COMPAÑERO
Me paso la mano por la sien, ejerciendo una presión creciente. Acariciándome con severidad, como nadie quiere que le acaricien. Como nunca soñé que lo haría él. Yo ansiaba sensibilidad, delicadeza.
Mira al espejo y frota sus ojos. Gesticula horripilado casi sin producir sonido. Solo surge de su garganta un gruñido sordo. Toca su cara hinchada. Los pómulos sobresalen de su rostro. Se da cuenta de que esta respirando por la boca. Su monstruosa nariz es incapaz de inhalar aire. Se acaricia los bultos que conforman su cabeza y su mano queda manchada de algo similar a ceniza oscura. Se acurruca en una esquina del baño. Pone la cabeza entre sus piernas. Llora. Las lágrimas se acumulan en los pliegues de sus párpados. No puede ver. Sigue llorando.
Recuerdo cuando empecé a imaginarlo, antes siquiera de recopilar material, y las opciones para darle vida eran solo rumores; viejas leyendas que rondaban por el barrio, pero que nadie creía. Después investigué sin descanso y, aunque nunca tuve demasiada fe, conseguí lo que me proponía. Mas cuando tomó vida no fue como yo había soñado. Sus caricias lesionaban mi piel demasiado delicada. Sus atenciones, que él me ofrecía sin ningún reparo, me produjeron heridas y contusiones. Cada vez sus maneras se volvieron más bruscas. Pero aquello no fue lo peor de todo. Su obsesión conmigo comenzó a ser alarmante.
Son las ocho de la mañana. Sigue agazapado. Se ha calmado. Poco a poco, se levanta. Está asustado. Mira sus manos. Parecen normales. Huelen fuerte, como a limo. Anda hacia el espejo. Llamas en sus pupilas; parecen fuego convertido en lágrimas. Golpea con fuerza al monstruo reflejado. Un impacto seco y un estruendo. El lavabo se llena de tierra y cristales. Mira su mano derecha. El dedo meñique está prácticamente colgando. No siente dolor. Al menos, no por el dedo. Pero grita. Se da cuenta de que de su boca aún no salen sonidos armónicos, como la voz melodiosa que él le dedicaba cada noche. Aquellos cánticos que penetraban en su ser, propagando sus ondas por su interior. Lo amaba desde el inicio, desde que lo empezó a modelar; entonces en sus átomos ya resonaba el cariño de sus oraciones y su materia empezaba a sentir aunque no lo pudiera expresar.
Me sigue a todas partes. Debí haber huido antes. Pero no encontré el momento. Él no dormía. Se pasaba las horas vigilando a los pies de mi cama. Yo me despertaba y en ocasiones me hacía el dormido para observar su comportamiento. La situación hacía tiempo que se había vuelto insoportable. No sé cómo pude escapar de su abrazo aquella mañana. Solo tuve tiempo de escabullirme escaleras arriba.
Dentro del armario se escucha mi respiración acelerada, aunque intento calmarme para no ser descubierto. Es cuestión de tiempo. Sabe que estoy en el interior de la vivienda y tarde o temprano dará con mi paradero. Presto atención, calculando en qué lugar se encuentra la bestia; hilvanando un plan que me permita huir.
Va hacia la parte trasera de la casa. El pastor alemán rasca el cristal cuando quiere entrar. Siempre lo hace. Levanta la persiana, asomándose por el cristal, y abre la puerta. El can deja súbitamente de arañar el vidrio. El animal ataca al monstruo que le acecha. Este se cubre el rostro con el brazo. Está asustado. Enganchado a su muñeca derecha el perro guardián cabecea para desgarrar a su presa. Un trozo de barro se desprende y el chucho cae al suelo. Despacio, sin prisa, una mano rodea el cuello de la fiera, que gruñe sin entender contra qué está luchando. Como un resorte el puño se cierra. Lo suelta. Cae al suelo. Está muerto. Lo mira. De veras lo siente. No puede controlar su fuerza. Un dolor oprime su pecho. Su amado quiere a ese perro y no quería hacerle ningún daño. Pero tiene que defenderse. Lo único que quiere es llegar junto a él. Y nada se lo va a impedir.
Oigo como abre la puerta de la estancia donde me encuentro. Es inminente. Los muebles se vuelcan a su paso. El armario en el que me encuentro es profundo y lo he atascado con varios tablones. En cuestión de segundos pondrá sus zarpas arcillosas sobre mí.
No entiende por qué huye. Sabe que le ha amado con todo su corazón. Conoce sus deseos y sabe que podría hacerle feliz si tuviera otro cuerpo, otra piel. Intenta comprender por qué le creó y a su mente solo acuden los recuerdos de sus manos húmedas. Aquellas manos suaves y delicadas intentando esculpir algo demasiado bello y valioso. Y al final todo transformado en negación y rechazo. En dolor.
Introduce los brazos por la madera con una facilidad que me horroriza. No puedo luchar contra él. La impotencia que me embarga es aún mayor cuando pienso que yo soy el único culpable de esta situación. En mi cabeza resuena el viejo consejo, el típico refrán que se les dice a los niños cuando piden algo que sus padres saben que será negativo para ellos: hay que tener cuidado con lo que se desea, pues se puede volver en contra de ti. Me desplazo hasta el fondo del ropero, intentando evitar cualquier contacto con aquello que imprudentemente he creado. Lo que empezó como un juego, como un afán de demostrar mi poder, va a terminar de manera funesta. No sé porqué quiere atraparme, pero el miedo recorre cada nervio de mi cuerpo. Preparo la pistola aun sabiendo su ineficacia, como una rata dispuesta a vender cara su vida frente a una pitón reticulada.
Su fuerza es descomunal. Las tablas de roble se astillan, crujiendo mientras dejan paso a aquellos brazos que yo mismo modelé. Por un segundo recuerdo el esmero con que creé cada parte de su cuerpo. Susurraba palabras de aliento a cada uno de sus fragmentos, pues yo ansiaba que fuera mi compañero para toda la eternidad. Pero lo forjé grotesco. Los salmos esotéricos mancillaron mi creación. Su envergadura creció, insuflada de una vida que nunca creí posible. Sus facciones se volvieron toscas y nació un ser deforme y abominable que me persigue. Es imparable. Es la tierra; es el mundo.
El sudor resbala por mi frente. Mi final se acerca. En la mano sostengo la pistola. Es inútil. Aunque sea un buen revolver no me sirve para nada. No contra esa cosa. Ya lo he intentado y su cuerpo absorbe los proyectiles sin más. No lo podré detener. El monstruo ha conseguido resquebrajar la puerta. Su rostro asoma por la hendidura. Casi no lo reconozco. Los fragmentos de madera rota son lo único que le impide introducirse un poco más para prenderme. Es cuestión de segundos. Sujeto el arma con las manos temblorosas, tanto que estoy a punto de dejarla caer. Su ansia por atraparme es inhumana. Arrastra su cuerpo descomunal a través de la brecha. Los listones rotos arañan sus brazos, deshaciendo parte de su ser en un polvo fino que se acumula a los lados. Avanza despacio, impertérrito. Con su tamaño, se mueve con esfuerzo y roza en cada balda, en cada repisa. Una tabla torcida por los golpes araña su rostro alterando los signos cabalísticos que emplee para engendrarlo. La primera letra “e” de su frente se borra. El gigante de barro se desvanece en un montón de lodo. Demasiado tarde. He apretado el gatillo. La bala ya está dentro de mi cabeza.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.