Un artículo de opinión de Sevilla Escribe
Antes de abrir este blog, hace ahora poco más de un mes, estuve sopesando los pros y los contras de la idea con esmerado cuidado. Entre los “contras” había uno que, por peregrino que parezca, tenía y sigue teniendo mucho peso: yo, cuando se trata de opinar sobre obras literarias, soy muy cabrón. Mucho. Muchísimo. Soy extremadamente exigente, displicente, desconfiado, resabiado, receloso, escéptico, severo, antipático y, en fin, una larga lista de sinónimos de lo que viene a ser un tío muy cabrón. Para que os hagáis una idea (aunque el mensaje se me quede un poco burdo): cuando se trata de evaluar obras literarias, todo me parece una mierda.
No, venga, no, todo no. Lo decía de coña. Ahí están los clásicos: ¿Quién va a negar que Cervantes es un genio? Vale que se salga por peteneras de cuando en cuando para endilgarnos alguna novelilla corta en mitad del Quijote que te saca completamente del hilo… Pero Dios me libre de despreciar su legado. No es sensato valorar una obra con cuatro siglos de historia desde la óptica contemporánea. Lo mismo que pasa con Shakespeare, cuyos afectados personajes resultan a menudo de un previsible que clama al cielo, o con los maestros rusos –Tolstoi, Dostoievski-, tan inclinados a recrear atmósferas y a subrayar el carácter atormentado/aristócrata/ambicioso/vengativo/loquesea de sus personajes, que resultan aburridísimos por momentos –por momentos muyyyy largos-. Thomas Mann y James Joyce son portentos indiscutibles de las letras universales, cuyas obras, sin embargo, resultan espesas y farragosas hasta límites sobrehumanos para once de cada diez lectores. Pero son buenos, ¡qué coño! Son muy buenos. Son excepcionales.
Y yo, qué queréis que le haga, soy muy cabrón.
Cuando uno abre un blog literario, es cuestión de tiempo que alguien te pida que escribas una reseña de su novela. Es por eso que mi distrófico sentido de la prudencia me recomendaba que no lo hiciera. Más pronto que tarde iba a acabar diciendo en público lo que opino, es decir: liándola, mosqueando al personal, encendiendo polémicas y granjeándome nuevos y entrañables enemigos. Pero el caso es que al final me animé a darle vida a este espacio, con la premisa, eso sí, de mantener un extremado cuidado por no herir sensibilidades. Y así ha sido. Hasta ahora.
Hace unos días tuve la ocasión de compartir una extraña velada con un viejo conocido escritor. Extraña porque la charla, té en mano, resultó francamente agradable, si bien el motivo de nuestro encuentro fue demoledoramente triste. El caso es que él me regaló una reflexión a la que –torpe de mí- nunca hasta entonces había sabido darle forma, y que es, creedme, una de las revelaciones más sorprendentes que recuerdo en mucho tiempo. La idea, que toma como ejemplo uno de los clásicos de la literatura fantástica, viene a ser la que sigue: “Si yo le encuentro fallos a El Señor de los Anillos, ¿cómo te sorprende que se los encuentre también a tu novela?”.
El Señor de los Anillos es, a mi entender, un clásico, clasificable en la misma categoría de Guerra y Paz y La Montaña Mágica, por su repercusión sociológica, su trascendencia literaria como forjadora de todo un género, y en fin, porque es una de las obras más influyentes de todos los tiempos. Es un libro exquisito, de un lirismo evocador sin igual, de una épica avasalladora, aparte de un ejercicio creativo de proporciones monumentales. Pero, honestamente, hace aguas por no pocos flancos. El Señor de los Anillos adolece de una administración del tempo narrativo más que mejorable, juega con el siempre ruin recurso del “Deus ex-Machina” sin complejos, y se desarrolla desde una perspectiva tan maniquea en lo moral que más de uno la ha tachado –y con argumentos- de fascistoide y reaccionaria. Pero es una obra magna como pocas, cuya lectura he disfrutado dos veces y media, y no serán las últimas que lo haga.
Ahora, regresando al mundo de los escritorzuelos mortales y despreciables como yo y como quizás tú: la editorial “X” te publica “Y”, una novelita de mierda escrita con toda la voluntad de la que has podido hacer acopio y las vagas trazas de talento con las que tu innoble genética haya tenido a bien dotarte. Me pides una reseña, yo te la hago, y al día siguiente me envías un e-mail amenazante/insultante/indignado/lastimero porque, pese a destacar que, ante todo, me lo he pasado pipa leyéndote, he dejado caer que tal hilo argumental flojea, que ese personaje carece de carisma, que aquella escena chirría por inverosímil… “Tú”, ese escritorzuelo mortal y despreciable como yo, nunca te atreverías a afirmar aquí, ahora, en público, que escribes mejor que Cervantes, Dostoievski o Tolkien; me darías la razón si digo que El lobo estepario tiene mucho de paja mental, que a El amor en los tiempos del cólera le sobran 400 páginas, o que La familia de Pascual Duarte no me gustó en absoluto porque es penosamente deprimente. Pero como ose decir que tu novela “Y”, publicada por la editorial “X”, tiene faltas de ortografía, me jurarás odio eterno, promoverás una campaña para lincharme en la plaza del pueblo, y bailarás sobre mi tumba y la tumba de mis ancestros mientras te regocijas en la consumación de una venganza justa y merecida. Porque la obra de los dioses literarios es –como todo, como siempre- mejorable, pero la tuya no. Bien, machote, bien, esa es la actitud.
En resumen, esta es la razón por la que dejé de hacer reseñas literarias, y por la que no las encontraréis en este blog. Eso sí, hasta el día que me vuelva loco del todo y me dé un incontenible ataque de sinceridad. Ya os avisaré.
Los has clavado por un lado, pero no es solo un problema de ego propio, sino de consideración general. El otro día en la lista de Nocte estábamos liados en las deliberaciones sobre la mejor novela de terror nacional y, claro, la cosa termina subiendo de escala tarde o temprano. Ya no es solo que fulano conozca a mengano, sino que, en cierto modo, vamos en el mismo barco y nos duele sacar el látigo de siete colas porque sabemos -o imaginamos- lo que tal o cual ha sudado para sacar una novela que, en efecto, no será Guerra y paz. En aquel debate yo ya lo dije: tenéis que pensar que cuando se habla de la obra de tal es como hablar de la de Lovecraft. Imaginaos, solo de cara a la evaluación de su trabajo para los premios, que fulano o mengano llevan al menos 50 años muertos y que además son yanquis.
Es muy difícil evaluar fríamente la obra de un contemporáneo que, además, puedes haber conocido en carne y hueso. Es muy difícil. Quizás imposible. Y por eso en primer lugar los autores deberíamos ser comprensivos con las reseñas negativas. Que esto tampoco quiere decir que estas sean certeras de un modo automático, pero hay que tomárselas como lo que son: opiniones más o menos razonadas de gente que tiene sus gustos, sus filias y sus fobias. Si nos ponemos de uñas cuando cae alguna, mal vamos.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.