El retiro
Aquella mañana se había despertado con una sensación extraña, como a la expectativa, no sabía de qué. Y ahora, mientras trascurrían los últimos minutos de la tarde, continuaba pegada a él, incomodándole. Desconocer su origen era lo que más le molestaba. Hundido en la butaca, se descubrió incapaz de concentrarse en la lectura vespertina en la cual, como de costumbre, solía enfrascarse hasta el momento de la cena.
Se enderezó y dejó el periódico sin abrir sobre los otros, inclinándose sobre la pequeña mesa baja de estilo chinesco que ocupaba junto con el sillón su rincón favorito, allí, al fondo de la salita. Era parte del botín que se habían repartido del expolio. Volvió a rememorar aquellos montones y sonrió al sentir de nuevo el cosquilleo en las manos al revolver en ellos, encontrando joyas, prendas, mientras fotos, cartas y documentos quemados iluminaban el reparto. Estaba orgulloso de que hasta entonces no le hubiera incordiado ningún remordimiento, solo seguía órdenes y era lícito aprovecharse de las pertenencias de aquellos subhumanos que las dejaban abandonadas.
Empezaba a temer que esta sensación acechante fuera el inicio de cambios al respecto, de estar ablandándose con la vejez. Pero todas aquellas caras pálidas y famélicas de sus recuerdos continuaban sin despertarle emoción alguna.
La mesita era un mueble que se había llevado del palacete cercano al campo de exterminio. El superior había huido ya y él, fascinado desde hacía tiempo con sus dragones tallados, decidió cogerla y meterla en el coche. Pesaba más de lo que suponía, mas no la abandonó en su odisea. Miró hacia la ventana a su derecha. Comenzaba a oscurecer. Echaba de menos los largos atardeceres europeos, la lluvia e incluso últimamente el ciclo de las estaciones, un tanto harto del verano eterno de estas latitudes. Tal vez empezaba a invadirle la nostalgia. Federico quería volver a ser Fiedrich.
Oyó los pasos que se acercaban, el tintineo de la porcelana antes de abrir con el codo la puerta solo entornada.
–Su café, señor.
Samuel era su única compañía en el mundo desde hacía un año, cuando sustituyó a la difunta ama de llaves, Lucía. Su servicio había hecho su vida especialmente cómoda y rutinaria. Aquel mayordomo era la eficiencia en persona, apenas tenía que sacar a colación el haber estudiado el oficio en una escuela inglesa, porque saltaba a la vista. Al igual que él, era un solterón sin familiares cercanos en apariencia, totalmente centrado en su trabajo y sin vida más allá de él. El señor atendía su librería abierta en la planta baja y continuaba con la lectura en sus momentos de asueto y el sirviente hacía los recados y mantenía la casa impoluta, la ropa limpia y la despensa llena. Le perdonaba su único defecto, ese nombre de pila, tan judío.
Mientras removía el café, una repentina punzada se le clavó en el estómago. El sorbo que pensaba tomar no habría podido entrar en un órgano tan contraído. A continuación, un temblor en las piernas.
–¿Se encuentra bien, señor?
–No lo sé, creo que sí.
Al intentar dejar la taza sobre la mesilla, un espasmo en la mano desparramó el líquido caliente, salpicando los periódicos.
–Espere, yo lo limpio. ¿Quiere que llame al doctor?
–No, no hace falta, Samuel. Tengo un poco de frío, será la edad. El café bien caliente me sentará bien. Puedes irte.
El mayordomo recogió lo papeles mojados, pasó el paño secando y tras una leve inclinación, abandonó el cuarto con los restos del estropicio entre las manos.
Entonces se vio invadido por una repentina suspicacia, como si la venda acabara de caer de sus ojos. En su magín, la eficiencia se transformó en servilismo y la pulcritud en interés. Era probable que Samuel esperara heredar. Y a lo peor, se estaba cansando de esperar. Alejó el platillo, la taza y la cucharilla y el trozo de pastel de manzana, tan apetitoso como siempre, dispuesto a no probar bocado, sintiéndose víctima de un envenenamiento progresivo y taimadamente calculado.
¿Pero de verdad podría ser tan buen actor y capaz de hacer daño a quien se comportaba bien con él y le proporcionaba el sustento? ¿Y si no era más que una idea absurda, contra un hombre honesto que solo cumplía con su deber y era trabajador? ¿Por qué se filtraba y ensañaba con su cerebro semejante idea? Se arrellanó en el sofá mullido, lleno de inquietud.
La oscuridad había crecido en la habitación, pero los pajarillos todavía cantaban en los arboles de la avenida. El péndulo del reloj del pasillo continuaba marcando su compás. Nunca lo habían visitado fantasmas y no se arrepentía de lo que había hecho tres décadas atrás, en su otra vida, que aquí todos desconocían. Para ellos era un anciano librero de origen germánico que había llegado a la capital en la adolescencia y después se había retirado a esta pequeña ciudad de provincias. Lo decía con convicción, así que esperaba que nadie sospechara que todavía escondía en la maleta debajo de la cama su antiguo uniforme, como así era. ¿Por qué entonces este desasosiego?
Las yemas de sus largos dedos casi arácnidos, que todavía conservaban la flexibilidad adquirida durante las lecciones de piano en la infancia y adolescencia, allá al otro lado del océano, en las vetustas tierras de montañas boscosas donde su hermano mayor era ahora el barón, frotaron la frente un poco más amplia que entonces, como deseando borrar los pensamientos que se dibujaban debajo.
Samuel regresaba por el pasillo ¿O no era él? Aunque le pareciera haber oído un movimiento, nadie entró. Se inclinó otra vez hacia la mesilla y encendió la lámpara. La luz brotó de debajo de la tulipa de tela beige, alumbrando un círculo que solo abarcaba la mesa baja y el sofá. El café se había entibiado. Echó una ojeada a la estantería que ocupaba la pared a su izquierda, valorando cada lomo. Sería mejor continuar con la lectura para ver si poco a poco se aposentaba la paz en su interior, mientras daba buena cuenta del rico apfelstrudel casero. La abuela de Teresita, la dueña de la panadería y pastelería del barrio, era alemana y ella trabajaba con muchas recetas familiares. No todo era tan fácil, estaba desesperado por probar una verdadera cerveza, una que no pareciera una meada.
Algo pesado se acercaba por el rellano. La sensación de extrañeza volvió a agudizarse, y no pudo más que compararla con la del ratón intuyendo la presencia del gato. No era Samuel. Pero fue él quien se asomó al umbral. Al mirarse a los ojos, el conocimiento aterrizó entre ellos con solidez afirmativa, tras haber revoloteado por encima en forma de crípticas dudas y corazonadas. Eran dos impostores.
—¿Quién eres?
—Ya lo sabes, Samuel, tu mayordomo. Esa es la verdad.
—Pero quieres algo.
—No es por el presente, sino por tus actos pasados.
Esto le desconcertó un instante, hasta que la idea rumiada de un acto asesino desencadenado por la codicia quedó descartada al comprender a qué se referían tales palabras.
—¿Cómo lo has sabido?
—El herr no ha disimulado nada sus orígenes —observó haciendo burla exagerada de su tono habitual, para regresar al momento a su nueva entonación de igual a igual — Pero la confirmación me ha llegado al encontrar la maleta debajo de la cama, con el uniforme. Bien doblado, cuidado. Todavía lo miras con orgullo.
—¿Qué quieres? Podemos convenir que el silencio es oro.
—No, viejo nazi, por buenos que sean tus ahorros, nada puede pagar la sangre que has derramado excepto la tuya misma.
Hizo amago de levantarse, dispuesto a contestar al insulto, mascullando cada sílaba cargándola de indisimulado desprecio:
—Ju-dí-o.
—Sí, lo soy. Mi padre era rabino, como mi abuelo. Ellos murieron, como mi madre y hermanos. A mí pudieron esconderme buenas almas caritativas, un matrimonio de gentiles, aun a riesgo de ser descubiertos y perecer también.
Volvió a caer sentado sobre el sofá, al perder el equilibrio debido al temblor en el suelo producido por un golpe en el pasillo. Había algo allí, una masa oscura y pesada, detrás del hombre, que le aclaró:
—Es mi mano ejecutora. Un golem.
—Eso no es más que una leyenda.
—Entre los judíos de Praga era una realidad. Un secreto entre ciertos expertos en la Cábala, rabinos y eruditos, trasmitido de padres a hijos. Sí, lo has comprendido. Mi abuelo había nacido allí. Yo siempre fui su ojito derecho. Y aunque apenas era un niño, me contó el secreto a mí y no a mi padre. Entonces llegasteis vosotros, la guerra y el fin.
Se apartó para dejar paso al más extraño engendro que hubiera podido imaginar. Parecía una roca viviente, tallada para adoptar una burda forma antropomorfa, solo un poco más alta que el hombre pero el doble de ancha. La cara solo era insinuada por una elevación central que sugería la nariz con dos hundimientos flanqueando su parte superior más estrecha, remedando ojos. Encima, en lo que sería la frente, había escritas cuatro letras, en el odioso e incomprensible alfabeto hebraico.
—Todo depende de la forma dada a la arcilla y yo no soy un buen alfarero— le explicó— Pero lo importante está aquí – se señaló la sien con el índice— porque repercute aquí — y entonces la mano izquierda se levantó apuntando hacia la cabeza del deforme maniquí.
—Un autómata a tus órdenes, entonces, que percibe tus pensamientos…
—Exacto. Y te informo que nada lo detiene hasta cumplir el objetivo, porque nada puede dañarlo, ni el fuego, ni el agua, ni las balas.
Poco a poco, había vuelto a erguirse frente a la amenaza.
—Ya, no se puede quitar la vida a lo que no la tiene.
—Has vuelto a acertar, viejo. Por culpa de los de tu calaña, de sus actos y los tuyos, me he convertido en un ángel exterminador y esta — sus ojos se desviaron un instante hacia el golem — es mi espada de fuego. Tú eres el cuarto ya sobre el que recae el castigo. Solo vivo para ello. Os busco, os sigo, si es necesario me gano vuestra confianza… y he de admitir, viejo, que de los cuatro, tú has sido el menos pusilánime.
Sin amilanarse, confirmando la apreciación, se impulsó hacia un lado, dirigiéndose al paragüero de bronce. El golem entonces avanzó dos pasos y de una patada apartó la mesita baja, con tan sorprendente fuerza que casi voló en trayectoria rasante hasta estrellarse al otro lado de la habitación. Allí entre los bastones de paseo escondía su vieja fusta. Esquivó a la mole que daba media vuelta hacia él, blandiéndola con el propósito de descargar su furia sobre la verdadera amenaza. Samuel sintió el aire en la cara cuando pasó zumbando a escasos milímetros de su piel, salvándose casi de milagro del impacto con un retroceso del tronco. Perdió el equilibrio, reculó señalando al enemigo. Mientras el sentenciado volvía levantar la fusta para el siguiente trallazo, el golem proyectó hacia él su brazo tosco y la manaza de cuatro dedos se cerró alrededor de su cuello.
Las suyas, caído el látigo, intentaron apartarla, tirando, arañando, pero solo removía la superficie blanda que se amoldaba a cada fricción. Una oposición inútil contra una masa inamovible. Samuel pensó que tenía que dejar de moverse, morir. Entonces el golem apretó el agarre y el viejo boqueó y sacudió las piernas un rato hasta que la lucha cesó, el cuerpo quedó exangüe y el rostro color tiza mirando al techo con la boca entreabierta. Samuel asintió y el golem soltó a su víctima, que cayó de bruces al suelo como un saco vacío.
El sirviente se acercó a su creación y, sacando su pañuelo blanco del bolsillo, borró de la palabra EMET, verdad, escrita en su frente la primera letra. Quedó así visible tan solo MET, muerte. La arcilla fresca pegada a la tela se secó al instante, vuelta polvillo rojizo. Las tablas del suelo de madera retumbaron al chocar las rodillas terrosas contra él.
Toda la superficie del títere abatido perdía ductilidad y frescura a ojos vista. Ahora inmóvil, la gran masa se secó como si hubiera sido metida de repente en un horno al rojo. Luego empezó a desmenuzarse por su propio peso. Samuel se arrodilló junto al cadáver y el montón de arcilla mágica, sobre la que trazó unos pases de manos misteriosos. Como si los temiera, la materia empezó a encoger y a encoger, comprimiéndose hasta terminar convertida en una bola grande compacta, que tuvo que sujetar con ambas manos cuando la alzó. Esto le sorprendía siempre, porque no lo aparentaba; era tan pesada que apenas la podía levantar. Le susurró la palabra muda, sin pronunciar ningún sonido y el gran peso se esfumó. La bola se volvió tan ligera como inflada solo con aire.
Regresaría a la habitación para guardarla en su caja. Después arrastraría el cuerpo del asesino hasta el fondo de la escalera. De nuevo, simularía un desafortunado accidente. Una caída fatal por las escaleras.
Luego viajaría más al sur. Al Brasil, donde había rumores de que se escondía Josef Mengele.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.