Pedro se levanta de la cama en dirección a la cocina. Apenas puede dormir desde hace una semana. Las pocas veces que lo consigue se despierta sobresaltado y sudoroso, envuelto en la bruma asfixiante de las pesadillas. Esos sueños le aterran, pero no tanto como lo aterra aquel maldito sarcófago del museo y su huésped. Y todo lo ocurrido desde que se lo encontraron en el sótano.
La idea cuando ha entrado en la cocina era preparase un café, pero lo ha pensado mejor y al final se ha decidido por una infusión. Mete un vaso con agua en el microondas y lo pone en marcha. Mientras espera, su cabeza vuela una semana atrás en el tiempo, al día en que todo empezó, a ese momento en que su vida cambió para convertirse en un angustioso calvario.
***
Fue el martes por la noche, cuando realizaba su turno en el Museo Británico de Londres. Pedro lleva diez años viviendo en la capital de Inglaterra, los últimos seis como guardia de seguridad en el museo. Hacía la ronda habitual junto a Henry –que en realidad se llama Luis Enrique y es británico, aunque de padres españoles–, su compañero de casi todas las noches, cuando llegó el momento de echar un vistazo a los sótanos. Aunque los sistemas de seguridad de los que estaba rodeado el edificio lo hacían casi inexpugnable, no por ello debían descuidar la búsqueda de cualquier elemento anómalo que les hiciera sospechar que se estaba cometiendo, o se fuera a cometer en breve, algún delito. Algunas zonas estaban iluminadas, pero en otras reinaba una oscuridad casi absoluta que ambos guardias se encargaban de perforar con los haces de sus linternas. En aquellos sótanos se apilaban cientos de objetos arqueológicos de toda índole, algunos a falta de catalogar (muchos) y otros a los cuales todavía no se les había encontrado o decidido una ubicación (muchos más).
Henry y él paseaban con tranquilidad por la zona en la cual se guardaba todo el material sobrante que tuviera que ver con el Egipto de los faraones; artículos de todo tipo que esperaban ser sacados a la luz para disfrute de los visitantes y mayor gloria del museo. De pronto, al girar una esquina de estanterías repletas de piezas menores, sus linternas se toparon con un inmenso cajón de madera depositado sobre el suelo. Debería medir unos tres metros y medio de largo por uno veinte de ancho y otro tanto de alto. Estaba abierto y la tapa descansaba apoyada contra uno de sus laterales.
–Menudo trasto, ¿eh? –comentó Henry paseando el haz de su linterna por toda su longitud–. Esto lo tienen que haber dejado aquí hoy, porque anoche no estaba. ¿Qué crees que tendrá dentro?
–Ni lo sé ni me importa –contestó Pedro, que no disfrutaba de la curiosidad innata de su compañero y lo único que quería era terminar la ronda cuanto antes para subir a la sala de control y comerse el bocadillo de atún que se había traído de casa.
–Pues yo voy a echarle un vistazo. Puede que se trate de la momia de alguna egipcia guapa y hambrienta de pasión, ya sabes –e hizo unos movimientos obscenos con la pelvis mientras reía con una carcajada estúpida.
Él chasqueó la lengua con fastidio, aunque al final no pudo evitar sonreír al ver el cuerpo esmirriado de Henry moverse como el de un chimpancé en celo.
–Venga, va –dijo por fin–. Mírala rápido para que podamos seguir con la ronda. Que tengo hambre.
–Sí, jefe –dijo Henry con ironía–. Será un segundo nada mas.
Se acercó hasta la enorme caja y alumbró su interior mientras él se quedaba al margen.
–¡Dios santo! –exclamó de pronto en español–. Esto es impresionante, Pedro. Es una auténtica belleza. Deberías verlo.
En principio pensó en no hacerle caso y decirle a Henry que continuaran, pero las exclamaciones de admiración de su compañero lograron despertar en él su casi inexistente curiosidad.
Dio unos pasos hasta situarse junto a él e iluminó el interior con su propia linterna. A pesar de trabajar en un museo, no era un hombre al que le atrajera el arte, en absoluto. Para él aquel lugar no era más que un inmenso desván atiborrado con una colección de objetos viejos y polvorientos que despertaban el mismo interés en él que la lectura del prospecto de un medicamento. Sin embargo, lo que acababa de ver era algo que había logrado impresionarle. Rodeado de la espuma protectora empleada para su embalaje y traslado, se hallaba un sarcófago de madera de gran tamaño en cuya parte superior estaba plasmada la efigie policromada de su inquilino. Se hallaba en tan buen estado de conservación que parecía que lo hubieran terminado de pintar esa misma mañana. Hasta se sorprendió a sí mismo olfateando el aire en busca de algún efluvio de pintura reciente. El objeto, incluso para él, era de una belleza rotunda, casi hipnótica, y sus ojos se pasearon por toda su superficie una y otra vez, maravillados. Había que joderse con los egipcios, lo bien que hacían aquellos putos ataúdes, pensó.
–¿Qué me dices, eh? –preguntó Henry al ver la estupefacción de su compañero–. ¿Es chulo o no?
–Creo que es la cosa más bonita que he visto en mi puta vida –respondió Pedro sin apartar la mirada.
–¿Crees que será algún faraón?
–Ni puta idea. No tiene ni un miserable cartel o nota que diga quién coño es, pero por mí como si me dicen que era el que le llevaba el rollo de papel al faraón para que se limpiara el culo. Me lo creería igualmente. Además, no me importa, lo que me importa es que es una maravilla, de eso no hay duda.
–Qué burro eres. En esa época no había rollos de papel de váter.
–Bueno, pues el que le llevaba el papiro de váter o lo que fuera.
Henry estalló en una carcajada y él se lo quedó mirando sin saber muy bien de qué se reía. Entonces se miró el reloj. Las dos y media de la madrugada. Llevaban allí demasiado tiempo. Su estómago gruñó como para manifestar que estaba de acuerdo.
–Y ahora, si no te importa –dijo–, hemos perdido un tiempo precioso y debemos continuar. Me espera un hermoso bocadillo.
–Ok, jefe –repitió Henry con sorna.
No habían dado ni dos pasos cuando un fuerte golpe hizo que se detuvieran en seco. Ambos se giraron en redondo, apuntando sus linternas hacia la enorme caja. El sonido había partido de allí. Sin ninguna duda.
–¿Qué ha sido eso, Pedro?
–Shhhh, calla –le contestó mientras se ponía un dedo en los labios para que el británico silenciara los suyos.
En el tenso silencio que se había creado de pronto se escuchó con claridad meridiana una especie de crujido seco, como si alguien hubiera partido una nuez.
–Otra vez –dijo Henry, que iluminaba la caja y alrededores con movimientos nerviosos.
Pedro se preguntó a qué se debía aquella repentina inquietud en su compañero. A menudo escuchaban toda clase de ruidos allí abajo, producidos por decenas de causas distintas pero perfectamente explicables, y nunca lo había visto responder de esa manera.
–Yo creo que son los típicos crujidos de la madera, como cuando en casa por las noches escuchas los ruiditos que hacen los muebles. O también las paredes. Aunque en este caso estoy seguro de que es la caja lo que ha crujido. Porque no creo que se haya metido una maldita rata ahí dentro.
Se acercó hasta allí con cierta cautela, no porque tuviera miedo, sino porque en caso de que fuera una rata de verdad, no quería que le saltara a la cara. Se moriría de asco si le sucediera algo así. Ya le pasó una vez algo muy parecido hacía un par de años y no estaba dispuesto a repetir la experiencia.
Cuando estaba a punto de enfocar su luz, el sonido volvió a repetirse.
Pedro se detuvo, sobresaltado. La inquietud que mostraba Henry hacía un momento parecía haberse trasladado a él, que notó cómo su corazón y su respiración se aceleraban. Pero él tenía un motivo para estar inquieto. En su cabeza había surgido de pronto un pensamiento, una idea, casi una certeza: ese sonido era provocado adrede para llamar su atención, para atraerlos.
Se volvió a su izquierda, buscando a su compañero. Henry sujetaba su linterna con las dos manos, aun así, era incapaz de controlar el temblor que la sacudía y Pedro podía escuchar sus jadeos asustados. ¿Qué coño estaba pasando allí? ¿A que se debía esa extraña tensión que llenaba de pronto el ambiente? ¿Por qué ese temor súbito que los embargaba a ambos?
–Esto es absurdo –musitó para sí mismo, infundiéndose valor. Y entonces alumbró el sarcófago con la linterna.
Henry, animado por su gesto, se acercó más y lo imitó. No había nada extraño allí dentro. Ni ratas, ni ningún otro animal. Nada de nada. Aquello los tranquilizó. Pero un nuevo ruido hizo que los dos guardias sintieran un escalofrío que les recorrió la espina dorsal.
Porque esta vez el sonido procedía de dentro mismo del sarcófago.
¡Joder!, eso ha sido un puto gemido, pensó Pedro, que echó de menos en ese momento no llevar una pistola encima. Lo único que portaban era una porra, idéntica a la que llevaban los policías; a no ser que sus linternas se consideraran también como armas.
–¡Dios, eso ha sonado como un gemido! –corroboró Henry, poniendo voz a sus pensamientos.
–No nos precipitemos, ¿vale? Esta mierda es muy antigua y puede que sea normal que algo tan viejo haga ruidos que nos parezcan extraños. A lo mejor, aunque aparenta estar en buen estado por fuera, por dentro está hecho una puta calamidad y se está pudriendo o algo así, y eso es lo que estamos oyendo –dijo, intentando convencerse a sí mismo y tratando de aparentar calma, aunque el temblor en su voz lo traicionaba.
Henry quiso contestar, pero no pudo hacerlo. Un potente crujido lo hizo enmudecer. Sus ojos aterrados creyeron ver que la tapa del sarcófago se había levantado unos pocos milímetros. Al mirar al rostro de Pedro comprendió que él había visto la mismo. Su terror iba en aumento. Y escaló tres peldaños de golpe cuando un inesperado tufo, como a polvo acumulado durante miles de años, inundó sus fosas nasales y las luces que ambos proyectaban se apagaron a la vez.
Los dos guardias se quedaron paralizados, jadeantes a causa del miedo intenso, y por sus mentes se paseó el mismo pensamiento urgente: había que largarse de allí ya. Y lo habrían hecho de no ser por un detalle: en la oscuridad total escucharon cómo la tapa de aquel ataúd milenario se abría por completo.
El pánico anegó sus mentes y cortocircuitó sus cerebros. Cayeron desmayados al suelo como dos fardos funerarios. Pero antes de hacerlo tuvieron tiempo de ver algo imposible que desearían no haber visto: dos ascuas rojas que flotaban dentro de aquella caja y despedían un furioso resplandor.
***
Los pitidos del microondas lo traen de vuelta de golpe a la realidad, dándole un susto de muerte.
–¡Joder, puto cacharro! –exclama mientas le lanza una mirada furibunda.
Abre la puerta para sacar el vaso de agua hirviendo y entonces le introduce una bolsita con té de banana que sumerge con una cucharilla. Hasta esa misma semana no sabía que esa clase de té pudiera existir, pero leyó en una página de Internet que era bueno para combatir el insomnio y no tardó en ir a comprarlo a la herboristería. Espera que sea cierto lo de que ayuda a conciliar el sueño, aunque duda mucho que vaya a poder hacerlo. Su cabeza es una olla a presión que hierve de preocupación y miedo y cree que no ha estado tan asustado en toda su vida. Mientras regresa de nuevo a aquella noche, no puede contener unas lágrimas.
***
Despertaron pasados unos minutos tras el terrorífico susto. Sus linternas estaban encendidas y al alcance de sus manos. Se pusieron en pie como impulsados por un resorte, temblorosos y lanzando miradas nerviosas a todos lados, sospechando de cualquier rincón bañado por las sombras, que allí abajo eran todos. Comprobaron con alivio que no tenían ningún daño y luego, con un valor que ninguno de los dos pensaba que tuvieran, volvieron a iluminar el interior de la gran caja. Advirtieron que el tufo a polvo había desaparecido y que el sarcófago se hallaba cerrado, al menos en apariencia. Aunque lo examinaron a conciencia, nada extraño se apreciaba en él y daba la impresión de que jamás hubiera sido abierto. Era como si nada hubiera ocurrido.
Decidieron que la ronda había acabado por esa noche para ellos y se apresuraron a largarse de allí cagando leches en dirección a la sala de control, donde Mike y Steve estarían aburridos de observar los monitores de las distintas cámaras de vigilancia, que la mayor parte del tiempo no captaban nada de interés. Por supuesto, no les contarían una sola palabra de lo sucedido. ¿Para qué? No les creerían. Nadie iba a creerles. Ellos mismos no eran capaces de creer la experiencia que habían vivido y pensaron que lo mejor era olvidarlo y que quedara entre ellos dos.
***
El té ya se ha enfriado lo suficiente y Pedro lo apura de un solo trago. No le gusta demasiado su sabor, pero lo tolera con tal de que cumpla su función. Deja la taza vacía en el fregadero. El temblor que agita sus manos hace que repiquetee la cucharilla. Está tan asustado y con los nervios tan a flor de piel que cree que si escuchara cualquier ruido estridente de golpe moriría de un infarto.
Al día siguiente del suceso Henry le llamó para decirle que no iría a trabajar esa noche porque se sentía enfermo. Apenas podía hablar de puro miedo. Entre sollozos le dijo que tenía la impresión de que algo rondaba su casa y que se sentía observado. Luego colgó y Pedro tuvo el extraño presentimiento de que no volvería a verlo nunca más. El jueves por la noche, cuando llegó al museo, le informaron de una trágica noticia: Henry había sido encontrado muerto en su casa. Asesinado de manera brutal.
Desde ese día Pedro está convencido de que él también va a morir. Esa cosa de dentro de aquel maldito féretro egipcio mató a su compañero y ahora vendrá a por él. Lo sabe, como también sabe que no hay nada que pueda hacer.
Apaga la luz de la cocina y se dirige con andar lastimoso hacia su dormitorio, como si soportara sobre los hombros el peso de una pirámide. Se tumba en la cama y cierra los ojos. Suspira con resignación mientras espera que el sueño venga a él. En su memoria se repiten las sensaciones experimentadas aquella noche de terror. Los ruidos. El olor. El miedo… Y sobre sus párpados cerrados se proyectan una y otra vez las imágenes grabadas en su retina. La cara asustada de Henry. La tapa entreabierta de aquel maldito ataúd de colores. La oscuridad. Y sobre todo... esos dos ojos rojos iracundos.
Pedro no cree que pueda dormirse, ni esa noche ni ninguna otra, pero lleva arrastrando el cansancio acumulado de toda una semana sin apenas dormir y por esa razón, unos minutos después, el sueño se apodera de él.
***
Algo lo saca de su sueño. Le ha parecido haber escuchado un ruido. Se incorpora y mira nervioso el despertador de su mesilla de noche. Son las dos y media de la madrugada. El estómago se le encoge al comprobar que es la misma hora en la que vivieron su inexplicable suceso en el museo. También es la hora casi exacta en la que murió Henry, aunque él no lo sepa.
Echa mano al revólver que ha dejado bajo la almohada. Aun armado, tiembla como una hoja al escuchar un crujido, como si alguien muy pesado caminara sobre un suelo de madera. La luz de su lamparita está encendida, pero no llega a iluminar del todo la puerta, que se halla envuelta en unas tinieblas de las que no puede apartar la mirada.
Entonces escucha con toda claridad el sonido de unos pasos que parecen arrastrarse de forma pesada por el pasillo. Unos pasos que suenan amortiguados, como si su dueño llevara zapatillas de suela de goma.
O los pies envueltos en vendas, le susurra su mente.
Ese pensamiento desata una oleada de pánico en Pedro, que apunta el arma con ambas manos en dirección a la puerta, aunque tiembla tanto que en caso de disparar es muy probable que le diera al techo. Mientras tanto, las pisadas aumentan de volumen, igual que el martilleo de su corazón.
Cada vez suenan más cerca. Alguien (o algo) está a punto de aparecer por la puerta. Pero entonces las pisadas se detienen. Pedro agudiza el oído intentando captar cualquier sonido. Nada. En su estado de nerviosismo y sobreexcitación percibe que tiene los sentidos hiperdesarrollados y que sus oídos son capaces de detectar el más mínimo estímulo sonoro. Espera un poco más, sin embargo, sigue sin escucharse nada. En su mente alterada por el miedo se abre paso un rayo de esperanza. Tal vez, piensa, esa ausencia de sonido significa que se ha ido. Tal vez significa que está a salvo. Tal vez…
Sus esperanzas se derrumban cuando un penetrante olor a polvo viejo y rancio irrumpe en su nariz. Una silueta enorme, avasalladora, se perfila de pronto en el quicio de la puerta. Pedro llora preso de un miedo atávico y sus dedos son incapaces de apretar el gatillo del revólver. Cuando aquella cosa gira su rostro hacia él desde las tinieblas puede ver dos ardientes ascuas que despiden un fulgor preñado de maldad. En ese momento comprende que no hay escapatoria.
Por fin, Pedro logra apretar el gatillo.
Se desploma sobre la cama, con la cabeza reventada.
Entonces deja de sentir miedo.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.