Cuando era pequeño -de edad, que de estatura jamás lo he sido -mi padre me regaló, entre muchos otros libros, una colección de cantares de gestas de Ramón Menéndez Pidal. La obra era fenomenal.
Incluía el «Cantar de Mío Cid», el «Cantar de los Infantes de Lara», el «Cantar del Cerco de Zamora», pero el que más me fascinó por la impresión que hacía de la camaradería de la guerra, del dolor infligido por el compañero de armas caído, por la vergüenza que implicaba la derrota de un gran imperio, fue el «Cantar de Roncesvalles», en el que la historia nos narra la experiencia que sufre la retaguardia de Carlomagno, Rey de los francos, a su regreso de España, días después de castigar al infiel valí de Zaragoza y haber atravesado el territorio de los navarros. La narración me maravilló inmediata y absolutamente. Siempre he sido un admirador de lo épico y lo histórico, pero los pasajes legendarios que dejan huella temporal en la memoria colectiva de tal manera que trascienden a través de los siglos me ponen bastante emotivo.
Pero hay una historia consecuente a esta emotiva etapa de mi vida. Y es que, ya de mayor edad, pude hacerme con un tomo de «Carlomagno» de Jacques Delperrié de Bayac -al cual le he dedicado ya su bien merecida reseña en mi blog de críticas El Dedo en el Renglón -en el cual, el autor francés nos narra la misma historia que aborda el cantar de la obra de Menéndez Pidal, pero de manera más humana y realista, aun cuando conserva bastante de nota mítica pues de sobra se sabe que las fuentes que otorgan luz sobre este acontecimiento son escasísimas. La obra del francés, a pesar de ser de un estilo completamente diferente, me atrajo muchos más, amante que soy de las buenas lecturas bélicas platicadas con todo lo que eso implica: un trasfondo, una situación y un desenlace humanos.
Sin embargo, y aún cuando la historia contada por Delperrié es genial, la transcripción no será al pie de la letra, debido a que es demasiado extensa. En vez de eso, iré acortando la historia en lo posible, en algunas partes interpretando y en otras transcribiendo textualmente sin que pierda la forma de relato e, igual que como hice con mi artículo anterior, «La Batalla de Jaffa», separaré la narración en secciones y lo iluminaré con ilustraciones para no hacer demasiado cansada la lectura. Bien, pues no se diga más. ¡Comencemos!
El rey Carlos, nuestro emperador, el Grande, siete años enteros permaneció en España: hasta el mar conquistó la altiva tierra. Ni un solo castillo le resiste ya, ni queda por forzar muralla, ni ciudad, salvo Zaragoza, que está en una montaña. La tiene el rey Marsil, que a Dios no quiere. Sirve a Mahoma y le reza a Apolo. No podrá remediarlo: lo alcanzará el infortunio.
El rey Marsil se encuentra en Zaragoza. Se ha ido hacia un vergel, bajo la sombra. En una terraza de mármoles azules se reclina; son más de veinte mil en torno a él. Llama a sus condes y a sus duques:
—Oíd, señores, qué azote nos abruma. El emperador Carlos, de Francia, la dulce, a nuestro país viene, a confundirnos. No tengo ejército que pueda darle batalla; para vencer a su gente, no es de talla la mía. Aconsejadme, pues, hombres juiciosos, ¡guardadme de la muerte y la deshonra!
Evangelización de los sajones
Entre los años 774 y 776, el Rey Carlos llevó la guerra a los cuatro rincones de Sajonia, siendo Westfalia la región más castigada. El rey repitió la receta, tan aplicada por su padre, de pasar el invierno en las zonas que estuviesen en guerra conservando la mitad de los efectivos reunidos para la campaña, agobiando con impuestos y ocupación hostil a sus habitantes y sin permitirles la reagrupación ni la planificación o el acumulamiento de víveres y pertrechos para la guerra. Eran estas fechas las que más disfrutaba el monarca, ya que podía dedicarse a su familia, que también viajaba con él y su ejército. En los palacios de invierno, Carlos invertía su tiempo en negociar las peticiones de sus nobles, en el estudio académico y religioso -los más distinguidos de su séquito eran letrados y religiosos, con quienes Carlos disfrutaba mucho conversar-, en la creación de nuevos capitulares y leyes para las poblaciones y los departamentos, en las revisiones del funcionamiento de los missi o enviados reales, en asignar misiones a sus scaras para castigar a los rebeldes, etc.
Con los primeros indicios de la primavera, Carlos volvió a ensillar su caballo y abandonó Heristal en dirección a Nimega, donde celebró la Pascua. Para imponerse a los sajones, mandó convocar la Concentración Anual en este país. Lo mismo había hecho Pipino el Breve en tiempos del Duque Waifar, concentrando sus fuerzas y reuniendo a los sajones en Bourges. El rey eligió un pequeño pueblo al lado de Padrabrunnen –actualmente Paderborn –para congregar a los belicosos nobles sajones, de los cuales muchos acudieron, pero hubo otros que permanecieron reacios a acatar las órdenes de Carlos. Entre los que se negaron a acudir a la cita estaba Widukind, el jefe guerrero de los westfalianos que hacía poco se acababa de aliar con Siegfried, el Rey de los daneses, quien era enemigo de Carlos por las incursiones que hacían sus vikingos en territorio franco. Widukind era considerado el mayor enemigo de los francos y es que, en los últimos tres o cuatro años, había sido el mayor agente desestabilizador de Sajonia y había demostrado ser un nacionalista orgulloso e irreducible.
Este era el panorama con que se encontraba Carlos en Paderborn, ante varias decenas de miles de sajones que mostraban sumisión pero, por dentro, hervían con el mismo fuego que hervían Widukind y sus partidarios. Los sajones, terribles guerreros y orgullosos de su linaje, formaban una férrea oposición al empuje que Carlos deseaba plantearle a la Iglesia Romana en sus tierras. Habló frente a la asamblea a todos los nobles sajones instándoles a que abrazaran la verdadera fe y abandonaran las prácticas paganas, la hechicería y las doctrinas de la oscuridad, amenazándoles, de lo contrario, con la pérdida de la patria, la libertad o la vida. ¡Qué tarea tan ardua esperaba al monarca! ¿Cómo haría para pacificar y, aún más, evangelizar a semejante etnia de feroces paganos?
Para facilitar esta empresa, Carlos decidió jugar sus mejores cartas en esta reunión: confió la evangelización al abad Sturn, fundador de la Basílica de Fulda y que, en otros tiempos, fuera compañero de San Bonifacio. A su vez, congregó también a delegados y contingentes de todos los rincones del imperio. Había silecianos, bávaros, aquitanos y lombardos, así como una delegación de estudiosos venidos de Bretaña y enviados del Papa, un gobernador bizantino con su escolta de caballeros armados y otros extranjeros. Una de estas delegaciones estaba compuesta por visitantes sarracenos, entre los que se encontraba el valí de Barcelona, Sulayman ibn Al Arabi, quien traía noticias de más allá de los Pirineos y una jugosa oferta para el rey de los francos.
—¡Nada temáis! Enviad a Carlos, orgulloso y altivo, palabras de servicio fiel y de gran amistad. Le daréis osos, y leones y perros, setecientos camellos y mil azores mudados, cuatrocientas mulas, cargadas de oro y plata y cincuenta carros, con los que podrá formar un cortejo: con largueza pagará así a sus mercenarios. Mandadle decir que combatió bastante en esta tierra; que a Aquisgrán, en Francia, debería volverse, que allí lo seguiréis, en la fiesta de San Miguel, que recibiréis la ley de los cristianos; que os convertiréis en su vasallo, para honra y para bien. ¿Quiere rehenes?, pues bien, mandémosle diez o veinte, para darle confianza. Enviemos a los hijos de nuestras esposas: así perezca, yo le entregaré el mío. Más vale que caigan sus cabezas y no perdamos nosotros libertad y señorío, hasta vernos reducidos a mendigar.
Invitación a las tierras musulmanas
En Paderborn, el dignatario sarraceno se entrevistó en privado con el rey Carlos, contándole sobre todos los pormenores de la política islámica en Damasco, Magreb y Al-Andalus, sobre el destronamiento de los omeyas y el advenimiento de los abasíes. Tras la caída de los omeyas en Damasco, Abd al-Rahman ibn Mu’awiya invadió Al-Andalus en el intento de preservar lo que quedaba de la influencia del califato, sostenido por los ejércitos bereberes y yemeníes que le acompañaban. Para esto tuvo que eliminar al emir de Córdoba, Yusuf al-Fahri, quien era partidario de los abasíes, además de perseguir y asesinar sistemáticamente a sus hombres de confianza. Con esto, Sulayman, quien era partidario de al-Fahri, dejaba claro a Carlos que el enemigo era común, pues Pipino el Breve había pactado anteriormente con el Califato Abasí un tratado de ayuda mutua.
Además, el valí de Barcelona le propuso un trato al rey: había acudido a Paderborn acompañado por el yerno del asesinado emir de Córdoba, Abd al-Rahman ibn Habib, y otro personaje bastante importante, Hosein ben Yahia, que era valí de Zaragoza y descendiente de uno de los compañeros de Mahoma. Si Carlos proporcionaba protección a los dignatarios y les ayudaba en la tarea de desembarazarse de los hijos de Abd al-Rahman ibn Mu’awiya, ellos se colocarían ya no bajo la tutela del Califato Abasí, sino del propio Rey de los francos, y le entregarían varias plazas en la península, Barcelona y Zaragoza entre ellas. El trato se veía muy sencillo y apetecible, pero quedaban algunas preguntas incontestables en el aire.
¿Tenían realmente, los árabes, la intención de colocarse bajo la dirección del rey cristiano? Más verosímil se antoja la idea de que deseaban quitarse de encima la amenaza latente del emir, haciendo que el tigre de Córdoba escuchara el rugido de una fiera aún peor, con fama de gran depredador pero sin desear, realmente, reconocerlo como nuevo señor. Lo que sí fue cierto es que a Carlos le sedujo la idea de una campaña en España. Si triunfaba en ella, lo que parecía más que probable, encontraría hacia el sur muchas poblaciones cristianas, seguramente impacientes por sacudirse el yugo mahometano. Esto le permitiría constituir una base más allá de los Pirineos que sirviera de protección del sur de las Galias de las incursiones de sarracenos y consolidase un frente abierto contra los vikingos. Por lo tanto, si triunfaba, este éxito podía convertirse en algo mucho más importante: puesto que los señores árabes estaban matándose entre ellos, ¿por qué no sacar partido de sus enfrentamientos y debilitamiento mutuo y conquistar el Emirato de Córdoba?
Con estas visiones de castillos en el aire, Carlos maduró su plan: al año siguiente conduciría al ejército franco a esas tierras en las que jamás se había adentrado, castigaría al infiel, recuperaría los países para la cristiandad y ensancharía aún más su gran imperio.
Cien mil franceses se entristecen por él y temen por Roland, invadidos por extraña angustia. Ganelón, el villano, lo ha traicionado: ha recibido del rey sarraceno grandes regalos, oro y plata, ciclatones y paños de seda, mulos y corceles, y camellos y leones. Marsil ha mandado por toda España a barones, condes, vizcondes, duques y emires, almocadenes e hijos de caudillos. Reúne en tres días cuatrocientos mil guerreros y por toda Zaragoza resuenan sus tambores. En la torre más alta se coloca a Mahoma y todos los infieles lo adoran y le rezan. Luego, a marchas forzadas, cabalgan todos a través de la Cerdaña; cruzan los valles, pasan los montes: al fin columbran los gonfalones de las gentes de Francia. La retaguardia de los doce compañeros no dejará de aceptar la batalla.
Paseo de Zaragoza
Así transcurrió un año entero de relativa calma con las excepciones de una pequeña insurgencia en Bavaria, las expediciones de los ávaros en territorio de los ripuarios y las molestas incursiones de los vikingos en Bretaña y Aquitania. Durante este tiempo habían sucedido muchas cosas en Al-Andalus. El califa abasí de Bagdad había enviado a España a uno de sus lugartenientes, Abd al-Rahman al Siklabi, con el encargo de hacer entrar en razón al emir de Córdoba, a ser posible, cortándole la cabeza. El emir, por su parte, había enviado contra Sulayman un ejército encabezado por el general Tha’labah. Así que, mientras Carlos hacía los preparativos de la intervención, ellos trataban de degollarse cortésmente, sin olvidar sus oraciones volviéndose en la dirección adecuada.
Carlos reunió un ejército poderosísimo, compuesto por francos orientales (ripuarios) y occidentales (sálicos), borgoñones, provenzales, aquitanos, septimanos, lombardos y bávaros, estos últimos dirigidos personalmente por el duque Tasilón. El rey dividió a sus huestes en dos contingentes: él comandó al primero, compuesto por francos occidentales y aquitanos, y atravesó los Pirineos por el país de los gascones, por Velate. El otro grupo, dirigido por su hijo Carlomán y el condestable Geilón, franqueó las montañas por el extremo este de la cadena, por el puerto de Perthus.
Una vez del otro lado, Carlos se dirigió hacia Pamplona. Esta ciudad, la principal de los gascones de Navarra, estaba en manos mahometanas. El rey la atacó y se apoderó de ella, pero a este primer éxito, siguió la primera decepción. Carlos comprobó como los gascones, aunque cristianos, no acogían a los francos como libertadores, sino que mostraron mucha hostilidad. Y tras asegurar Pamplona, las huestes francas se pusieron en marcha hacia Zaragoza, atravesando las mesetas cubiertas de bosques de Navarra y Aragón, por caminos abrasados por el sol, en los que los cascos de millares de caballos levantaban nubes de polvo.
Entre tanto, el ejército que marchaba con Carlomán, por el este, había avanzado hasta Barcelona. Aquí la población cristiana estaba mejor dispuesta respecto a los francos. El valí Sulayman cumplió con su parte, entregando rehenes y partiendo de Barcelona con el ejército franco hacia Zaragoza, donde Carlomán tomó posición a unas cuatro millas de distancia y se le reunió su padre con la otra mitad del ejército. Hasta entonces, todo había transcurrido bien, pero lo que ocurrió después fue desconcertante: Hosein ben Yahia, valí de Zaragoza y uno de los coludidos en la invasión, tan pronto tuvo noticia de la llegada de los francos, llamó a las armas y se negó a entregar la ciudad.
¿A qué se debía este cambio? No se sabe con seguridad. Hacía poco tiempo, Sulayman había derrotado al ejército enviado por el emir de Córdoba y capturado a Tha’labah. Descartado ese peligro, de momento, tal vez los sarracenos del norte de España se sintieran menos inclinados a buscar la alianza de los francos. Además, Sulayman y Hosein se habían enemistado. Y a esto, había que sumarle el factor de las diferencias culturales: los francos y los árabes pertenecían a mundos muy diferentes, tanto por cultura como por mentalidad, y les era, seguramente, difícil un lenguaje común. Cada bando consideraba al otro como algo bárbaro con el que no podía entenderse.
Carlos asedió Zaragoza durante dos o tres semanas. Había recibido los rehenes entregados por Sulayman, entre los que se hallaba el prisionero de éste, Tha’labah. Algunas ciudades, Huesca entre ellas, se le sometieron. Tuvo intenciones de negociar con Hosein ben Yahia, pero estas fracasaron. Lógicamente, el rey tuvo la sensación de haber sido engañado, por lo que encarceló a Sulayman junto con algunos de sus hijos. Repentinamente, el asedio fue levantado y las tropas se disponían a retirarse. Se cree que porque Carlos había recibido noticias de un levantamiento general en Sajonia. Aún le esperaba más pues, en el camino, los hijos de Sulayman sorprendieron a los guardias y consiguieron escapar con su padre. Tras todo esto, el rey llegó a Pamplona de pésimo humor. Para impedir que la ciudad intentara resistirle en lo sucesivo, arrasó las murallas. Después, el ejército franco se dirigió a los Pirineos donde, como trágico colofón de los sinsabores de esta campaña, habría de sufrir un tremendo desastre.
Olivier ha trepado hasta una altura. Sus ojos abarcan en todo el horizonte el reino de España y los sarracenos que se han reunido en imponente multitud. Relucen los yelmos en cuyo oro se engastan las piedras preciosas, y los escudos, y el acero de las cotas, y también las picas y los gonfalones atados a las adargas. Ni siquiera puede hacer la suma de los distintos cuerpos de ejército: son tan numerosos que pierde la cuenta. En su fuero interno, se siente fuertemente conturbado. Tan aprisa como lo permiten sus piernas, desciende la colina, se acerca a los franceses y les relata todo lo que sabe.
—He visto a los infieles —dice Olivier—. Jamás hombre alguno contempló tan cuantiosa multitud sobre la tierra. Son cien mil los que están ante nosotros con el escudo al brazo, atado el yelmo y cubiertos con blanca armadura; relucen sus bruñidas adargas, con el hierro enhiesto. Habréis de dar una batalla como jamás se ha visto. ¡Señores franceses, que Dios os asista! ¡Resistid firmemente, para que no puedan vencernos!
Los franceses exclaman:
—¡Malhaya quien huya! ¡Hasta la muerte, ninguno de nosotros habrá de faltaros!
La humillación de los francos en Roncesvalles
Roncesvalles, el 15 de agosto del 778, al atardecer. Pedregales, escombros, rocosas pendientes coronadas por bosques. Las tropas serpentean penosamente por el desfiladero, estiradas en estrechas filas, debido a lo angosto del paso. A pesar del frescor del ambiente, los caballeros de las scaras transpiran bajo sus armaduras. Tiradas cada una por dos caballos o mulas, las basternas chirrían y traquetean más que nunca. De repente, un clamor se eleva. Nubes de flechas caen sobre ellos. Surgiendo de los caminos que dominan el desfiladero, unos hombres atacan la retaguardia. ¿Sarracenos? No, nada tienen que ver en este asunto. Son, simplemente, gascones. ¿Están de acuerdo con los de Pamplona, a quienes el rey franco acaba de humillar, o con los establecidos al norte de los Pirineos? Nadie sabe, ni se sabrá nunca, ni siquiera el rey Carlos. Pero una cosa es segura: sean de aquí o de allá, los gascones detestan a los francos.
Al instante se apodera la confusión del ejército franco. Los gascones disponen de menos armas de hierro pero, sin embargo, tienen muy bien preparada la emboscada: disponen de la ventaja de la sorpresa y la posición. Los francos se esfuerzan en reagruparse para resistir. Para ellos, la partida va tomando mal cariz. No tienen la costumbre de guerrear en las montañas ni están equipados para ello. ¿Para qué pueden servir aquí unos caballeros con cascos y corazas? Unos buenos arqueros serían más útiles, más eficaces.
En la retaguardia se encuentra un conde, de los que entre los francos llaman “duque” o “marqués”. Su nombre es Roland (las fuentes castellanas le han llamado Roldán o Rolando) y, normalmente, se encarga de la vigilancia de los confines bretones. Contrariamente a lo que dirá, dos siglos después, la célebre Chanson d’ Roland, que narra el heroico fin de los paladines y sus compañeros, Roland no es sobrino del rey ni le une parentesco alguno con Carlos, aunque es, no obstante, un señor de alta alcurnia que se dedica a la acuñación de moneda. No es, ni mucho menos, un jovenzuelo, sino un hombre ya maduro, de probado carácter, razón por la cual se sitúa en retaguardia. Esta circunstancia, que le costará la vida en una derrota poco gloriosa para los francos, le valdrá, ironías del destino, la inmortalidad.
No hay duda de que Roland sabe empuñar una espada y que se bate con coraje. Y los demás jefes hacen otro tanto, pues todo es excusable en un aristócrata franco: la codicia, la crueldad, el alcoholismo, la necedad…, todo, menos la cobardía. ¿Qué fiel, qué conde osaría aparecer ante su señor con piel de cordero?
Tras la lluvia de flechas, los gascones se aproximan. Descienden, corren detrás de las rocas, saltan, se precipitan sobre los caballeros, caen sobre las basternas, golpean a sus conductores. Más flechas, golpes de espada, furiosos combates cuerpo a cuerpo, caballos heridos cuyos relinchos desencadenan el tumulto, gritos de reagrupamiento, caballeros sin montura que acaban siendo degollados por los montañeses. El conde Roland ve cómo caen muchos de los suyos. ¿Hará sonar el cuerno para llamar al rey? En realidad, poco importa, ya que Carlos no irá a socorrerle. Los gascones no se han limitado exclusivamente a la retaguardia, sino que también han sembrado el pánico en el grueso de las tropas, que huyen hacia la llanura. De los que se hallaban en el desfiladero en el momento del ataque, muchos yacen en tierra, sin vida. Y los que todavía combaten, rodeados por todas partes, dan sus últimos golpes, totalmente vencidos por las fuerzas gasconas.
La batalla es prodigiosa y dura. Roland hiere sin descanso, y con él Olivier. El arzobispo dio ya más de mil golpes y no le van en zaga los doce pares, ni los franceses que juntos atacan. Por centenas y miles mueren los paganos. Quien no se da a la fuga, no hallará luego escapatoria: quiéralo o no, dejará allí su vida. Los francos van perdiendo sus mejores puntales. No volverán a ver a sus padres y parientes, ni a Carlomagno que los espera en los desfiladeros. En el país franco se levanta una extraña tormenta, una tempestad cargada de truenos y de viento, de lluvia y granizo, desmesuradamente. Caen los rayos uno tras otro, en rápida sucesión, y se estremece la tierra. Desde San Miguel del Peligro hasta los Santos de Colonia, desde Besançon hasta el puerto de Wissant, no hay una casa que no tenga las paredes resquebrajadas. Espesas tinieblas sobrevienen en pleno mediodía; ninguna claridad, salvo cuando se raja el cielo. A todo el que lo ve, invade el espanto. Algunos dicen:
—¡Esto es la consumación de los tiempos, ha llegado el fin del mundo!
Pero ellos nada saben, no son ciertas sus palabras: es un inmenso duelo por la muerte de Roland.
El combate no duró mucho. En cuanto los francos se hubieron bañado en su propia sangre, los gascones robaron sus equipajes, arrojaron sus carros a los barrancos, tomaron las armas de los muertos y desaparecieron en la oscuridad que caía a la media tarde. ¡Qué tristeza experimentaba el rey por tan cruel revés! Qué pena le embargaba al pensar en los desaparecidos, en todos los excelentes vasallos que ha perdido: no sólo ha sido Roland uno de los valiosos caídos. Allí dejaron la vida, también, Anselmo, conde de la casa real, y el senescal Eggihard, entre otros. Tras sobreponerse a la sorpresa, enterrar a los muertos y levantar lo que quedó del desastre, el señor Carlos abandona la España de pérfido suelo. Nunca más volverá a ella.
Notas del autor
Sobre el célebre episodio de Roncesvalles, sólo disponemos de dos fuentes de información fidedignas: los Anales Reales y Vita Karoli Magni de Eginhard, a los que debemos añadir el epitafio del senescal Eggihard, que nos permite conocer la fecha del combate. Salvo que los agresores eran gascones y que el ejército franco sufrió una derrota de considerable resonancia (lo que no significa que fuera, forzosamente, muy sangrienta), nada es seguro. Sobre los móviles de los asaltantes, debemos circunscribirnos a las suposiciones: hostilidad hacia los francos, pero igualmente, sin duda, el saqueo. Ni siquiera puede asegurarse que la emboscada tuviera lugar en Roncesvalles, cuyo nombre no apareció sino más tarde.
Que el suceso impresionó a los contemporáneos, está claro. La prueba nos la proporciona, entre otras, la Chanson d’ Roland, posterior en más de dos siglos, y en donde el episodio se embellece y engrandece: Roland, Olivier y sus compañeros sucumben tras haberse enfrentado a dos ejércitos sarracenos. En cuanto al papel que en esta obra representa Ganelón, personaje imaginario (el nombre se tomó de un obispo que vivió con posterioridad), muestra cómo la memoria colectiva había conservado la idea de una traición, posiblemente a causa de lo que ocurriera en Zaragoza. Sin embargo, hay que destacar que las fuentes musulmanas callan este acontecimiento: o los sarracenos ignoraron el suceso o, teniendo conocimiento de él, no le dieron importancia.
Carlomagno no pudo aplicar castigos ante la acción hostil, tal vez por desconocimiento de la localización del enemigo. Eginhard nos cuenta, sobre este percance, en Vita Karoli Magni: «No hubo forma de vengar el fracaso pues, tras el asalto, el enemigo se dispersó de tal forma que no pudo conseguir dato alguno sobre los lugares en que se pudiera encontrar.»
Fuentes
Jacques Delperrié de Bayac. «Carlomagno»
Ramón Menéndez Pidal. «Cantares de gesta castellanos»
Un episodio muy interesante de nuestra historia, y muy determinante (Aragón, de donde vengo, está muy marcada como marca carolingia). Muy entretenido también el artículo, y el resumen de lo ocurrido.
Lo de la localización del hecho en Roncesvalles lo había oído ya. Desde luego, en el Pirineo no faltan valles angostos donde realizar terribles emboscadas.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.