El glande afloró anillado al metal y la herida fresca del prepucio elevó el tono coral de los versículos. Ninguno de los presentes reparó en la poca experiencia del mohel, quien trastabillaba con la perfecta pronunciación de las bendiciones, más concentrado en colocar a tiempo una gasa humectada en vaselina. El llanto del bebé, un aullido ahogado por el regocijo de familiares y amigos, tampoco preocupó a nadie, excepto a su hermana, la pequeña Rut.
—Le duele, diles que paren.
Su abuelo orientó el rostro hacia la voz ansiosa sobre la izquierda de su cintura, un acto reflejo imposible de borrar, a pesar de que no eran ojos los que rellenaban sus cuencas. Rut se calló obediente al ver ese índice vertical atravesado en los labios, ese cutis salpicado por callos, pústulas y arrugas apretadas en un gesto recio y rematado por el tejido carnoso que asomaba desde la hendija de unos párpados sin pestañas. Muchos niños eran incapaces de mirar la cara del viejo, pero Rut no sabía temer. Acaso los hilos del parentesco apaciguaban los redobles numinosos de su apariencia.
La sinagoga, un cubo blanco acabado en una modesta cúpula de cemento, se erguía sobre una protuberancia rocosa del oasis. Orgullosos, los padres rotaron a su hijo entre los brazos de la familia durante el camino hasta la casa, unos quince minutos a pie. Rut quiso ir en el coche de los Bendahan, sobre todo por el aire acondicionado, pero la mano artrósica que la sujetaba era imposible de abatir. La frustración se le fue en un suspiro cuando observó que los pelos blancos en el interior de aquella nariz apuntaban al oeste. Una mancha de nubes grises se devoraba el horizonte y, aunque le costó recordar la última lluvia, su piel ya reproducía los dulces escalofríos que los vientos solían traer bajo el brazo, similares a los que también sentía con las historias que su abuelo le narraba algunas noches antes de dormir.
El anciano había perdido los ojos leyendo las flamas del sol, o al menos eso le contó una vez. En otra versión, el impacto de un misil egipcio reventó un tanque delante suyo y hasta le desprendió los dientes, las uñas y el bello del pecho. En otra, aseguró habérselos arrancado con sus propias manos, porque los consideraba un estorbo para conseguir la experiencia audible de la novena emanación de Yahveh. En otra, se los vendió a los beduinos por un gramo de azafrán. En otra, un soldado sirio le hundió los pulgares en el campo de batalla.
La primera gota de lluvia cayó al ocaso. Para cuando la madre mandó a la hija a guardar los juguetes en el baúl y acostarse, la noche se vertía en un diluvio. Hacía unos días, el hijo menor de los Bendahan le juró a Rut que tanto los bebés como los jardines provenían del agua; si cae en el suelo, puede crecer una planta; si cae en una mujer, puede crecer un niño. Con la cabeza ya en la almohada, le resultó imposible contar las gotas que impactaban contra el cristal de la ventana. El anciano agregó una colcha, la tapó hasta el cuello, le besó la frente y apagó la luz.
—Hace mucho que no me cuentas un cuento.
Las exigencias disfrazadas de afirmación eran su punto débil. Arrastró el baúl con un pie, lo acercó a la vera de la cama y tomó asiento con una sinfonía de vértebras preludiando la enésima aventura.
—Tú dirás —dijo el viejo.
—¿Cómo creció este sitio en medio del desierto?
La luz de un relámpago se coló por la ventana y rebotó huidiza en la caótica geografía del rostro de su abuelo. A veces, por mero reflejo, se le abrían los párpados más de la cuenta, y era en esos momentos cuando Rut rememoraba el interior de las morcillas exhibidas en las carnicerías cristianas de Jerusalén, los mismos embutidos que su dieta le prohibía saborear. En cambio, un aroma milenario y misterioso llenó la habitación tras una larga exhalación del anciano. Con el dorso de la mano, se quitó la babilla blanca y espesa de la comisura de los labios y arrancó con Moisés bajando del Sinaí con las tablas de la ley. No obstante, la historia no iba de Moisés, sino de Ofir, uno de los escribas del Shemot bajo el dictado del patriarca.
—Pero mi papá dice que en el Talmud…
—Tu papá no sabe nada —interrumpió el viejo.
Reanudó con el vagabundeo de Ofir junto a treinta y dos acompañantes varones. A diferencia del resto de cobardes a los que se les había prohibido entrar a la tierra prometida, se empeñaron en caminar hacia el sur. Eludieron a los amorreos con un acierto tan notable que solo les quedó plantarse en el trozo yermo donde los escarabajos y los escorpiones morían de inanición. A falta del cayado de Moisés para golpear las rocas y hacerlas masticables, hubieron de conformarse con el vaivén frenético de sus caderas al unísono, en un rezo que duró cuarenta días y cuarenta noches.
Yahveh no respondió. Acuciados por las penurias, los treinta y tres hombres se vieron tentados al desliz vergonzoso de adorar becerros, aunque imaginarios, pues el poco oro que les quedaba ya formaba parte de las arcas de saqueadores nómadas del Aravá y variopintos cananeos de avanzada. Ofir se dedicó entonces a lo único que sabía hacer. Sobre un saliente plano, talló el decálogo que bien tenía memorizado para afanarse en sudorosos ejercicios de gematría y permutaciones.
—Pero mi maestra dice que…
—Tu maestra no sabe nada. —La rabia de las gotas empezó a dibujar grietas en el cristal de la ventana.
De sequía en sequía, la esperanza se deshidrató para todos, menos para Ofir, que justo cuando sus seguidores estaban a punto de abrir un vientre y arrancar unas cuantas vísceras en honor a Baal, apareció con aspavientos de profeta para anunciar una segunda tierra con árboles de pan y lagos de maná, un lugar apartado de la inquina y la miseria de los injustos. Sin embargo, en sus prelaciones místicas había descifrado que para ello era preciso engendrar un hijo, ya que solo a él se le revelaría la ruta divina y oculta a través de las brasas del desierto. Si bien la confusión galopó los corazones de aquellos treinta y dos hombres, no fueron capaces de evitar el alborozo que el presagio acababa de infundirles. Cumplieron las instrucciones de Ofir para crear un hijo: ripio para la estructura, arena para rellenarla y treinta y tres generosas porciones de estiércol para adherir el conjunto. Después, una marabunta de sonidos ininteligibles lo levantó.
—Eso es mentira —denunció Rut—. Para hacer caca hay que comer antes. Así no se puede.
—¿Y quién te dijo eso?
—Me lo dijo —dudó un instante y cedió condescendiente— alguien que no sabe nada.
—¡Exacto!
La cosa no era más alta ni más robusta que ninguno de los presentes. Fueron pocos los maravillados que se atrevieron a tocarle para comprobar su consistencia. Vértices imperfectos abundaban donde las personas suelen gozar de armonía y redondez. Muy pronto se descubrió que, a pesar de sus monstruosas facciones, de su endeble proporcionalidad y falta de alineación, nada en su porte intimidante se correspondía con su temperamento. La boca no le servía ni para comer ni para hablar. De la nariz no entraba ni salía aire. Veía pero no miraba, oía pero no escuchaba; le sobraba el rostro. Esta certeza resultó indiferente para Ofir, que se le puso enfrente y ordenó a la cosa, con una impaciencia poco sacerdotal, que les guiase a la tierra con árboles de pan y lagos de maná.
La cosa se echó a andar con un enjambre de moscas zumbándole de cerca. A falta de rodillas, le llevó unas cuantas horas dejar de arrastrar los pies, dos prominencias sin dedos, que recién comenzó a elevar con el bamboleo de la cintura. Los treinta y tres hombres se obligaron a caminar más lento para poder seguirle. A veces, la cosa se detenía.
—Abuelo, ya sé que esta cosa es un Golem. —Un trueno que sonó a fin del mundo subrayó sus palabras e hizo temblar la habitación. El anciano carraspeó y le crujieron las cervicales.
A veces, la cosa se detenía. Giraba el cuerpo y permanecía quieto con la cabeza apuntando en una dirección, levantaba un brazo hasta donde el hombro le permitía y, de pronto, restablecía el viaje, que no siempre transcurría en la misma trayectoria. Las piedras se marchitaban a su paso cuando una expedición comercial de nubios, alertada por la pestilencia del aire, le vio venir. La sorpresa de aquel evento sobrenatural, escoltado por aquellas almas raquíticas y harapientas que más bien parecían una horda de muertos forajidos y famélicos, fue tan aguda y traumática que, en el frenesí por escapar de una calamidad inminente con la mayor celeridad posible, los comerciantes y su reducida guarnición dejaron al arbitrio del destino varios cofres con oro, cobre, mirra, especias, miel, un ánfora con vino y dos camellos.
Esa noche acamparon y cenaron como reyes. La felicidad fue tan grande que ocho de ellos no vivieron para disfrutar del siguiente amanecer. Los restantes sí pudieron notificar que a sus compañeros les había estallado la barriga, empapados en reflujos gástricos de la cabeza a los pies, con trozos de camello a medio masticar encastrados en las encías. Entre tanto, nadie sabía del paradero de la cosa. Apremiados por la angustia e intercalando clamores al cielo, sobrecargaron al camello reservado para el próximo banquete y salieron en su búsqueda. Dividieron esfuerzos en todas las direcciones, conservando siempre la visibilidad entre el grupo; aplaudir en un gesto exagerado con las manos alzadas por encima de la cabeza, señalaba la confirmación del avistamiento.
Nada. La desesperación les abrumó a niveles insalubres, al punto que alguien se arrojó de cabeza por un barranco, azotado por la culpa de haber desaprovechado la segunda oportunidad que el creador le brindaba. Ofir se alejó más allá de lo razonable para perseguir la estela del aroma inconfundible, subió a un monte y afinó las pupilas a un extremo sobrehumano en un punto diminuto que penduleaba en el interior de un nubarrón convulsionado de aleteos incontables. También perdió la cuenta de las veces que hubo de confirmar el avistamiento antes de lograr captar la atención de los suyos.
Tardaron casi medio día en alcanzarla. A uno de ellos, el mismo con el de cuyas vísceras se ofrendaría a Baal, se le ocurrió una idea: estimar su trayectoria y adelantarle lo suficiente para poder acampar sin correr el riesgo de volver a perderla de vista. Así lo hicieron. Al cabo de siete noches, volvieron a encontrarse con las ocho barrigas estalladas, rezumadas en un mosto fermentado y reverdecido que bañaba el apetito orgiástico de millones de hormigas y langostas carnívoras.
Surgieron entonces las primeras dudas. Un bando sostenía que ya estaban en la segunda tierra prometida y que solo debían esperar a la siguiente expedición comercial. Otro bando, que la cosa era un ser deficiente para comprender e interpretar la voluntad divina. Y otro bando, que la causa del desatino eran las moscas, servidoras de Satán que tenían la misión de confundir su orientación. Ofir se inflamó en la tesis de la fe: los infortunios eran pruebas con las que Yahveh separaba a los dignos de los indignos. Surcaban estas reflexiones cuando alguien notó que la cosa tardaba en llegar. Una vez más, salieron en su búsqueda, aunque no tardaron ni veinte zancadas en encontrarla, confiados al olfato y a las columnas de moscas que rayaban el cielo para converger en aquella esfera impenetrable que la envolvía como un útero del tamaño de siete montañas. En efecto, había virado el rumbo.
Le siguieron con los cofres de oro y cobre a rastras. El segundo camello ya hacía varias jornadas que se digería en los estómagos de varios, no sin extrañar el valor que le atesoraban en cuanto a bestia de carga. Al menos ya no llevaban consigo la mirra y el ánfora con vino, tampoco la miel. Alguien advirtió que en realidad no se trataba de una buena noticia.
El hambre y la sed arrolladoras volvieron una tarde, y a uno de los hombres le dio por tragarse unas piezas de oro. Ofir le obligó a vomitar, no con la intención de recuperar las piezas, sino para no sufrir otra baja. Los demás le ayudaron con una paciencia de lo más dócil, no con la intención de evitar otra baja, sino para recuperar las piezas. Incapacitado para expulsar el oro que le obstruía las entrañas y le envenenaba la sangre, no hubo más remedio que declararle desahuciado con la misma convicción con la que se le metía el brazo por la boca para extraerle el mal.
Ni la alegría por las piezas de oro recuperadas pudo impedir que una fiebre aguda les cayera en un anochecer. Doloridos e inapetentes, la mitad del grupo se desplomó entre retorcijones y delirios. El diagnóstico desalentador, realizado por el único con nociones de curandería, señalaba la necesidad de una muerte administrativa y piadosa. Ofir se negó a cometer el mismo error, a dar por muertos a los vivos, sobre todo porque un entusiasmo repentino le recargó de esperanza cuando la cosa se detuvo de golpe con pose de filósofo al borde de la epifanía y con la silueta fulminada por un sol naciente tan brillante que doblegaba entrecejos. Las respiraciones se cortaron en seco a la espera de una reacción. La cosa dio medio giro, hizo otra brevísima pausa y reemprendió el avance. El zumbido frenético, un soplo enfermizo de shofar mastodóntico, empezó a tronar con mayor fuerza. Sabían que muy pronto estarían sepultados por la atmósfera de moscas que traía consigo. El grupo de los sanos se dividió en dos: los que bajo ningún concepto abandonarían a los convalecientes y los que bajo ningún concepto se abandonarían para convalecer. Fue crucial un vehemente discurso de Ofir para que ganaran los primeros.
La tempestad de inmundicia les pasó por encima. En medio del caos, la discordia cebó el primer sacrilegio. Uno de los hombres se abalanzó sobre la cosa armado con una caliza afilada que le dio en el punto neurálgico del hombro. Aunque le desprendió el brazo derecho, la cosa pudo mantener el equilibro tras un giro que, de haber sido más violento y tosco, le hubiera desprendido también la cadera. Comenzó así una batalla entre amotinados y justos, con cráneos aplastados y clavículas fracturadas, que se prolongó hasta que el barullo de los insectos volvió a tomar distancia. Una vez más, la intervención de Ofir, gran pateador de espinas dorsales, fue crucial para que el bando de los justos acabara victorioso.
Después de aquello, no se toleró la menor pizca de duda. Sin querer, alguien preguntó si a la cosa le faltaba mucho para llegar a la tierra con árboles de pan y lagos de maná. Su lapidación se procesó urgente. Para entonces ya eran solo cinco personas, sin embargo, el tabardillo se llevó a tres en un mediodía de horno sobre un llano inacabable y falto de toda sombra. Ofir y Yefré, el mismo a quien casi abren el vientre al principio, no dejaron que el desánimo les aflojara las piernas. Abandonaron sus pasos a una inercia inexplicable, con la piel repleta de úlceras y con la lengua desgajada como una hoja otoñal, e imploraron por un milagro que les quitara la sed con los gritos de la mente y con una persistencia no vista desde los tiempos en los que la gente rogaba por una plaza en el arca a Noé.
Yahveh respondió. Ese día los ángeles se confabularon para vaciar sus vejigas sobre aquel pedazo de tierra, y fue tan contundente que la virulencia de la lluvia y del viento espantó a las moscas. Los surcos de la desecación se transformaron de pronto en ríos con divergencias ciclónicas que bailaron con el aire embravecido, al punto que pilares y capiteles más viejos que la mismísima creación se desclavaron de las tripas del suelo para salir volando entre las nubes. El cielo se desquebrajó entonces en una fiesta de relámpagos enloquecidos, en un concierto de estruendos apocalípticos que bramaron con tanta fuerza que incluso uno de ellos atravesó el laberinto de los siglos y reventó el cristal de la ventana de la habitación de Rut.
Solo el abuelo se sobresaltó con un gemido amortiguado que no llegó a salirle del pecho, donde el aguijón del tiempo le paralizó en un dolor súbito. Y solamente el abuelo, puesto que Rut ya dormía desde hacía rato y nada cuanto sucedía a su alrededor era capaz de arrancarla del letargo en medio de la noche. Esto no impidió que, en las profundidades de su imperturbable sueño, la niña vislumbrara la respuesta a su pregunta.
Vio una ciénaga revuelta al abrazo de un arcoíris. Vio un grano de arena sometido a la desoladora belleza del caos. La cosa se arrastraba cubierta por un barrizal grisáceo. El cielo estrujaba las últimas gotas que descendían como una llovizna, mientras se consumaba la corrupción de su cuerpo; la masa sólida que le mantenía unido se hizo blanda. Alcanzó la falda de una protuberancia rocosa en una última brazada. Y al fin llegó. La materia se extendió en una mancha viscosa que se arraigó muy pronto al suelo. El sol animó los primeros brotes verdes. Meses después, el oasis resplandecía como una joya en medio de la nada.
Rut despertó con la luz del día dándole en la cara y con el llanto hambriento de su hermano rebotando por la casa. Estiró los brazos y se encontró con un cielo despejado a través de la ventana. Bostezó alegre y giró la cabeza siguiendo los trozos de cristal desperdigados en el suelo mojado de la habitación. Muy poco le importó el desastre, hasta que la sorpresa le infló las retinas: su abuelo, Yefré, yacía muerto sobre un fino colchón de agua.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.