Una historia de amor de Nachob
Keiko
La princesa Keiko lloraba desconsoladamente sobre su lecho. Su padre le acababa de comunicar que venía de acordar su inminente matrimonio con un opulento aunque bastante anciano Señor, y que partiría en breve a celebrar los esponsales. Pero la princesa no lloraba por eso. O al menos, no sólo por eso.
Lo que su padre no sabía es que, desde hacía ya algunos meses, la princesa había entregado su corazón y su cuerpo a un oculto amante que la visitaba por las noches. Desde que sus miradas se cruzaron durante una recepción en el palacio, había surgido entre ellos una irreprimible atracción. Así que no pudo ni quiso resistirse al acoso del joven y poderoso general Ryu, un ambicioso guerrero que desde entonces la había cortejado en secreto y con quien se había prometido amor eterno y compartido caricias en la privacidad de sus habitaciones.
Ahora él se encontraba batallando lejos, y ella se sentía desolada y perdida. Tras derramar amargas lágrimas, por fin llegó a la conclusión de que sus sentimientos eran más fuertes que cualquier otra cosa y, decidida, se puso a buscar una solución a su lamentable situación.
Tras mucho meditar vio una única luz al final del túnel. Necesitaría valor y suerte, pero pensó que los dioses la favorecerían, pues se dice que tienden a proteger a los amantes furtivos. Llamó a sus doncellas de confianza, y enseguida puso manos a la obra.
Cuando a la mañana siguiente la comitiva partió llevando a la novia a los dominios de su futuro esposo, esta iba llorando tristemente. Pero ya no eran las lágrimas de Keiko, sino las de la pobre Yumi, su sierva, que engalanada como si fuera ella, la sustituía para que la auténtica princesa pudiera escapar disfrazada en busca de su amante.
Ryu
El joven guerrero rugió indignado. Las cosas no podían ir peor. Tras varios días de batalla, su situación era angustiosa y desesperada. A pesar de su inexperiencia, la fortuna y una temeridad mal medida le habían dado buenos resultados en anteriores ocasiones. Pero ahora esta le había dado la espalda. Se había dejado sorprender estúpidamente por una burda treta, quedando atrapado con su ejército y rodeado de enemigos que clamaban venganza. Incluso su misiva implorando una rendición digna había sido rechazada de malos modos por sus adversarios, que hartos de su bravuconería y crueldad, no estaban dispuestos a darle tregua alguna. Solo su cabeza en una lanza calmaría su cólera.
Expulsó de la tienda a su séquito, y, dejándose llevar por la ira, empezó a destrozar cuanto tenía alrededor. Cuando el agotamiento le calmó, notó revelarse en su interior la auténtica emoción que le dominaba. Como una tenaza en el estómago, el miedo le hizo doblarse y caer de rodillas. No podía respirar. Se mareaba. No quería morir. No había vivido aún lo suficiente. Era injusto. Él no. Él no. Tenía tantos sueños, tantos proyectos. Se sintió desfallecer. Tenía que hacer algo, buscar una salida. Algo que le sacase de ese infierno.
También él encontró una solución esa noche. Al día siguiente, las tropas contemplaron absortas cómo su Señor surgía magníficamente vestido con su armadura de combate y enarbolaba orgulloso sus enseñas, dispuesto a presentar una última aunque inútil batalla al feroz e inmisericorde enemigo. Vieron cómo montaba en su caballo y recorría todo el campamento animando a las tropas pidiéndoles un último sacrificio.
Pero esta vez no era como creyeron un combate suicida con el único fin de preservar el honor de su casa y su familia. Aunque lo ignoraban, su finalidad real era dar tiempo a que el verdadero general pudiera huir por la retaguardia vestido como un pobre samurái. Porque quien cabalgaba bajo la exquisita coraza no era tampoco el joven amo, sino uno de sus oficiales, el esforzado Tomoko, cuyo parecido físico ya había sido en multitud de ocasiones utilizado en argucias o triquiñuelas para preservar su vida o disimular sus escapadas. En esta ocasión, le serviría para encubrir su fuga, distrayendo al adversario. No esperaba que nadie sobreviviera, con lo que su felonía quedaría para siempre oculta. Pero ya tendría tiempo de recuperarse y resarcirse.
Yumi y Tomoko
El general trotaba soberbio al frente de sus tropas, que no paraban de vitorearle. Y no era para menos. Pocas veces se había visto una muestra de valor semejante. Pocas veces se había visto a un soldado batirse con tanto coraje, con tanta bravura. Nadie recordaba una arenga como la que aquella mañana el joven señor, con un ímpetu y decisión desconocida en él hasta entonces, había hecho a sus tropas, hasta ese momento asustadas y desesperanzadas. Por eso, cuando tras inflamar sus corazones y ganarse su devoción, se lanzó contra el enemigo encabezando por primera vez en su vida una carga, estas le siguieron como si fueran un solo hombre, felices de haber encontrado un líder como él. Y porque a veces la audacia puede significar la sutil diferencia entre la victoria o la derrota, aquel día, contra todo pronóstico, había derrotado a sus enemigos y les había obligado a rendirse, proclamándole vencedor indiscutible. El combate había sido brutal, y él mismo había sido apuñalado gravemente en el rostro, que quedaría ya para siempre desfigurado. Pero ahora su valor era proclamado a los cuatro vientos.
Nadie se explicaba la tremenda metamorfosis sufrida por su Señor, pero qué importaba ya. Tras la negra noche el día era glorioso, y desfilaban felices en dirección a sus casas, cantando su victoria. Él los precedía, majestuosa figura sobre su hermosa montura. Nadie sabía, ni sabría nunca, que quien les había conducido a la gloria no era en realidad el auténtico general, sino un joven oficial, obligado por él a suplantarle. Este, avergonzado por la actuación de su superior, había decidido al menos morir con honor. No podía dejar que la infamia cubriera el nombre de la familia a la que servía, cuyo último vástago tanto le había decepcionado. Además, tampoco estaba dispuesto a abandonar a sus hombres. No sin luchar. Ahora, trataba de asimilar la inesperada victoria y su nueva situación como Jefe supremo de su clan. Ya no podía echar marcha atrás sin reconocer la traición de su Señor y su ignominia. Nadie le iba a negar tampoco ese derecho, ni a reconocerle tras la cicatriz que era la prueba de su prestigio.
Se cruzaron con una pequeña comitiva que portaba a una mujer en un palanquín. A pasar a su lado pudo escuchar como esta no paraba de llorar, y quiso conocer el porqué de tan lastimosos gemidos. Su escolta le informó que volvían del palacio de su hasta entonces prometido, que la había rechazado y ordenado volver sin siquiera haberse dignado a mirarla a la cara, pues consideró al presentársela que tenía los pies demasiado grandes. Humillada y avergonzada, retornaba al castillo de su padre. Tomoko, a quien la victoria había hecho más atrevido, compungido por los tristes sollozos de la princesa, se acercó a ella y la abordó, preguntándole por qué estaba tan apenada. Ignoraba que el verdadero miedo de la pobre muchacha era que al regresar se darían cuenta del engaño en que la auténtica princesa la había obligado a participar. Sabía que iba a ser castigada con tormentos inimaginables por haber osado reemplazarla, sin valorar que ella no podía negarse a la voluntad de su dueña.
Por eso cuando aquel guerrero herido tuvo la osadía de introducirse en su litera y preguntarle el motivo de tanto desconsuelo, las palabras no acudieron a su boca. Tampoco opuso resistencia a que él, impresionado por su belleza, le levantará el velo y la contemplase, a pesar de la falta de respeto que ello suponía. Ya qué más daba. Le miró con sus ojos limpios y puros, y notó como algo se rompía dentro de ella. También él sintió dentro de sí una emoción extraña y desconocida hasta entonces. Tras contemplarse embelesados unos segundos, por fin él recuperó el aliento y le dijo que no se preocupase, que él se haría cargo de ella. Mandaría un mensaje a su padre, que seguro que no opondría ningún reparo, dado que él era un Señor mucho más poderoso y rico que el idiota que la había rechazado. Luego, algo atorado, añadió deprisa que no se alarmase, que no pretendía nada pecaminoso y tampoco le exigiría que cumpliese con sus obligaciones maritales. Pero, azuzado por un sentimiento que le desbordaba, tímidamente susurró "salvo que tú quieras". El mundo se llenó de luz y color cuando ella le devolvió una dulce sonrisa en la que no solo podía verse gratitud.
Keiko y Ryu
Ryu salía borracho de la taberna, dando traspiés que le hicieron caer al barro. Desde su vil huida, no había dejado de beber sumido en la culpa y el arrepentimiento. Al conocer el noble comportamiento de su sustituto, a quien había abandonado para que muriera en su lugar, pero que en cambio había salvado su honra y sus dominios, se sintió tan avergonzado que fue incapaz de reaccionar y se supo para siempre condenado a ocultarse para que no se conociera su ignominia. Mil veces quiso morir y tal vez era lo que buscaba atiborrándose una y otra vez de alcohol barato hasta perder la conciencia.
A través de la lluvia distinguió al final de la calle cómo un grupo de rufianes se entretenían hostigando a una mujer, que a duras penas resistía su acoso. Entre amenazas y empujones la trataban de arrastrar hasta la oscuridad de un establo cercano, con intenciones funestas. La pobre muchacha gimoteaba impotente sabiéndose perdida. Sintió cómo la rabia le invadía. Tal vez él fuera un desecho de la sociedad, alguien que lo había tenido todo y todo lo había perdido por su cobardía, pero ver a aquella infeliz chica sufrir la violencia de aquellos energúmenos era más de lo que podía soportar. Desenvainó su espada y saltó como una fiera sobre ellos. En parte gracias a su entrenamiento militar, y en parte al hecho de que los bandidos estaban tan bebidos como él, tras una breve escaramuza consiguió ponerlos en fuga. Luego, se giró hacia la mujer que acababa de salvar, que lloraba amargamente sobre el suelo, con la ropa hecha jirones. Cuando pudo verle el rostro, el alma le cayó a los pies. Reconoció a la infortunada Keiko, la joven a quien había jurado amar eternamente para poder entrar en su lecho. Otra vez la vergüenza le sobrecogió, y se sintió como un perro por todo el mal que había hecho cuando era poderoso. Comprendió todo lo egoísta, engreído y cobarde que había sido. Se echó al suelo de rodillas frente a ella y empezó mesarse los cabellos, suplicándole de un modo desgarrador que le perdonara, que era el ser más despreciable del mundo.
Keiko le miró sin comprender. Estaba todavía aturdida y débil tras un montón de días vagando de aquí para allá, medio enloquecida, después de que en el campamento de su amado la hubieran echado sin dejarla siquiera verle, pues este negó conocer a nadie con su nombre. Cómo podía saber ella que quien ahora ocupaba su puesto no era en realidad su amante, sino un sustituto. Cuando reconoció a Ryu en el sucio samurái que gemía implorando perdón a sus pies, no se preguntó nada más, no quiso ninguna explicación, no le importó ya nada. Se arrojó en sus brazos y le besó una y otra vez, diciéndole que por fin le había encontrado, y que lo demás no tenía sentido para ella. Se fundieron en un abrazo infinito, mezclando sus lágrimas. Esa noche el amor consiguió un nuevo milagro. El dolor se transformó en redención. La adversidad, en esperanza. Al día siguiente partieron de la mano en busca de un lugar donde poder iniciar una nueva existencia juntos.
Los cerezos en flor
La anciana pareja observaba a sus nietos jugar en el jardín, entre los cerezos en flor. Entrelazaron sus dedos. Habían compartido toda una vida en común. Una vida que en principio no iba a ser la suya, sino que les obligaron a adoptar unos amos crueles y vanidosos. Pero ellos supieron rebelarse contra su destino, y aprendieron a aprovecharla y disfrutarla. Desde entonces nunca se había separado, afrontando las alegrías y desdichas con la seguridad de que mientras se tuviesen el uno al otro, lo demás carecía de importancia.
El sol se ponía, iluminando el cielo con decenas de colores. Aspiraron la fragancia que lo embargaba todo. Una suave brisa agitaba sus blancos cabellos. Embriagados por la hermosura del momento, se dejaron llevar por los recuerdos. Se preguntaron qué habría sido de los que nacieron con el nombre que ellos ahora llevaban. En sus corazones no quedaba desde hacía tiempo sitio para el resentimiento, así que desearon sinceramente que pese a sus pecados les hubiera ido bien, y que los dioses les hubiesen dado una segunda oportunidad, pues todos los seres humanos eran hermanos en aquella tierra de bendición.
A cientos de kilómetros, otra pareja también contemplaba a sus nietos. En un jardín no tan ostentoso, pero cuidado con cariño y delicadeza, tampoco ellos se habían separado desde que el azar les había vuelto a unir. Habían tenido que trabajar duro para poder de nuevo prosperar, pero habían sabido sacar adelante a unos hijos a los que siempre habían tratado de enseñar lo importante que era la verdad y el honor. También ellos percibían el olor de los cerezos en flor, y sentían que, a pesar de sus errores, también habían conseguido ser merecedores de disfrutar de un poco de paz en sus vidas.
Muy bonita la historia. ¿Es la del concurso de los Otori? La única pega que le veo es que es un poco expositiva. Creo que hubiera ganado cuerpo en formato novela, con más espacios en blanco para darle mayor cuerpo.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.