Emet
Cualquiera podría pensar que para un «Shomerim» o guardián encargado de realizar los últimos ritos funerarios al cuerpo de un judío recién fallecido, sus tareas podrían suponerle responsabilidades morbosas o tétricas, mas para Yosef representaban un acto de amor y respeto para con su prójimo.
El hecho de realizar el baño ritual «Tahar» para purificar el cuerpo, el vestirlo con las mortajas blancas «Takhrikhin» en señal de la igualdad de los humanos ante la muerte, el introducirlo cuidadosamente en el ataúd o cajón de madera colocando una vela en la cabecera y otra a los pies del sarcófago, para recordar que «el alma es la luz del Señor», es la forma correcta de honrar la memoria del difunto y de manifestar un gran respeto por la muerte. Cada detalle es necesario para darle cabal sepultura al fallecido y así cumplir, lo más pronto posible, con la obligación de devolverlo a la tierra como lo manda la Biblia: «... pues polvo eres y al polvo volverás». (Génesis 2:19).
Realizar este ritual sagrado le hacía sentir al Shomerim el peso y la mística de su milenaria tradición jasídica, bajo la creencia ferviente de que, al cumplir con sus pasos, lograba su consagración como un elegido que trabaja al servicio del Señor.
Pero Yosef no era un guardián cualquiera, tenía una misión adicional que solo él conocía y que le fue transmitida a través de las generaciones de su familia: podía interrogar al fallecido para esclarecer su muerte en caso de que se requiriera.
Cuando Yosef bañaba el cuerpo del difunto y pasaba sus manos húmedas por la frente de éste, en algunos casos surgía, como un brote de tejidos, la palabra EMET, que quiere decir “verdad” en hebreo. Luego, al introducir en la boca del difunto un «schem» o pergamino con uno de los nombres cabalístico de Dios, el muerto podía decirle si estaba en paz o si por el contrario requería de acciones para que se hiciera justicia.
Una vez que el difunto daba su mensaje, Yosef debía adelantar las acciones a que hubiera lugar y borrar con un pañuelo embebido en aceite de nardos la primera letra E, para que quedara la palabra MET, que significa muerte, en señal de que la verdad salió a la luz y el alma ya puede descansar en paz.
Yosef, bastante mayor, oyó a su propio espíritu alertándolo de que era hora de buscar un sucesor para tan encomiable tarea, porque él pronto debía dejar este plano. Como no tuvo hijos, y como el sucesor tenía que ser de su propia sangre, debía designar a uno de sus sobrinos.
Seleccionó a Jacob, el primogénito de su hermano, porque a pesar de que, como muchos hombres de su generación, no mostraba mucho interés por los asuntos religiosos, iba poco a la sinagoga y tenía cierto desapego a los mandatos divinos expuestos por la Torá o el Talmud, le había notado curiosidad por su labor de Shomerim. Además, sabía que éste, de ser escogido, estaría obligado a obedecer por el juramento que hizo por su condición de primogénito en esa generación. Así que lo convoca para hablar de la sucesión:
− Jacob, ¡Querido sobrino! Sé bienvenido, pasa.
− Mi padre me dijo que querías hablar conmigo tío.
− Si Jacob, efectivamente. Creo que ya sabes cuál es mi trabajo y he decidido prepararte para que seas mi sucesor.
Jacob estaba desconcertado, pero a la vez maravillado con la información que su tío le estaba dando. La curiosidad lo carcomía y pese a considerar que su tío estaba más que chiflado, de ser cierto lo que le decía, podría obtener ventajas inimaginables de la situación. Yosef inició el entrenamiento explicándole a su sobrino cada paso del ritual sagrado y al llegar al punto de revivir al fallecido para que pudiera hablar, Jacob comentó:
− Tío este ritual me recuerda la leyenda del Golem de Praga, el gigante animado de barro fabricado por el Rabino Loew para cuidar a los judíos de los antisemitas. De hecho, ¿no le escribían también EMET en la frente al golem para darle vida?
− Sí sobrino, eso dice la leyenda y tienes razón en que nuestro ritual se le parece, pero fíjate en las diferencias: el Golem es «materia bruta» al que le insuflan vida por medio de la magia y lo ponen en acción al escribirle la palabra en la frente, mientras que nosotros trabajamos con cuerpos de carne y hueso, que pertenecieron a nuestros hermanos y que nosotros invocamos rehabilitándoles su espíritu para que sean ellos mismos los que nos cuenten la verdad. No le damos vida a una materia inerte, más bien le devolvemos la vida invocándolos y EMET aparece sin que la escribamos nosotros cuando el alma necesita hablar para que se haga justicia.
− ¡Ah!, ahora entiendo por qué no siempre aparece.
− En efecto, solo los invocados que necesitan resolver algo son los que la muestran. Regresan para contarnos si fueron víctimas de un delito o una traición y quién los cometió. También si hay procesos que no pudieron cerrar en vida y que tienen que resolver para que su alma pueda alcanzar la paz. Una vez que prometemos resolver lo que les atormenta, debemos borrar inmediatamente la primera letra E y recitar el schem al revés. Es de suma importancia que el alma vuelva a su estado de reposo y esa es la forma de lograrlo.
− Tío, ¿Hay algunos de estos fallecidos a los que no se deba invocar?
− Importante pregunta Jacob, veo que tienes interés. Sí los hay. Son los que presentan en la frente la palabra en tonos púrpura y parecen temblar por el terrible calor que emanan de sus cuerpos. Hay que borrarles la letra E inmediatamente sin saber qué es lo que quieren decir.
− ¿Por qué tío?
− Porque esos espíritus no vienen para hacer justicia, en sus almas predomina el mal sobre el bien. Un dybukk, que es como se les llama, quiere poseer el cuerpo de alguien que resulte propicio para cumplir los fines y deseos malignos que no fueron satisfechos mientras él vivía. Si se les proporciona un medio para corporizarse las consecuencias pueden ser catastróficas. Para evitar eso es muy importante no dejarlos hablar.
Continuaron trabajando en los ritos funerarios, respetando las purificaciones y los períodos de duelo y tratando de evitar, cuando era posible, las autopsias a los cadáveres o la donación de órganos, por principios religiosos.
Jacob poco a poco empezaba a volverse más diestro, pero ninguno de los fallecidos atendidos había mostrado la palabra EMET, hasta que una noche tuvo su primera experiencia:
− ¡Tío, tío, la palabra!
− Tranquilízate Jacob, ya voy.
Yosef introdujo el pergamino en la boca del cadáver y éste abrió los ojos. Tras el asombro natural y las respuestas a quién soy, quiénes son ustedes y qué hago aquí, el invocado, de nombre Jashim, contó su historia:
− Fue mi propia esposa quien me mató. No tengo duda alguna. Me fue envenenando poco a poco con cianuro, causándome grandes dolores de cabeza, fallas respiratorias y convulsiones. Me fui deteriorando terriblemente hasta morir. El interés de ella y su amante era quedarse con mi fortuna y desheredar a mi hijo, fruto de mi primer matrimonio. Soliciten una autopsia y consigan el resto del veneno en el gabinete del primer pasillo, en el tercer cajón.
Una vez que pusieron de nuevo a descansar a Jashim y realizaron todas las tareas pertinentes, la esposa fue acusada de asesinato y encarcelada, para cerrar así la rueda del destino: el hijo del difunto heredó su fortuna. Jacob, al principio descreído, no salía de su asombro y pensaba cada vez más en las maneras de obtener beneficios propios de tan inmenso poder, pero fingía ante su tío el haberse convertido en un hombre piadoso. Transcurrieron los meses y eventualmente ayudaban a uno que otro invocado, hasta que una noche Yosef le comunicó a Jacob:
− Hijo, siento que debo descansar porque mis fuerzas se debilitan cada vez más. Considero que ya estás preparado para asumir solo las labores de un buen guardián. Recuerda todo lo que te he enseñado y actúa con prudencia. Si me fortalezco regreso a hacerte compañía.
Jacob sintió cierto temor de encontrase solo, pero al mismo tiempo estaba ansioso de que se le presentara la oportunidad que tanto anhelaba. La primera noche transcurrió tranquila, solo llegó un cuerpo y cumplió con los ritos sin que surgiera la palabra. La segunda noche, si notó que mientras purificaba el cuerpo que había llegado, la palabra empezaba a surgir, introdujo el schem en la boca del difunto y se preparó para oír lo que tenía que decir.
Resultó ser el caso de un hombre que era el único hijo de una viuda y que temía dejar a su madre en total desamparo; entonces le indicó a Jacob en donde conseguiría suficiente dinero para hacérselo llegar a ella. Jacob hizo la promesa, borró la letra de su frente y al día siguiente, tal y como se lo indicara el fallecido, encontró el dinero y gran parte de él se lo entregó a la viuda, que pese a no entender nada, lo abrazó y lo besó con infinita ternura, lo que no dejó de darle cierto remordimiento pues había tomado para sí parte de la fortuna.
Transcurrida una semana sin mayor novedad llegó un nuevo cadáver. El cuerpo de un hombre joven y muy apuesto que en realidad no parecía estar muerto. Jacob desvistió el cuerpo y mientras se preparaba para purificarlo, el cadáver se iba poniendo cada vez más caliente, enfebrecido, y la palabra EMET empezó a resaltar como una marca que parecía hecha con un hierro para marcar ganado, pero desde dentro del cráneo. La marca estaba al rojo vivo, hervía y humeaba y el cadáver abrió los ojos. Miraba a Jacob con una suerte de influjo hipnótico, pero era claro que no podía hablar ni moverse.
Jacob estaba aterrado, y pese a eso, vio de reojo el schem. Sabía que no debía introducirlo en la boca de ese difunto, pero una fuerza exterior irresistible sumada a su curiosidad, echó por la borda esa prohibición. Al introducir el pergamino una sonrisa horrenda se dibujó en ese rostro mientras la palabra EMET desaparecía sola. El cadáver tomó vida y se alzó de la camilla saboreando y tragándose el shem sagrado, con la actitud de un ganador de un duelo a muerte. Se le acercó y le dijo:
− Jacob, Jacob, Jacob, debiste escapar mientras podías.
− ¿Quién eres?
− Soy Shedim, soy Satán, soy más que un Dybbuk y vengo por ti. ¿Recuerdas que habías leído algo en las noticias sobre mí?, fui en este cuerpo un asesino serial, mi marca era besar a mi víctima antes de degollarla para transmitir mi esencia y para apropiarme de su espíritu y una vez muerta, quemarla como lo prohíbe la ley judía por dos razones: para evitar que resuciten en el día del juicio final y para impedir que tu condenado tío las hiciera hablar y llegaran hasta mí. Este cadáver no me sirve ya, fue útil mientras vivía, pero ahora necesito un nuevo cuerpo en donde morar. Mis hermanos y yo, que somos Legión, haremos de tu cuerpo nuestro hogar.
Jacob trató de orar, de recitar otro schem al revés, pero su lengua parecía pegada al paladar, su falta de fe y la debilidad de sus creencias y valores lo habían hecho una presa fácil. Solo podía contemplar cómo el cuerpo se aproximaba a él, más y más, hasta lograr pegar su boca a la suya, dándole un beso propio de un amante obsceno. Mientras esto sucedía, una sombra negra pasaba de la boca de Satán a Jacob y el cuerpo del muerto se iba reduciendo a cenizas.
Yosef acudió al día siguiente a la funeraria con un atroz presentimiento, pues Jacob no se había comunicado con él en varios días. Se sorprendió al verlo trabajar tranquilamente sobre un cadáver; Jacob respondió a todas las preguntas que le formuló con absoluta serenidad y ante eso se recriminó el haber sido tan agorero. Cuando se disponía a vestir la ropa ceremonial para empezar las labores, notó que en una de las esquinas estaba amontonado un túmulo de cenizas. Le extrañó sobremanera, pues una de las prohibiciones más categóricas de la ley judía es sobre la cremación de cadáveres. Se agachó para estar seguro de qué se trataba y vio con asombro que en el fondo de las cenizas había pequeñas brasas ardientes con formas de huesos humanos, las tocó para confirmar con el tacto si lo que veía era real y tanto las brasas como las cenizas se empezaron a elevar en espiral hasta desaparecer. Yosef ahora temía por su espíritu y su cordura y tras la puerta de la habitación, Jacob observaba y sonreía.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.