FAVOR POR FAVOR
Adoro mi ciudad, sus altos muros desde los que tantos días tomé el sol de la tarde; las calles bulliciosas del mercado, donde aromas embriagadores se mezclan con el tufillo acre de los alimentos desechado; el templo de Sekhmet, donde conseguíamos comida gratis cuando los sacerdotes se descuidaban… si, amo Menfis, la grande, la de las murallas blancas, la casa de Ptah, la de la belleza estable e imperecedera.
Me crié en sus callejuelas y aprendí el oficio de buscavidas en ellas. No me quedó más remedio, mi madre se echó siendo aún pequeño. No la juzguéis mal, no era una madre desnaturalizada. Sencillamente, no podía mantenerme por más tiempo. Pero era una madre cariñosa. Y muy sabia.
— Disfruta de los pequeños placeres. Son la clave de la existencia —decía a menudo.
Recuerdo que la víspera de nuestra separación, fuimos a disfrutar de uno de esos placeres: ver amanecer desde las murallas. Acerqué mi mejilla a la suya y, por primera vez en la vida, la noté distante.
Cuando el sol asomó completamente me dijo muy seria:
— Hijo, nada tengo en la vida salvo la experiencia de vivir y es lo único que puedo legarte. Así que atiende bien y graba a fuego estos tres consejos:
“La vida es como el padre Nilo. En sus aguas habrá peces tentadores, pero recuerda que siempre estará al acecho un cocodrilo.”
“Ten cuidado con la amistad. Si alguien ofrece algo es porque algo querrá de ti a cambio y no siempre podrás rehusarte.”
“Nunca, bajo ningún concepto, vayas al barrio de los embalsamadores.”
Al día siguiente me pidió que me fuera y así lo hice. Nunca más la volví a ver.
Desde ese momento me propuse vivir cada día como si el mundo acabase esa noche. Y cada noche como si no fuera a amanecer. No siempre es fácil, a veces miré con envidia a los que tienen una familia, un hogar y un oficio, para luego caer en la cuenta de que esa vida no era para mí, pues su precio es la libertad.
Me integré en la banda de Malacara y, con el tiempo, dejo de ser suya. Se la arrebaté. Peleando, como tiene que ser. El más fuerte y listo se impone y los demás lo siguen. La ley de la calle no admite derrotas y la palabra clemencia se escribe igual que debilidad. Por tanto, eché a Malacara y su banda pasó a ser la del Sigiloso.
En ese momento éramos cuatro, pero tan audaces que nuestra fama se extendió por toda Menfis. Tanto que el Nubio, que controlaba la zona del mercado, empezó a ponerse nervioso y mandó a uno de los suyos para encomendarnos a Osiris. El cazador pasó a presa: lo emboscamos y acabó en el callejón de la carroña.
Podíamos entonces haber intentado arrebatar el mercado al Nubio, arriesgando el todo por el todo. No lo hice. Recordé los consejos de mi madre: el mercado era el Nilo y el Nubio el cocodrilo. En vez de conflicto le ofrecí amistad: no le disputaría el mercado. Es más le ayudaría a conservarlo. A cambio solo pedía paso franco por su territorio. No pudo rehusarse.
Así media ciudad quedó a nuestra disposición y pudimos explorar nuevos territorios. También nos ganamos la inquina del enemigo íntimo del Nubio, el Tuerto. Un día, huyendo de sus matones, entramos en el jardín del palacio y nos topamos de bruces con Baenmaat y su séquito. En estado de pánico nos preparamos para lo peor, pero él detuvo a todos con un gesto.
Al momento se hizo cargo de nuestro recelo, comenzó a hablarnos con su voz firme y pausada hasta que nos tranquilizamos. Nos ofreció algo de comer y nos dejó ir.
—Volved cuando queráis —dijo cuando nos escabullimos y noté cierto desconsuelo en sus palabras. En ese momento se cruzaron nuestras miradas y se creó un vínculo ente nosotros. No sabía entonces cuan fuerte resultaría.
Una mezcla de curiosidad y fascinación nos hizo regresar al día siguiente. Baenmaat no disimuló su alegría. Pronto nos hicimos amigos. Al fin y al cabo, él era un adolescente igual que nosotros, con ganas de jugar, de enamorarse, de reírse por cualquier tontería… solo que Baenmaat era el tercer hijo del faraón y todo eso le estaba vedado. Así que nosotros cuatro le traíamos el exterior prohibido a su mundo cerrado. Nos hicimos habituales, los sirvientes hacían la vista gorda, encerraban los perros guardianes y nos regalaban las sobras de la mesa del mismísimo faraón.
Una tarde llegamos y todo estaba desierto. Del interior llegaban gritos y sollozos de desconsuelo. Aguardamos en silencio en un rincón del jardín esperando noticias. Pero nadie salía, así que al cabo de una hora no acercamos poco a poco. Pudimos ver a Baenmaat tendido, sin vida, rodeado de unos hombres vestidos de blanco. Uno de ellos atinó a vernos y preguntó algo a una criada, mientras nos señalaba. La criada asintió y el hombre llamó a sus compañeros.
Intentamos huir, pero aquellos malditos bastardos sabían cómo cazarnos. Nos rodearon y acorralaron, usando perros. Pegados a un muro, solo quedaba una última resistencia. Entonces nos echaron un polvo muy fino a la cara. Apenas toco nuestro rostro sentimos como nuestros cuerpos dejaban de responder a nuestras órdenes, se desmadejaban y caían al suelo, inertes.
Éramos conscientes de todo, pero nada podíamos hacer para ofrecer resistencia excepto maldecir nuestra imprudencia. Y, yo el que más. Porque por primera vez en mi vida ignoré los tres consejos: fui a por peces y me cazó el cocodrilo, acepté una amistad y ahora pagaba el precio. Y, como pronto descubrí, estaba en manos de los embalsamadores.
Nos llevaron a su antro, nos colocaron en lechos de piedra e iniciaron su ritual, técnica y magia a partes iguales. Comenzaron a envolvernos en capas de vendas y yo pensé: “Por Amón, ¡nos van a eviscerar vivos!”
Los vendajes llegaron hasta el cuello. Apenas podíamos respirar, la impotencia de la inmovilidad se hacía mayor ante la imposibilidad de gritar o maldecir. Entonces introdujeron una cánula en las fosas nasales y comenzaron a introducir por ella un líquido extraño. Su olor repulsivo inundó mis sensaciones, anticipando el horror que se desencadenaría poco después cuando mis pulmones se anegaron con aquella masa viscosa. Mi pecho ardía y mi único deseo era morir.
Mientras nos convulsionábamos ellos entonaban salmodia tras salmodia. Cuando al fin dejamos de temblar, nos pusieron unos brazales que terminaban en cuatro cuchillas terribles. Son sumo cuidado retrajeron cada filo en el interior de las muñequeras. Y entonces introdujeron unos fórceps en nuestra nariz y hurgaron hasta ir sacando órganos de nuestro interior. ¡Dioses, el pánico se hizo dueño de mí! El peor momento fue cuando vaciaron las cuencas y seguí viendo la escena desde fuera hasta que finalmente mi vista se nubló y quedé ciego. Entonces sentí como introducían en mis cuencas vacías algo duro. Un único pensamiento se abría en mi mente en medio de aquella agonía: la muerte como alivio final. Pero esta no llegaba.
Acabaron de vendarnos la cabeza, excepto la boca. Al menos el vendaje amortigua los cánticos constantes. Comenzaron a extender sobre nuestros cuerpos inmóviles natrón y otros ungüentos pestilentes. Por último, abrieron mi boca y vertieron por ella otra sustancia, extrañamente dulce que, con un gorgoteo siniestro, se coló por mi garganta. Pareció entonces que nos desmembrasen en vida, pues todas las articulaciones comenzaron a doler de modo lacerante y atroz. Por fin, mi mente empezó a nublarse y, finalmente, quedé inconsciente.
* * * * *
Desperté en la más absoluta negrura. La inmovilidad continuaba pero el dolor había desaparecido. De algún modo, cada uno de nosotros era consciente de la presencia de los otros tres e incluso podíamos comunicarnos proyectando ideas y pensamientos. Pero la mayor parte del tiempo permanecíamos silenciosos, aguardando. ¿Esperando qué?
Lo supe mucho después, cuando un leve resplandor y unas voces ahogadas me pusieron alerta. Tres tipos habían penetrado y sus antorchas iluminaban, por fin, nuestro refugio. Descubrí dos orificios a la altura de los ojos que me permitían ver, después de tanto tiempo, mi morada. Era una tumba rectangular y, en el centro se hallaba el sarcófago del príncipe caído, de nuestro amigo. Entonces vi cómo, entre gritos de entusiasmo y risitas nerviosas, los saqueadores intentaban abrir el sarcófago de Baenmaat. La sola idea de que mancillasen su sepultura me llenó de cólera. Empujé la tapa de madera que tenía delante. Mis compañeros de infortunio hicieron lo propio. Sacamos nuestras cuchillas y acabamos con ellas lo que el terror había comenzado. Apenas nos llevó unos segundos aniquilarlos. Luego, a la luz mortecina de las teas ardiendo, nos miramos unos a otros. Vendados de pies a cabeza, nuestro cuerpo seguía siendo el de un felino, pero ahora era antropomorfo, enorme y musculoso.
Nos abrazamos y notamos que, aunque mutados por fuera, por dentro éramos los mismos: El Rayas, Perla, Bufador y yo, El Sigiloso. Permanecimos así mucho tiempo hasta que una fuerza irresistible nos hizo volver a nuestros sarcófagos. Cerramos y volvimos a la oscuridad, a esperar al próximo grupo de profanadores. Nuestra misión era proteger el sueño de Baenmaat y era una misión sin final. Permaneceríamos allí eternamente, al servicio del príncipe que veló por nosotros. Favor por favor…
¡Cuánto echo de menos los pequeños placeres de la vida! Ronronear junto a tu amada, pasear por el filo de un tejado, cazar un ratón, ver salir el sol en las murallas de mi amada Menfis o, los dioses lo quieran, morir en paz.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.