Tumbado en el camastro, con el recuerdo hirviente del gas mostaza torturándole bajo los párpados, un joven Adolf escuchó cómo la enfermera leía aquella novela tan popular entre sus compañeros de armas: Der Golem. Sólo judíos o débiles mentales eran tan imbéciles como para pensar que un muñeco de arcilla podía servir para algo. Y él ahí, tumbado sin poder hacer nada mientras Alemania pasaba por momentos tan amargos. Rumores de capitulación corrían por el hospital llevados en volandas entre aullidos de dolor y miasmas putrefactas. Y él ahí, tumbado…
Dio media vuelta y trató de dormir, pero su cabeza no dejaba de dar vueltas y vueltas a una idea: un solo golem no, pero cientos… O miles. Qué podría llegar a hacer un ejército de autómatas bien dirigido por alguien capaz, alguien como él… Adolf terminó por caer en un sueño intranquilo repleto de soldados altos y rubios que desfilaban al unísono para él, aplastando con sus botas claveteadas el barro del campo de batalla y los cráneos que lo cubrían al ritmo marcado por una estentórea voz de mando: la suya.
Durante años olvidó aquel ridículo hombre de barro judío, hasta que ese italiano engreído de Mussolini le regaló, más hueco que un pavo hinchado, una rara edición de los viajes de Marco Polo. Según aseguró el fanfarrón, el libro incluía varios fragmentos eliminados en publicaciones posteriores, como una nota que hablaba del emperador chino Qin Shi Huang, el primero y más grande, quien ordenó enterrar un ejército de miles de soldados de terracota en su mausoleo para que le protegiera en el más allá.
– Y también explica algunos trucos chinos para someter a las mujeres. En Alemania, no sé; pero aquí en Italia hay mucha bruja suelta, Adolfo –dijo riendo a carcajadas Il Duce.
El muy imbécil se había permitido tutearle, bromear sobre cosas que no entendía. ¡Y llamarle por su nombre en italiano! Como si al Führer le hicieran falta hechizos para controlar a las mujeres; lo que había que aguantar por el bien del Reich… Le daría lo suyo a aquel fantoche algún día, también.
Hitler rememoró cómo había reprimido un gesto de repugnancia cuando aquel ser inferior tuvo la osadía de posarle una mano sobre el hombro para remarcar la familiaridad de sus palabras al regalarle el libro. El desagradable recuerdo hizo que esta vez sí torciera la cara haciendo temblar a sus colaboradores, quienes no sabían qué estaría pasando por la mente de su amado Führer. Llamados en plena noche con urgencia a la Kommandöburo, sólo dos de ellos parecían impertérritos, aparentemente inmunes a la visible rabia de su comandante en jefe; aunque costaba asegurar tal indiferencia, ya que ambos permanecían a cierta distancia, recogidos en la penumbra que les proporcionaba un recodo del amplio despacho de mando.
El Führer ladró tres o cuatro órdenes apresuradas y despachó a los aterrados generales con impaciencia y un encargo que resumió en una palabra pronunciada en tono feroz y displicente: “Hágase”. Una vez hubieron salido los militares, con un gesto de la mano Hitler invitó a acercarse a los dos civiles que esperaban en la penumbra. Uno permaneció inmóvil. Daba la impresión de ser un hombre grande y tosco. La otra persona apagó su cigarrillo y avanzó hasta Hitler atravesando el humo, igual que un ave fénix renacida de sus cenizas. Sinuosas e insinuantes eran sus formas, pero se movía con lentitud y aparente dificultad, con cuidado, como si temiera romperse algún hueso. Quizá era por la altura de los tacones que calzaba, aunque más bien parecía que aquel deseable cuerpo femenino estuviera habitado por un alma añosa, alejada hacía tiempo de la osadía y el vigor temerario de la mocedad. Despacio, midiendo sus pasos como hacen los ancianos, la atractiva mujer llegó a la altura del Führer y sonrió con esfuerzo, como si la piel de su cuello, protegido por un vistoso pañuelo zíngaro, estuviera demasiado tirante para mostrar una sonrisa natural.
– Bienvenida, Lehrer mía, tan hermosa como siempre –dijo Hitler con un brillo de satisfacción en sus pupilas.
– Gracias, mi Führer. Sois muy indulgente con esta pobre Zauberin.
Él, sonriendo con una sombra de lascivia apenas contenida entre las comisuras de los labios, dio por concluidas las cortesías y preguntó ansioso, señalando a la figura embozada del rincón:
– Menos mal que en estos tiempos oscuros, mi fiel Hexenchef trae buenas noticias… y también algo más. ¿Es él? ¿Eso?
– Si, mi Führer – y con los mismos movimientos sinuosos, sugerentes y cautelosos a partes iguales, la mujer regresó a las sombras, sacó algo de su bolso y lo alargó hacia la oscura silueta inmóvil.
Hitler no se movió. Desde la distancia y a media luz era difícil asegurar lo que hacían aquellos dos, aunque los ruidos que llegaban desde el rincón hicieron sonreír al Führer: se diría que alguien masticaba con la boca abierta de forma ruidosa, sistemática. Tras una deglución particularmente trabajosa, el segundo individuo salió a la luz y con pasos zafios y resonantes avanzó hasta llegar a la altura del Führer. Entonces la mole se detuvo y alzó el brazo a modo de saludo con tal violencia y rapidez que a punto estuvo de alcanzar a Hitler y derribarle de un manotazo.
Éste, reprimiendo un grito, se atusó el despeinado flequillo mientras retrocedía uno o dos pasos y miraba airado hacia la mujer quien, con gesto contrariado, tan tenso como la piel bajo su barbilla, se acercó hasta el Führer. Sacó una libretita del bolso, escribió algo todo lo rápido que pudo, arrancó el papel y lo metió en la boca tosca y arenosa de aquella criatura que mantenía con firmeza el saludo nazi. La boca masticó con la misma parsimonia y escándalo que antes y, cuando terminó, el brazo alzado bajó hacia el costado con brusquedad, quedando inmóvil, rígido y muerto.
Hitler se acercó con lentitud. Precavido y minucioso, dio una vuelta alrededor de la pesada figura observándola con atención e interés; aunque realmente no había mucho que revisar: la silueta que había parecido un ser humano cuando se ocultaba entre las sombras era poco menos que un trampantojo de barro vestido con una aparatosa gabardina y coronado por un simulacro de cabeza cubierta con un enorme sombrero de ala ancha. No tenía ojos, nariz ni orejas. Tampoco tenía dedos. Ni manos. Ni pies. Era básicamente un torso cúbico enorme del que sobresalían cuatro gruesas columnas de barro a modo de piernas y brazos. Y la cabeza era solo un bloque de arcilla con una hendidura horizontal donde hubiera estado una boca y unos caracteres judíos grabados a la altura de la frente. La mujer pareció adivinar los pensamientos de su jefe:
– Es sólo un primer modelo, mi Führer. Para probar que el principio funciona. Todavía queda mucho trabajo para desarrollar un prototipo plenamente operativo y… agradable a la vista; un verdadero soldado ario, si me permite, señor.
Hitler permaneció serio, pensativo; pero respondió enseguida, como si ya tuviera todo decidido antes incluso de ver la demostración.
– No tenemos tiempo, mi querida Lehrer –dijo sonriendo con tristeza–. Por eso tenemos que aprovechar los recursos que ya existen. Háblame de la campana.
– Die Glocke… –repitió ella haciendo un nervioso movimiento con la mano, aparentemente demasiado rápido para lo que sus articulaciones podían soportar, ya que crujieron con sequedad e hicieron que la mujer reprimiera un gemido y se tomara un momento para acariciarse la muñeca como si fuera un gatito mimoso.
– La campana funciona, mi Führer; aunque no como esperábamos, porque…
– Lo sé, lo sé… –cortó él impaciente–. He leído el informe, pero puede servirnos haciendo lo que hace.
Ella le miró sin decir nada, como si no terminara de entender a su jefe… o comprendiéndole demasiado bien. Entre tanto, éste continuaba hablando cada vez más emocionado, igual que si estuviera dando un discurso ante legiones y legiones de fieles.
– Buscábamos un vehículo capaz de anular la fuerza de la gravedad. En vez de eso hemos creado algo que puede viajar tanto en el espacio… como en el tiempo. ¡Hemos fabricado…
– Pero no viaja realmente, mi Führer –ahora fue la mujer quien interrumpió, y la terrible mirada de Hitler al verse cortado apenas pareció amedrentarla–. Abre… una ventana. Se puede mirar, aunque no estamos seguros de cómo cruzarla. Bueno, es posible salir, sí; pero no hemos conseguido que nadie vuelva a entrar después. El que sale de la campana… se pierde, se queda allí donde se baje. Y el artefacto es inestable, difícil de controlar. A duras penas se puede enfocar la campana hacia un lugar concreto; pero el tiempo… el momento en el que se materializa…
Hitler empezó a andar a grandes pasos por la habitación gesticulando con los brazos, dando a entender que aquello le daba igual: “pérdidas aceptables, bajas en la batalla… nada que no podamos asumir”, murmuraba.
La mujer se retiró hasta una silla y se sentó con esfuerzo. Esperó un rato, hasta que los pasos de su jefe empezaron a ser más lentos y comedidos. Entonces volvió a hablar:
– Pero hablamos de mí. Yo soy esa pérdida. Esa baja… ¡Hablamos de mí, de tu Haupzauberin! –concluyó al borde del llanto.
Hitler se detuvo y la miró extrañado, como si no diera crédito a lo que oía.
– Esto es más grande que nosotros, Lehrer. No se trata de ti o de mí. Estamos hablando del Reich, de la Gran Alemania que debe sobrevivirnos a todos. O a casi todos… –dijo sonriendo de forma extraña–. Tú podrás soportarlo. Sólo tendrás que mantenerte joven y fuerte, como has hecho durante tanto tiempo. Volveremos a encontrarnos algún día.
– Pero… Es una locura. ¡Mi Führer! ¿Quién sabe de cuánto tiempo hablamos?
– No hay discusión posible. El rabino que te enseñó a darle vida a “eso” no ha sobrevivido –dijo Hitler mirando con desprecio el humanoide de barro–. No tenemos tiempo para buscar otro judío que sepa tanto como él. Y tampoco sería de fiar, no podemos dejar a uno de su raza allí, esperando que cumpla mis órdenes. Además, tú misma lo has dicho, no sabemos cuándo llegaría al mausoleo. Tienes que ser tú, mi Wunderwaffen predilecta. No confío en nadie más, sé que podrás arreglártelas el tiempo que haga falta. Ya está todo dispuesto, no insistas y obedece, Hexenchef– concluyó acariciando la piel del cuello de la mujer bajo el pañuelo gitano.
Sonriendo satisfecho, Hitler retiró la mano y, tras oprimir un timbre de la mesa, dio la espalda a la mujer. Inmediatamente dos hombres vestidos con largas gabardinas negras chorreantes de lluvia entraron en la habitación e, indiferentes a las protestas, asieron a la mujer por ambos brazos y la obligaron a salir.
El Führer, entonces, desplegó una vez más un pequeño planisferio sobre su escritorio personal y trazó con firmeza una flecha que partía aproximadamente del centro de China y terminaba en Moscú. Luego dibujó un enorme óvalo que encerraba Eurasia y gran parte de África y volvió a trazar otra flecha. Ésta nacía en Berlín, volaba sobre el Atlántico y terminaba clavada en el centro de Estados Unidos.
Hecho esto, Hitler suspiró y, aparentemente complacido, apagó la lámpara de lectura para retirarse a la habitación contigua, no sin antes garabatear unas palabras apresuradas en una hoja de papel que introdujo con desprecio en la ranura del hombre de barro. Éste, una vez la hubo masticado, se lanzó hacia la ventana y saltó a la calle estrellándose contra el suelo, donde reventó en un salpicón de barro del que quedaron apenas dos o tres montoncitos de tierra desperdigados que deshicieron enseguida, como lágrimas en la lluvia. Al oír el estruendo, Hitler asomó la cabeza y la sacudió con incredulidad, mientras observaba desde su dormitorio de trabajo cómo lluvia y viento se colaban por la ventana destrozada de la Kommandöburo. Aquel simulacro de hombre ni siquiera había tratado de abrirla…
Entre tanto la mujer y sus dos custodios partían de vuelta hasta Polonia en un viaje relámpago al complejo secreto de Der Riese, cerca de la frontera con Checoslovaquia. Una vez allí se dirigieron directamente hasta el campo de pruebas, donde una robusta estructura de hormigón sostenía una campana gigante de unos cuatro metros de altura. La mujer, a pesar de que lo había estado intentando sin éxito durante todo el trayecto, suplicó una vez más a sus guardianes, como en un bucle sin fin:
– ¿Pero es que no lo entendéis? Es una locura. Es imposible. ¿Cómo esperáis que semejante desatino funcione?
– Cumple las órdenes y cállate, maldita Zauberin. A ver cuántos años puedes mantenerte así de prieta, que me tienes embrujado con esas carnes tan bien maceradas –contestó uno de los custodios. Sonriendo, introdujo una mano bajo el pañuelo de la mujer y comenzó a agitarla desde la nuca como si fuera un pelele. El otro guardián les separó de un manotazo, miró bajo el pañuelo un instante y, gruñendo algo en voz baja, hizo agacharse a su brutal compañero para que entrara en la campana desde la parte inferior.
Él le siguió empujando a la mujer y, acomodados los tres sobre el reborde interior de la campana, sacó una Luger de la gabardina y golpeó el metal con la culata. Al oír el resonante tañido, en una acristalada garita de control cercana un oficial SS asintió con la cabeza. A su señal, una sombría mujer vestida con una descuidada bata blanca pulsó un interruptor, al tiempo que aflojaba un poco la bufanda que le ceñía el cuello. Un giroscopio de cuarzo comenzó a moverse y, en el exterior, la campana empezó también a girar sobre sí misma cada vez más rápido hasta que, en medio de un creciente zumbido, el artefacto metálico se elevó unos centímetros sobre la plataforma y dio la impresión de parpadear, como si apareciera y desapareciera. El sonido, sin embargo, continuó estable durante un rato hasta que cesó de golpe, reemplazado por una sibilante bala que llegó desde el campo de pruebas y atravesó la ventana de la garita reventando el giroscopio, que saltó en mil pedazos.
La mujer de la bata blanca miró hacia el campo de pruebas y palideció, susurrando algo en un idioma extraño. La estructura de hormigón parecía intacta, pero la campana había desaparecido. Aullando furibundo, el SS la cogió por la bufanda y comenzó a zarandearla con rabia:
– ¡Bring die Glocke zurück, Hexen. ¡Bring sie zurück! ¡Tráela de vuelta, condenada bruja!
Dentro de la campana apenas notaron los primeros giros, salvo por el enloquecido movimiento de un pequeño giroscopio ambarino colgado a modo de badajo. Luego este aparato también dio la impresión de detenerse, empezó a oírse un ligero zumbido y el pesado metal de la campana se volvió dúctil y traslúcido, cada vez más etéreo. Al lado izquierdo sus ocupantes pudieron vislumbrar los bosques que escondían el complejo secreto de Hitler. Por el derecho vieron un paisaje bien diferente, una aldea de aspecto exótico. Al reconocer el poblado, la mujer chilló:
– ¡Hay que volver más tarde, no aguantaré dos mil años!
– No tienes opción, maldita –contestó el guardián que empuñaba la Luger–. No podemos andar probando hasta encontrar un momento a tu gusto. ¡Sal y cumple tu misión, Zauberin del demonio! –e hizo amago de empujarla.
– Espera, antes quiero quedarme algo –dijo el otro custodio.
–Tiene que bajar tal y como está, ya te lo he dicho –repuso el primero apuntándole.
Pero su compañero ignoró la pistola, cogió a la mujer y la interpuso entre ambos al tiempo que, con violencia, le arrancaba el pañuelo y, con él, una herrumbrosa gargantilla de eslabones gruesos y toscos.
La mujer se lanzó entonces hacia la pistola con la velocidad de un felino, pero no pudo evitar ser empujada violentamente contra el lateral traslúcido de la campana. Ni que, en el forcejeo, una bala alcanzara el giroscopio colgante haciéndolo añicos.
Ya fuera, tirada en el suelo arcilloso de la aldea china con los ojos casi fuera de sus órbitas, la mujer vio como la campana volvía a tomar aspecto metálico y, en toda su solidez, saltaba por los aires como disparada por un cañón invisible hasta caer a plomo sobre una llanura cercana, en la que dejó una enorme nube en forma de hongo como último testimonio de su existencia.
Con el miedo atenazándole el estómago, entre decenas de aldeanos chinos que corrían aterrados por todas partes, la hechicera predilecta de Hitler, su maestra, trató de jugar una última baza. Tras frotarse la piel con fiereza hasta borrar la ardiente cicatriz eslabonada que le rodeaba el cuello, empezó a rezar una letanía en voz baja, ferviente, y escupió tres veces en la cara de una escultura con forma de dragón que protegía una de las casas, mientras garabateaba símbolos cabalísticos sobre la frente inerte de la estatua a toda velocidad. Luego sacó su pequeña libreta, anotó unas palabras e introdujo el papel en la boca del animal... que permaneció inmóvil.
Preguntándose qué había hecho mal esta vez, la mujer alzó los brazos al cielo y entonces comprendió:
– No entiende alemán… –dijo horrorizada.
Y empezó a reír. Al principio suavemente, entre lágrimas; enseguida, a carcajadas, igual que una lunática, hasta que una flecha le atravesó el corazón y se desplomó.
Un joven armado con un arco, apenas un niño, salió de la casa protegida por el dragón, se acercó al cadáver y dijo algo en voz muy alta, como para demostrar que no temía a la bruja caída del cielo. Entonces algo ardió en la boca de la escultura, que pareció cobrar vida tras las humeantes volutas. Atravesando el humo, la criatura avanzó cimbreante hasta situarse al lado del pequeño guerrero y ronroneó como si fuera un gatito mimoso. El muchacho le acarició con precaución y, en voz todavía más alta que antes, gritó acompañado por sus vecinos, que corearon el nombre del joven una y otra vez.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.