CARMESÍ
Por Aníbal J. Rosario Planas
Él la conocía muy bien, o al menos creía haber conocido decenas como ella. Mujeres lujuriosas y apasionadas, nunca en busca de compromisos serios. Siempre con intensiones de pasar una buena noche para romper la monotonía de los días. Algunas vivían de esto. Otras quizás lo hacían hasta conseguir un pretendiente adinerado. Lo llevaban a la cama y luego al altar. Cuando se cansaban de él, repetían el ciclo nuevamente. Son fieras en la cama, pero ciertamente son traicioneras. No se detienen hasta obtener lo que quieren. Una verdadera cazadora.
Ella arribó sola al pueblo en el tren de las 10:30 de la mañana. Se veía sorprendentemente deslumbrante cuando bajó de la locomotora, sobre todo considerando que viajó toda la noche en una incómoda cabina con las más básicas necesidades. Tenía un peinado sencillo, pero bien arreglado; un traje largo con corsé y unas botas en cuero con tacón alto. Era una mujer alta, de tez clara, pero bronceada; cabello color carmesí, ojos verdes de largas pestañas; delgada, pero de curvas pronunciadas. Su vestido rojo y negro hacía resaltar su ondulado cabello. No parecía ser una persona adinerada, pero tampoco daba la impresión que le hiciera falta nada, ni siquiera un hombre, pues demostraba seguridad, autoconfianza y fuerza. Tenía dos maletas de las cuales, curiosamente, la más pequeña era más pesada. Pero lo más que llamaba la atención era ver a una mujer viajar en tren toda la noche sin chaperón ni compañía.
Bajó del tren casi enseguida de arribar. Caminaba rápidamente por la plataforma, su paso seguro y determinado, hasta llegar al interior de la estación. Ubicó con la mirada el mostrador de servicios y luego de una corta conversación con el asistente, se dirigió a la parte exterior. Se acercó a una carreta descubierta, le dio una moneda de plata al conductor y le pidió que la llevara a la plaza.
La plaza principal del pueblo no era nada especial. Una calle en tierra decorada con estiércol de caballo y los desechos de tabaco ensalivado escupido por hombres. En el extremo norte de la plaza, la pequeña iglesia; en el extremo sur, la alcaldía y la corte municipal. En el lado derecho estaban las oficinas del alguacil, una barbería, el banco y una tienda de bienes. En el lado izquierdo de la calle estaba el hotel, la cantina y las oficinas del mortuorio. La cantina, pensó ella, era el lugar ideal para comenzar.
Como tenía las maletas en sus manos, retrocedió de espaldas a la cantina, abriendo los puertas con su espalda. Sintió las miradas tornarse sobre ella; exactamente lo que necesitaba. Se escucharon murmullos y risas, incluso algunos hombres silbaron como reacción a la entrada de tan despampanante mujer. Había música alegre de piano, un juego de póker en la parte trasera y un gran número de hombres consumiendo whiskey o tequila. Algunos de ellos tenían alguna ramera en su regazo.
Ella tranquilamente se acercó a la barra, soltó sus maletas y se dispuso a ordenar. Cualquier otra mujer hubiese pedido al cantinero un café o té, agua, quizás una copa de vino; pero ella pidió whiskey. El cantinero, curioso por lo que podría suceder, no dudó en servirle un vaso del más fuerte whiskey que tenía. Ella le indicó que dejara allí la botella. El cantinero no titubeó. Dejó allí la botella y retrocedió sin retirar su mirada de la extraña y cautivadora forastera. Ella tomó un gran sorbo sin alterar su expresión, se sirvió otro vaso y se giró para poder observar a los demás clientes de la cantina.
Todos la miraban directamente a los ojos, tal como ella lo esperaba. La gran mayoría de los hombre la miraba con lujuria; pero no era eso lo que ella observaba. Inspeccionó atentamente los ojos de todos los hombres presentes, pero en ninguno encontró lo que buscaba. Luego de haber consumido unos siete tragos de whiskey mientras inspeccionaba ojos ajenos, pagó la cuenta, tomó sus maletas y salió de la cantina. Miró hacia un extremo de la calle, a la entrada de la iglesia. En ése preciso instante salía por la puerta principal el sacerdote. Mirando por un momento sus ojos, decidió que tampoco era él a quien buscaba. Luego miró al otro extremo, a la alcaldía. Entonces lo vio. Él llevaba unas gafas oscuras, pero ella sabía lo que él escondía tras ellas. Ésa era la mirada que ella buscaba.
Ella lo conocía muy bien. Un hombre misterioso, un depredador silente. Una tras otra, las mujeres caían víctima de sus encantos y sus talentos. De esos hay un millón. Hombres con poder, poderes sobrenaturales para algunos. Hombres preparados a devorar su presa y luego continúan cazando, sin poder satisfacer su hambre.
Él era un hombre sofisticado, bien vestido, probablemente un prominente político o un hacendado de dinero. Vestido completo de traje negro con una camisa blanca y un chaleco carmesí. Llevaba también un abrigo largo en cuero, un sombrero en cuero y botas en cuero, todas las piezas en color negro. Tenía un bastón tallado de un tronco de cocobolo, los tonos de marrón y carmesí se entrelazaban en interesantes patrones. La elegancia de la madera era complementada con un mango en oro amoldado a la figura de una cabeza de lobo. Por último sus gafas oscuras, las cuales escondían grandes secretos.
Al igual que ella, él no podía apartar su vista de ella. El magnetismo fue instantáneo y no pudo resistir la tentación de ir a ella. Era ya temprana tarde y el sol estaba en todo su apogeo. Los cuerpos sudorosos lentamente se acercaban. Intercambiaron nombres y algunas otras trivialidades para romper el frío. Él la invitó a tomar un trago y, a pesar que ella ya había consumido varios, no pudo resistir la invitación.
Entraron en la cantina, pero esta vez ella se sentó en una mesa vacía. Decidió que sería bueno almorzar algo mientras compartía con el misterioso caballero. Pasaron las horas rápidamente entre tragos, conversaciones y coqueterías mutuas. Cuando la noche comenzó a caer, él le extendió una invitación a su hacienda. Ella no dudo ni un instante en decir que sí.
Montaron el carruaje y en la privacidad del interior de la cabina, intercambiaron roces y caricias íntimas durante la media hora de recorrido hasta la hacienda. Una vez llegaron a la entrada principal de la casona, bajaron del carruaje. Uno de los mayordomos quería tomar sus maletas, pero ella no se lo permitió. Él le indicó a dónde dirigirse para refrescarse y cambiarse de ropa. Añadió también que la estaría esperando en su habitación. Antes de ella marcharse, él se quitó sus gafas oscuras por primera vez y con una mirada fija le dijo "Estás en tu casa." En ése momento, a pesar de la oscuridad de la noche, ella pudo confirmar su sospecha; pudo ver lo que escondían los lentes oscuros. Ella tomó sus dos maletas y cada uno se marchó a sus habitaciones para prepararse.
Luego de varias horas, ella salió de su habitación. Caminó todo el corredor hasta el otro extremo de la casona, donde él se encontraba. Sin tocar, ella abrió la puerta y entró en el cuarto, cerrando nuevamente la puerta. El cuarto estaba completamente oscuro, excepto que por unas enormes ventanas entraba toda la claridad de una majestuosa luna llena. Ella recorrió con su mirada detenidamente toda la habitación hasta poder ver su figura. Reconoció inmediatamente sus ojos, ojos ardientes color carmesí, ojos color pasión, ojos de sangre y de ira. Pero fue lo único que reconoció de él. El cuerpo de caballero atractivo y sofisticado había sido sustituido por el de una bestia repleta de vellos, enormes garras, dientes afilados y un cuerpo parcialmente humano y parcialmente canino, completamente musculoso.
Ella también se veía diferente. Su pelo estaba recogido. Tenía puesto un corsé reforzado con metal. También tenía dos brazaletes de metal que protegían sus antebrazos. Llevaba un cinturón con varias dagas y navajas, todos los filos hechos en plata. También tenía en sus manos una extraña arma de fuego; un diseño único que permitía disparar varias balas de plata en unos instantes.
Ahora realmente sabían quiénes eran. Dos cazadores se habían encontrado; pero hoy uno de ellos sería la víctima. Esta sería una noche de pasión y de sangre, tal como ambos querían.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.