nos quedaba la vida. Esa misma noche rodeamos el hogar del judío con la paja que ya no pastarían nuestros animales asesinados. La de vacas y terneros que comió ese Judío que ojalá esté ardiendo en el infierno. Yo me asomé por la ventana y se bebía el vino del alcalde. Cuando el fuego se extendió, Raam nos vio con las estacas que reutilizamos de los cercados rotos. Las cambié en verano y ese maldito engendro las derribó para llevarse mis vacas. Casi me lo hago cuando ese hijo puta de barro atravesó la puerta. Por una vez, Fredek Popov tuvo una buena idea y utilizamos las estacas para impedirle avanzar mientras le clavábamos las puntas una y otra vez. El Golem movía los brazos con frenesí, ahora lanzaba a un hombre por los aires, a mí me rompió un brazo, luego partía una estaca. Al final se quedó así, con los brazos caídos. ¡Le habíamos derrotado! Pero Raam se había escapado durante el fragor de la batalla”.
–¿Pero cómo fue eso posible?
Todas las casas del pueblo tienen galerías camufladas – Comentó Fredek entre dientes, como si fuera un secreto inconfesable –, las utilizaron nuestros antepasados cuando los soldados venían en busca de jóvenes o comida.
Artem se abstuvo de comentar la ironía del asunto: ¿Raam huyó de la misma manera en que los aldeanos evitaron pagar, por muchos años, al gobierno que les protegía? Ebrio, ahogado por el olor a sudor y humo, Artem se levantó.
–Mañana mismo volveré a la ciudad para solicitar una orden de busca y captura contra Raam pero deben comprender que, al no saber sus apellidos, será difícil detenerle.
–¿Y qué pasa con el monstruo? – preguntó una voz.
–Perdone mi atrevimiento, señor Juez – Fredek alzó su voz, quería ser escuchado por todos los presentes –, pero aquí necesitan cerrar el asunto con un castigo ejemplar.
–Castigo a quién si no…
–Oiga, el Golem debe pagar por su dueño. – La camarera se le enfrentó, los brazos en jarra – Queremos paz.
–Pero…
–¡Usted no abandonará el pueblo hasta que se haga justicia!
La respuesta de la camarera fue coreada por toda la tasca, menos Fredek que bajó la mirada, avergonzado. Tras obligarle a pagar lo consumido por todos los presentes, le llevaron a la iglesia casi a la fuerza. Cerraron la puerta por fuera, al otro lado quedaron dos hombres de guardia.
Si cuando llegó al pueblo, Artem se sentía incómodo, la noche le descubrió ebrio y aprisionado en la celda del difunto cura. Con el estómago lleno de alcohol y grasa, moverse era una invitación al mareo. En algún momento consiguió conciliar el sueño, pero despertaba envuelto por terribles pesadillas en las que el Golem le atacaba. De madrugada, al escuchar unas voces en la calle, asomó a la ventana: todos los hombres del pueblo, y los animales de carga que sobrevivieron a Raam, se turnaban en tirar del carromato donde, rodeado por antorchas, yacía aquel ser monstruoso. Artem empezó a sudar de terror al descubrir que en el juicio “realmente” tendría un acusado.
Al cabo de una hora, Fredek Popov entró con una jofaina y una toalla.
–Espero que haya dormido bien.
–Ayer enumeré ocho muertos, quince cabras, tres vacas, un ternero, cinco perros, casas quemadas o derruidas y sacos de cereales. ¡Fredek, esto es un juicio y tengo claro el veredicto!
–Me pidieron ayuda cuando el alcalde murió hace dos semanas, porque soy el único de la zona que sabe escribir y leer. No pude volver a casa. – Ante los susurros de Fredek, Artem sintió un escalofrió - Hasta que termine este asunto, no dejaran que nos marchemos.
–¿Cómo ajusticiar a… eso?
–Dese prisa o le sacarán a la fuerza.
La iglesia rebosaba de hombres, mujeres y niños. Prácticamente todo el pueblo estaba presente, el aire era festivo como si estuvieran en un circo ambulante en vez de un juicio. Reservaron el pulpito para Artem, donde dispuso papel, tinta y pluma. El Golem, encadenado de pies y manos, estaba junto al altar, tan inmóvil como el día anterior; en un lugar tan poco aireado como aquel, su hedor resultaba insoportable. Artem decidió proceder tal como se esperaba de él:
–Fredek Popov, como alcalde en funciones me gustaría que llamara a los testigos – se aclaró la voz cuando se dirigió al Golem -, recuerdo al acusado que se le facilitará un abogado defensor en caso de pedirlo. - Lógico, el Golem no respondió – Cuando quiera, Fredek Popov.
–El pueblo llama a…
–¡Oh, cállate! ¡Dejadme pasar! - Una mujer gruesa empujó al resto para llegar al frente - Soy Inna Sokolova, la mayor de este pueblo y por eso seré la primera.
Fredek y Artem cruzaron una mirada y este, resignado al infierno que le esperaba, mojó la pluma en tinta.
–Inna Sokolova, cuéntenos qué ocurrió.
Por horas, Artem fue obligado a escuchar detalles macabros sobre cabezas que explotaban, miembros arrancados, robo de enseres preciosos, familiares aplastados, cosechas pisoteadas, ganado destripado… Como si fuera un grupo de niños, cada uno intentaba que su relato fuera más siniestro, terrible y sangriento que el del vecino. Su cabeza dolorida, el hedor imperante y un calor que no cesaba, todo confluía en el estómago revuelto de Artem. Cada vez que un testigo se retiraba, contenía sus nauseas antes de dirigirse al Golem:
–¿El acusado quiere decir algo en su defensa? – Silencio. Artem mojó de nuevo la pluma en tinta. – ¿Quién es el siguiente?
–¡Yo! Levedek el tuerto.
A las dos empezó a llover con tanta fuerza que el ruido acallaba a los testigos y, por ello, Artem fue recluido de nuevo en la celda del cura. Le llevaron un plato de aspecto grasiento que rechazó, al igual que las bebidas alcohólicas; tan solo pidió un té. No permitieron que Fredek Popov le hiciera compañía. En algún momento, el cansancio pudo con él y, por eso, tuvieron que despertarle.
Aunque el descanso trajo algo de paz mental, el olor de la sala –cada vez más insoportable – le volvió a hundir en la miseria. Durante el turno del siguiente testigo, una gota de agua cayó sobre el altar. Al levantar la vista pudo ver que el techo estaba lleno de goteras, que los aldeanos aguantaban con estoicismo, y una de las goteras se abría sobre el Golem.
Artem Mijailovic Zaitsév cerró los ojos, agradecido.
El Golem se encontraba a un lado del río, tanto los brazos como la cintura rodeados por largas cuerdas que llevaban a la orilla contraria, donde los hombres del pueblo esperaban, entre murmullos y risas, las palabras de Artem. Este elevó su voz:
–Por múltiples ataques que causaron muerte a diez personas, encontrado culpable de pillaje y robo con violencia, siendo el causante de múltiples destrozos y careciendo de dinero que pudiera mitigar su condena, - Fredek Popov, al otro lado del rio, mantenía el gesto de incredulidad - el estado condena al Golem de Raam el judío a ser lanzado al agua.
A una seña de Artem, los aldeanos jalaron las cuerdas; el Golem pesaba tanto que se tambaleó sobre sí mismo, una y otra vez, hasta caer finalmente a la corriente en medio de un estallido de gotas y barro. Todo el mundo se abalanzó a las orillas. El Golem permanecía bajo el agua, inmóvil, y por un momento Artem contuvo el aliento… ¿Si la treta no salía bien, igual debería luchar para huir del pueblo?
Un vecino empezó a reír mientras señalaba la mano derecha del Golem: primero fue el remedo de la uña, luego la punta del dedo, la yema y falange. Uno a uno, los dedos fueron consumidos por una corriente que, hambrienta, subió a los tobillos tras devorar los pies. Como si fuera un animal herido de muerte, el agua se teñía de barro. Los vecinos se abandonaron a una suerte de alegría histérica, ya que unos empezaron a bailar, otros a cantar y, pronto, dejaron botellas de alcohol a la vista. Artem se acercó a la orilla: al ser tan grande y pesada la cabeza del Golem, el agua la empujaba y, por ello, el cuello se estiraba centímetro a centímetro.
Artem esquivó palmadas amistosas de los aldeanos mientras seguía la orilla, hasta unas ramas caídas que atravesaban el río, cuya corriente estaba cada vez más teñida de marrón. Fredek Popov se le acercó desde la orilla contraria.
–Cómo supo que funcionaría.
–Era al cincuenta por ciento, pero cuando vi que el agua de la gotera había derretido la cara del Golem…
–Con todo esto que ha pasado, – Fredek sonó agotado -, tengo mis dudas de que la historia sea tal como ellos la cuentan y que Raam sea el único culpable.
–Solo quiero terminar con esto y volver con mi familia. ¡Ahí viene!
Empujada por el agua, la cabeza del Golem rodaba hacia ellos. Teniendo cuidado de no perder pie, Artem esperó a tenerla cerca para hundir los dedos y tirar de ella hacia la orilla. Extrañamente, pesaba mucho y la piel ardía al contacto del barro. En cuanto los dedos de Artem se acercaron a la boca abierta del Golem, esta se cerró con fuerza pero, como el barro estaba demasiado blando, Artem pudo desgarrarle las mejillas. Ignorando las ampollas que se formaban en los dedos, tiró del objeto oculto en la boca del Golem: era una caja metálica, de aspecto muy antiguo y usado. Asustado, Fredek señaló la cabeza a sus pies: el barro burbujeaba, se convertía en un humo denso. La corriente del río pareció tomar vida propia mientras el agua se transformaba en vapor ardiente de terrible hedor.
Río arriba, las carcajadas se transformaron en gritos de extrañeza y horror. Artem y Fredek subieron por la orilla, con la boca tapada con pañuelos, hasta descubrir cómo, en medio del río, dos piernas y brazos brotaban de los restos ardientes del Golem. Los aldeanos mantuvieron las distancias mientras los dos hombres tomaron las piernas del cadáver para llevarlo a la orilla. La descomposición del cuerpo era avanzada y ahora Artem pudo explicarse el hedor que provenía del Golem. Antes que pudieran hacer nada más, los aldeanos les arrebataron el cuerpo y se lo llevaron casi en volandas.
–Es Raam, ese maldito judío. ¡Quemadle!
Empapados, en la orilla solo quedaron Artem Mijailovic Zaitsév y Fredek Popov, quien se santiguó:
–¿Cómo acabó en el interior de ese monstruo?
–Si obedecía todas sus órdenes, imagino que, para defender a Raam le metió en su interior para intentar atravesar el fuego.
–Los últimos minutos de Raam, luchando contra su creación antes de ahogarse en el barro, debieron ser terribles.
–Cumplió su papel hasta el final – A pesar del dolor de las ampollas en sus dedos, Artem abrió la caja metálica: un papel ajado aguardaba en el interior. – Aquí hay un listado de nombres y el último es Raam Gottlos.
–¿Me dejaría echarlo un vistazo?
–No puedo, - Artem guardó la caja en su abrigo - es parte de la causa.
Aunque Fredek Popov no le creyó, mantuvo un silencio respetuoso de camino al pueblo, donde una gran hoguera despuntaba entre los tejados. Artem, al igual que Fredek, estaba seguro de que le ocultaron la verdad de lo ocurrido entre Raam y el pueblo; pero también sospechaba que Fredek sabía más de lo que contó.
Si Artem estaba en lo cierto, aquella caja y papel tenían relación directa con la creación del Golem. En la ciudad sabía de algunos judíos conversos que, a cambio de no ser denunciados, le ayudarían en una investigación acerca de los Golem.
Claramente era un objeto de gran poder y tonto sería de no aprovecharlo a su favor.
Pido perdón por lo incomodo que se lee el relato, pero en la previsualización se veía bien y, al guardar, se ha quedado así pero no lo he tocado por no contravenir las reglas.
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