Pastores de alimañas

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Un relato de Patapalo

 

Wierzbowski escupió un buen salivazo de tabaco de mascar antes de seguir con su perorata.

—­Les llaman ratas, pero en realidad no lo son del todo. Alimañas, sí. Ratas... bueno, se parecen en algo, pero no son como las de antes, esas que encontrábamos en cualquier sentina. Estas son capaces de comerse a un hombre en menos de cinco minutos.

Scott sacudió la cabeza, incrédulo. En realidad estaba molesto con el marinero ruso, pero no hubiera sabido decir por qué. Quizás esa manía de hablarle sin dedicarle una mirada, como si las chimeneas del East End de Londres fueran mucho más interesante que su cara, fuera lo que le irritaba.

—¿Quién se comería a un hombre, ni en cinco minutos ni en media hora? Hace tiempo que solo servimos para combustible. Tenemos demasiada mierda química en la sangre.

Wierzbowski sonrió con la mirada perdida revelando una doble hilera de dientes ennegrecidos. La expresión “carente de humor” adquiría otra dimensión en aquella sonrisa; era como un agujero negro que absorbiera alegría.

—Estas sí. Ya te digo que, en realidad, no son ratas.

El neozelandés echó a caminar sin añadir una palabra, como si cerrar la conversación o continuarla no tuviera el más mínimo interés. No había sido el peor compañero de borrachera que hubiera tenido, pero ya estaba harto de su compañía. El ruso lanzó una carcajada grosera como toda despedida. Estaba claro que él tampoco le echaría de menos.

Los retorcidos callejones adyacentes al Támesis resultaban especialmente inquietantes en noches como aquella. No a causa de la densa oscuridad contra la que nada podían hacer las escasas farolas de gas, muchas de ellas rotas por las traviesas chiquilladas que malvivían entre toneles y viejos botes, sino por la llamada sopa de guisantes, la viscosa niebla verdosa que se posaba como un mal agüero sobre los incautos que no se retiraban a tiempo. Scott, definitivamente, odiaba aquella ciudad. Si no fuera por las fábricas, que vomitaban constantemente los productos más codiciados del orbe, jamás hubiera puesto los pies en la capital del mundo. Pero la marina mercante tenía sus exigencias y, algunas, eran también suyas.

Para terminarlo de arreglar, la estúpida historia sobre las alimañas devoradoras que habitaban en las cloacas lo atormentaba. ¿Habría algo de verdad en lo que contaba? En sus numerosos viajes había constatado cuán tenaces pueden ser las ratas hambrientas, pero, ¿atacar y devorar personas? El plan de vacunación exhaustivo de Sir Henry Blake había convertido al ser humano en la cosa menos apetitosa del universo. ¿Por qué intentaría ningún animal devorarlo? Y, sin embargo, a pesar de estos buenos motivos no podía dejar de preguntarse qué efectos podían tener en las ratas de cloaca los litros de compuestos químicos que vertía la City a diario.

Se subió el cuello del gabán e intentó no pensar más en ello. Seguramente solo habrían atacado a algún despistado que hubiera escapado del plan de vacunación; algún loco o algún fanático. Si fuera posible lo contrario, pensó, no había motivo para que los ataques fueran aislados, algo que pudiera escapar a la prensa. Las ratas eran una fuerza viva en Londres, como habían puesto de manifiesto durante el Año de la Plaga. Y la discreción no era su fuerte.

Distraído por sus pensamientos y desorientado por la densa niebla, Scott no se dio cuenta de que había descendido a los muelles fluviales hasta que fue demasiado tarde. “Demonios”, pensó con aprensión, “solo falta que me asalte algún ladrón.” Para su horror, paradójicamente, las decenas de ojillos brillantes que se iluminaron a su alrededor no pertenecían a ningún ratero. “Dios mío...”

Ratas. Negras. O algo peor. Demasiado grandes, quizás. Demasiado osadas. Sus ojos lo diseccionaban fijos, inmóviles en sus atalayas a lo largo del muelle. Sus uñas afiladas brillaban siniestras en mitad de la penumbra.

Scott llevó lentamente la mano al bolsillo trasero de su pantalón, pero antes de que pudiera sacar su navaja, cuando los dedos ya acariciaban su mango marfileño, un restallido detuvo su gestó y puso en fuga a los impresionantes animales. Un hombre contrahecho, cubierto con un raído guardapolvos, lo sobresaltó acto seguido apareciendo a sus espaldas, silencioso como un gato.

—Buenas noches nos dé Dios —saludó el siniestro personaje llevándose el látigo hasta la visera de la gorra.

Inmediatamente, lo blandió de nuevo contra las ratas, obligándolas a recomponer un remedo de manada. El neozelandés apenas consiguió balbucear una respuesta.

—B-buenas noches.

El tipo, divertido con su expresión, se paró todavía a hablar un poco. Claramente, le regodeaba haberle sobresaltado.

—No es usted de por aquí, ¿verdad? ¿Marinero? —Scott asintió—. Mejor que se aleje de los muelles, no vaya a ser que algún compañero esté menos atento que yo y le salten encima estas bestias. —Captando la mirada repugnada que dedicaba a su “rebaño”, añadió—: No las juzgue tan severamente, marinero, que aunque no sea cristiano que se coman a la gente, bien sabrá la reina Victoria qué hacer con ellas... ¡y a mí me pagan buenos chelines por llevarlas al redil!

La obscena carcajada del personaje lo sacudió con más violencia de lo que hubiera podido su látigo. Asqueado, Scott se tocó la gorra a modo de despedida y se dio media vuelta, alejándose de esos ojos de pesadilla. Cuanto antes estuviera en su barco, pensó cuando echo a correr, mejor. Al diablo sus alimañas y sus fábricas.

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