La herencia
– ¿Señor Antonio Carasusan Fosco?
– ¿Quién llama?
– Eladio Salavita desde Alberta, Canadá.
Antonio guardó silencio. ¿Que llamaban de dónde? ¿Hilario? Alguien intentando venderle algo, seguro; pero la voz era rara, forzada. Y el sonido llegaba ahogado, como amortiguado entre algodones.
– ¿Señor Carasusan? ¿Oiga?
– Sí, no me interesa. Ni regalos, ni ahorrar dinero en gas ni nada. Sé que es su trabajo y tal, pero voy a colgar.
– Espere, por favor. No es nada de eso, un minuto. Represento al bufete Brown & Johnson, gestionamos herencias a nivel internacional. Encontramos herederos perdidos.
Por segunda vez Antonio calló. Desde luego, los “call center” cada vez se lo curraban mejor: habían conseguido intrigarle. Se preguntaba cómo engancharían lo de la herencia con lo que fuera que vendieran.
– Recibirá los pasajes y toda la documentación en breve –siguió la extraña voz.
– ¡Eh, eh! De recibir, nada; que yo no he pedido nada, no me líe.
– Vaya, qué suspicaz es usted. Cómo deben ser los vendedores allá en España. Deje que vuelva a empezar. Somos investigadores profesionales: cuando alguien fallece sin herederos conocidos y deja un patrimonio importante nosotros buscamos a los posibles herederos.
– Ya, sí. Y yo acabo de heredar algo, ¿no? Previa compra de otra cosa, claro. Pero no tengo parientes en… ¿Canadá ha dicho? Ni amigos, ni conocidos, ni nada.
– Comprendo sus dudas, Señor Carasusan. Por eso le mandamos todo por escrito. Y porque esta vez el tema es aún un poco más complicado. Raro, incluso; pero totalmente legal. El fallecido, Shawn Tremblay, no dejó herederos pero sí testamento, un encargo claro y específico. Llevarlo a cabo no ha sido fácil, pero una vez más hemos logrado cumplir nuestro cometido: le hemos encontrado a usted.
– Mire señor… Flavio o como sea. Ha acabado con mi paciencia, así que...
Y sin más miramientos Antonio colgó el teléfono y guardó el número como “spam herencia”. Enseguida volvió a sonar y vio las palabras “spam herencia” en la pantalla. Sin contestar, soltando un bufido, fue hacia el baño para ducharse. O lo intentó, porque llamaron a la puerta.
Antonio se acercó maldiciendo en voz baja y levantó la mirilla. Un hombre con casco y un sobre grande en la mano. ¿Un mensajero? Él no esperaba ningún envío, sería para la vecina, que estaba enganchada a comprar por internet; pero el tipo volvió a llamar. Antonio siguió mirando sin abrir y entonces el desconocido dejó el sobre en el suelo y, con toda la pachorra del mundo, cruzó los brazos y se apoyó en la pared igual que un muerto, con la cabeza ladeada mirando hacia la puerta, hacia Antonio, como si pudiera verle espiándole al otro lado de la mirilla. Esto desconcertó a Antonio, que no supo muy bien cómo reaccionar y terminó abriendo la puerta un poco, lo justo como para poder asomarse.
– ¿Si? –preguntó alzando la voz y estirando el cuello instintivamente para parecer más alto.
El tipo no contestó. Se agachó con lentitud, tomó el sobre con una mano enguantada y torpe y se lo ofreció a Antonio, que no pudo verle la cara con claridad. A través de la visera del casco creyó que tenía cubierto el rostro por un pasamontañas de fantasía que simulaba un aparatoso vendaje de aspecto desagradable. Hasta daba la impresión de oler mal…
El mensajero, haciendo un gesto con la cabeza, invitó a Antonio a coger el sobre. Aquel tipo le ponía nervioso y quería que se fuera cuanto antes, así que alargó el brazo y lo cogió, ya se lo pasaría a la vecina. Entonces el desconocido se marchó andando despacio y con pasos trabajosos, como si tuviera lumbago o algo así.
Antonio cerró y miró el sobre unos instantes desconcertado, porque iba dirigido a él. Y el remitente era nada menos que “Brown & Johnson – Tremblay Foundation”. Estuvo tentado de tirarlo a la basura, pero supuso que sería peor el remedio que la enfermedad: parecía que ya se la habían metido doblada, así que mejor enterarse de qué iba el tema. Dentro del sobre había tiques de avión, documentos con el membrete de “Brown & Johnson” y… ¡dinero! Un paquetito de billetes de cien euros y otro de dólares canadienses. Desde luego no era el típico envío de marketing. ¿Desde cuándo le mandaban a uno pasta por mensajería? Sería falso, seguro. Pero los tiques de avión parecían en regla… Había uno a Madrid y otros a diversas ciudades de Canadá. Resignado, Antonio se dispuso a estudiar todo con detenimiento, pero el teléfono sonó de nuevo: “spam herencia”. Esta vez contestó.
– A ver, ¿de qué va todo esto?
– Hola de nuevo, señor Carasusan. Deduzco que le ha llegado el sobre. ¿Ha leído el memorando?
– No he leído nada todavía, pero he visto la pasta y los billetes de avión. Explíquese y a ver si terminamos ya. Y haga el favor de sacarse el trapo de la boca, que le oigo muy mal.
– Disculpe, será la distancia… Como le dije hay una herencia en busca de heredero en Canadá: un hotel-balneario, inversiones financieras... no puedo concretar más por teléfono. Su propietario, Shawn Tremblay, falleció sin herederos pero dejó testamento: legar sus posesiones a la persona que más se le pareciera físicamente cuando tenía 35 años. Hemos seleccionado una serie de personas que comparten un gran parecido con el finado, y entre ellas se encuentra usted. El heredero será el primero que, después de un estudio antropomórfico, alcance un porcentaje mínimo de parecido del 98%. Hasta ahora nadie ha llegado a tal porcentaje, pero los aspirantes no se van con las manos vacías. Se les invita a pasar una semana en el Hotel-Balneario Bromont Le Loc, parte de la herencia. Con todos los gastos pagados, por supuesto. Y se compensa su pequeño sacrificio con 5.000 dólares americanos. ¿Qué le parece, señor Carasusan? Una semana de vacaciones pagadas en un balneario y 5.000 dólares. Y la posibilidad de heredar un patrimonio nada despreciable.
Antonio guardó silencio unos instantes. Quería creer que todo era cierto, pero desconfiaba. Y la voz que oía al otro lado del teléfono aumentaba su suspicacia: era rarísima. No era el acento en sí, que no terminaba de identificar, sino la peculiar acústica de aquella voz. Daba la impresión de que las palabras no salían de una garganta sino de una caverna forrada con tela o algodón.
– Entiendo su desconfianza, señor Carasusan, pero somos serios. En el sobre encontrará los datos de un notario de Madrid con el que le hemos concertada una cita. Él le dará las garantías necesarias. Y si cree necesario asesorarse legalmente por su cuenta tiene a su disposición, y sin compromiso, el dinero en metálico que ya le hemos enviado. Consulte en internet, busque referencias nuestras, se convencerá. Gracias por atenderme, hasta pronto.
Tras colgar el teléfono Antonio comprobó que, efectivamente, Brown & Johnson existía, incluso había artículos de prensa que hablaban sobre los “caza herederos”. Llamó a un conocido suyo que le puso en contacto con un abogado. Concertó una cita con el letrado para el día siguiente y le expuso el asunto. El abogado conocía de oídas a Brown & Johnson y se comprometió a indagar un poco. Esa misma tarde le llamó: todo correcto. La Tremblay Foundation, gestionada por el bufete Brown & Johnson, llevaba varios años administrando la herencia del tal Shawn Tremblay a la espera de encontrar al candidato perfecto. Por lo visto, varias personas habían pasado ya por el hotel; aunque el abogado no había podido contactar con ninguno de ellos, ya que los datos de contacto eran confidenciales.
Así pues, todo era cierto, se dijo Antonio: le había tocado la lotería. Como mínimo, 5.000 dólares y unas vacaciones gratis. Y quizá una herencia de las gordas. No había nada más que pensar, pidió permiso en el trabajo y se preparó para vivir la aventura de su vida. Sin parientes cercanos, “soltero y sin remedio” como solía decir de sí mismo, en menos de dos semanas ya había formalizado el papeleo con el notario y estaba cruzando el charco, pensando que su vida podía dar un vuelco y preguntándose qué se encontraría al llegar.
Y fue la perturbadora y algodonosa voz de Eladio lo que se encontró esperándole en el aeropuerto de Fort McMurray, Canadá, aunque más que la voz le impresionó su aspecto. Antonio no era ningún Adonis y procuraba no menospreciar a los demás por su apariencia, pero Eladio lo más presentable era el nombre y eso que apenas se le veía, porque tenía casi toda la cara cubierta por una aparatosa bufanda que parecía hecha de retazos de algodón. No es que el pobre hombre fuera feo o estuviera desfigurado, sino que la escasa parte visible de su rostro no parecía natural. Era como si en el reparto celestial de caras le hubieran puesto la de otro, un rostro equivocado que no se ajustaba a los huesos que había debajo. El efecto era perturbador, porque la piel de Eladio Salavita no se movía de una forma normal. Daba la impresión de que todos sus gestos estuvieran forzados o fueran aleatorios, gobernados quizá por conexiones nerviosas defectuosas o trastocadas que transmitieran la orden de reír cuando tocaba llorar o, en caso de estar triste, los músculos bajo la piel trataran de mostrarse sorprendidos.
Estas incongruencias, bien visibles incluso bajo la trapajosa bufanda, hicieron que Antonio sintiera escalofríos. Supuso que Eladio padecía alguna enfermedad neurológica. O quizá simplemente le habían inyectado bótox y el tratamiento había salido muy mal pero, lógicamente, Antonio no intentó indagar al respecto mientras su chófer-anfitrión le acompañaba hasta un enorme todoterreno con pasos lentos y oscilantes, tan inseguros como aquella extraña voz que parecía envuelta en algodones.
– Será mejor que nos demos prisa, señor Carasusan. El tiempo está oscuro y el hotel arriba en las montañas. Todavía no estamos en invierno, pero en este país una nevada de otoño no es rara y puede ser cosa seria.
Y lo fue, de hecho. Al menos a ojos de Antonio, que no estaba acostumbrado a ver nevar tanto, durante tanto tiempo y, sobre todo, desde dentro de un coche lanzado toda velocidad por una carretera sin líneas rectas. Lo único que podía ver eran copos blancos estrellándose contra el parabrisas y pinos cada vez más borrosos corriendo desbocados demasiado cerca de su ventanilla.
– ¿No debería levantar el pie un poco, Eladio?
– Al contrario, señor Carasusan. Los accidentes sobre la nieve ocurren precisamente porque la gente se asusta y afloja. Es entonces cuando empiezan los problemas: pierden inercia, tocan el freno… Tranquilo, conozco la carretera. Además, ya casi estamos.
¿Casi? Antonio comprendió pronto lo que Eladio había querido decir. Paró en un claro al lado de la carretera, frente a un par de edificios mal iluminados en medio de la tormenta. Uno con aspecto de tienda para turistas. El otro, al lado, poco más que una cabaña de piedra con unos motores de teleférico sobresaliendo del techo. Eso no lo había visto Antonio en la web del hotel.
– ¿Hay que subir en eso? –preguntó alarmado.
Eladio quizá sonrió bajo la bufanda, aunque parecía estar llorando. Y su voz sonó más esponjosa que nunca:
– No se preocupe, va por raíles. Es un funicular. Mucho más seguro que la carretera, sobre todo con este tiempo. Le gustará. Es una de las peculiaridades del balneario, que todo parece “retro”… o “vintage”, como se dice ahora. El señor Tremblay era un entusiasta de otros tiempos y el hotel Bromont Le Loc fue siempre la niña de sus ojos. Espere aquí, voy a pedir que pongan la maquinaria en marcha.
Y salió del coche bamboleándose entre la nieve. Antonio le siguió porque necesitaba despejarse un poco y entró en la tienda, a tiempo de ver cómo Eladio salía por una puerta lateral acompañado de un dependiente de aspecto indígena.
Antonio sacudió los pies y notó que no estaba solo. O quizá sí, porque la figura que aparecía sentada en un rincón, totalmente inmóvil… ¿era una anciana? Se acercó a ella. Tan quieta estaba que lucía como una de esas estatuas de indios de las películas del oeste. La cara le brillaba de tal forma que daba la impresión de acumular varias capas de barniz, y no debió ser fácil aplicarlo con tantas arrugas talladas en la madera, supuso Antonio. Despacio, dudando, alargó la mano para tocar aquella momia cobriza y una mano tan rugosa como la anciana a la que pertenecía salió disparada y golpeó con vigor a Antonio, que retiró el brazo sobresaltado. La vieja india soltó una retahíla que debía contener una buena porción de insultos y maldiciones, en la que Antonio creyó ir varias veces algo así como…
– Siami pputiit – dijo Eladio mientras entraba de nuevo en la tienda –. Es una vieja deslenguada y faltona, pero uno ya se ha acostumbrado a que le digan “eres tonto”. Debe usted caerle bien, señor Carasusan, a mí me mordió una vez.
Y arrugando la frente, quien sabe si intentando mostrar enfado, Eladio le enseñó una cicatriz en el dorso de la mano. Antonio no se había fijado hasta entonces, pero las manos de Eladio eran mucho más morenas que su rostro. ¿No solía ser al revés?
Sin darle tiempo a mayores reflexiones, Eladio sacó a Antonio de la tienda y le llevó hacia el funicular, que les subió despacio con movimientos traqueteantes y tranquilizadores, atravesando la tormenta y superándola poco a poco hasta elevarse sobre un mar de nubes salpicado de islas-montaña por todas partes. La más alta de todas, parecía, era la que estaban escalando ellos, aunque no llegaron hasta la cumbre: una suave sacudida anunció el final de trayecto.
– Bienvenido al Le Loc, señor Carasusan – dijo Eladio abriendo la puerta del vagón.
Una galería techada conducía hacia la entrada del hotel, pero Antonio no prestó demasiada atención a la recargada decoración porque, bien alineada a lo largo de la galería, les esperaba una bienvenida poco común. Diez o doce personas cubiertas con gruesos albornoces y sentadas en sillas de ruedas, aplaudían y gesticulaban mientras Antonio y Eladio pasaban a su lado. Amplias capuchas cubrían sus cabezas, de forma que Antonio no pudo ver bien sus rostros, aunque le dio la impresión de que todos estaban tapados con una venda o alguna especie de crema. Y los aplausos sonaban bajito, como si aquella gente tuviera las manos enguantadas o cubiertas de aparatosos vendajes. Supuso que estarían recibiendo algún tipo de tratamiento de belleza o algo similar.
– ¿De qué va esto, Eladio?
– Son clientes habituales, señor Carasusan. Saben a qué ha venido usted y le desean suerte.
Así que Antonio saludó con la mano y entró en el hotel, que tenía un aspecto “retro” y curioso a más no poder. Si no estuviera prevenido habría creído retroceder en el tiempo hasta uno de aquellos primeros balnearios donde iban los potentados “a tomar las aguas”, aunque quizá se habían pasado un poquito con el toque exótico en plan “explorador inglés”: pergaminos enmarcados con jeroglíficos en las paredes, palmeritas de plástico por las esquinas, un par de vetustos salacots en el mostrador de recepción…
– Yo le acompañaré a su suite, señor Carasusan, bastante tarea va a tener ahora el personal para volver a acomodar al “comité de bienvenida”.
Y eso hizo Eladio cargando las maletas de Antonio con torpeza y no sin dar dos o tres trompicones por el pasillo. Una vez en la habitación, Antonio se preparó para tomar un baño antes de bajar a cenar tal y como le recomendó su anfitrión al dejarle solo, pero al empezar a llenar una enorme bañera con forma de esfinge se dio cuenta de que tenía hambre. Y mucha.
No encontró ningún teléfono así que, maldiciendo el estilo “retro” bajó a recepción para ver si podía conseguir algo de comer, pero no había nadie y la puerta del bar estaba cerrada. Su estómago se quejó y cuando cesaron los gruñidos creyó oír unas voces a lo lejos. Parecían venir de una puerta accesoria, al lado del mostrador. Dio un par de gritos, pero nadie contestó.
Abrió despacio la puerta, que daba a una oficina decorada como una tumba egipcia. Al fondo había otra puerta abierta de par en par que conducía a un pasillo de servicio. Antonio supuso que por allí llegaría a las cocinas o acabaría encontrando a alguien, así que fue abriendo todas las puertas que se encontró por el pasillo: cuadro eléctrico, armarios, lavandería… hasta llegar a una puerta con un ventanuco redondo que, supuso, sería la cocina. Sin embargo, al abrirla sólo encontró unas escaleras descendentes. No olía a comida, pero decididamente llegaban voces desde allí, así que Antonio bajó, deseando encontrar a alguien de una vez. Le desconcertó el aspecto del sótano, que no se parecía en nada al balneario sino a un hospital: blanco, limpio y moderno, nada de ambiente retrofaraónico. Todas las puertas por las que pasaba, todas con ojos de buey, parecían pequeños quirófanos o salas para tratamientos de belleza. Y todas tenían las luces apagadas excepto la última, mucho más amplia que las otras. A través del ventanuco, sobre un panel iluminado, Antonio pudo ver varias fotografías de rostros cadavéricos y apergaminados llenas de dibujos y anotaciones. También había un retrato suyo.
Alrededor del panel discutían varias personas, unas en albornoz y otras vestidas como cirujanos, con gorros y enormes mascarillas quirúrgicas. Dos de los tipos en albornoz gesticulaban con especial vehemencia, a punto de llegar a las manos, mientras alternativamente se señalaban las caras, cubiertas de vendajes, y los retratos del panel. Uno de los “médicos” los separó, gruñía y se golpeaba el pecho con furia, produciendo un atronador eco cavernoso. Antonio empezó a retroceder despacio, pero se detuvo en seco al notar una suave punzada en la espalda.
– No, mis queridos hermanos se equivocan, señor Carasusan: se parece usted más a mí, ¿no cree?
Antonio se volvió y vio a Eladio Salavita frente a él, con una puntiaguda daga cubierta de jeroglíficos en una mano, la bufanda en la otra… y nada en la cara.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.