Crepúsculo en el pueblo silencioso
Un breve relato de horror ambientado en el universo de Espejo Victoriano
Llegaron cuando la tarde comenzaba ya a rendirse ante la noche. El detective Arthur Sullivan había tomado un tren hasta Lapford, donde había alquilado un cabriolé para desplazarse rápidamente hasta aquel pueblo dejado de la mano de Dios. Las instrucciones de su cliente habían sido muy claras: tenía que averiguar por qué se había interrumpido el suministro de carbón y comunicar de inmediato la información a Londres. En principio, debería haber sido un trabajo fácil, puesto que no tendría siquiera que intervenir o pasar un mero mensaje a los mineros, sino únicamente a su cliente, y tan solo por ello lo había aceptado, porque desde el nacimiento de la pequeña Lilie detestaba dejar sola a su mujer tanto tiempo. Sin embargo, apenas se hubo detenido el cabriolé en la plaza mayor del pueblo, el detective Sullivan fue consciente de que aquello iba a ser algo muy distinto a una mera huelga de mineros.
—Espéreme aquí —dijo al cochero sin prestarle mucha atención, con la mirada fija en los edificios cerrados.
—¿Vamos a tardar mucho? —replicó este con su voz áspera desde el pescante—. No parece que la posada esté abierta y esta noche va a refrescar, se lo aseguro.
Sullivan se volvió hacia el tipo, que estaba asegurando las riendas para bajar del carro y estirar las piernas, pero tampoco tenía una respuesta. No era solo que la posada estuviera cerrada, sino que todas las casas, fueran tiendas, viviendas, comercios, almacenes o corrales, lo estaban. No había ni una sola con la puerta o alguna ventana abierta, no había ni un alma por las calles, tampoco una luz por ninguna parte. No se escuchaba nada más que el discurrir del agua en la fuente, tan eterno y ajeno a los hombres como el viento o el rumor de los árboles.
—No lo sé, no creo. Deje descansar un poco a los caballos y prepárese por si nos tenemos que volver a Lapford esta misma tarde.
—¿Tarde? Noche, querrá decir —replicó el cochero con un tono burlón que no le gustó nada.
—¿Hay algún problema? —le contestó seco, para demostrarle quién estaba al mando.
—No, claro que no, señor. Prefiero no rodar de noche porque los caminos son traicioneros, pero hoy deberíamos tener una buena luna, así que, si los caballos están descansados, no debería haber problema.
—Entonces ocúpese de que descansen —concluyó dándole la espalda. Se sentía francamente contrariado. Todas sus ilusiones de un trabajo rápido y fácil se habían evaporado y aquel extraño silencio le crispaba todavía más los nervios. Empezaba a pensar que había hecho un mal negocio aceptando aquel caso.
Aunque tenía todo lo que un pueblo de aquella talla pudiera desear y sus casas estaban construidas con sólida piedra y tejados de lutita, se le antojó que ni siquiera en los días soleados tenía que resultar un lugar acogedor. Había una cualidad oscura en los muros, como si la cercana mina hubiera contaminado la atmósfera hasta lo más profundo, que le daba un aspecto deprimente. Sin gente por las calles, era desolador.
Echó a andar por una de las arterias principales, apenas una calle más ancha que el resto aunque empedrada con esmero, solo por alejarse del cochero. Se sentía extrañamente ridículo en aquella situación. Había esperado encontrarse un grupo de alborotadores desbordando de las tabernas o, en el peor de los casos, los signos dolientes de una epidemia de cólera, o algo por el estilo, pero aquella ausencia de personas era perturbadora. ¿Dónde estaban los viejos? ¿Y los chiquillos? Aunque todos los adultos hubieran decidido ausentarse de sus actividades al mismo tiempo, era imposible que hubieran conseguido que también los más pequeños se mostraran tan discretos.
Entonces reparó en ello: tampoco había señal alguna de los animales. No había perros que vagabundearan por las calles ni se habían cruzado con un rebaño de ovejas desde que dejaran las inmediaciones de Lapford. Ahora que lo pensaba, ni siquiera se veían u oían pájaros ni había gatos que acecharan en los rincones. La ausencia de vida era total. Tan solo quedaban los árboles, pero incluso estos se balanceaban a un ritmo mortuorio, como si estuvieran abatidos por esa extraña pátina grisácea que impregnaba todo.
Sullivan se caló el sombrero y se subió las solapas del abrigo en un vano intento por combatir el helor que lo fustigaba, pero este no tenía nada que ver con la temperatura ambiente ni con el relente nocturno que estaba levantándose. Era una gelidez anímica, como la que se experimenta frente a la muerte. Sin atreverse a levantar la voz en aquel lugar, tan cercano a un fosal, apretó el paso hacia la iglesia, que se adivinaba unas calles más arriba. El distintivo campanario, similar a una torre medieval aunque sin duda más moderno, le sirvió de faro para guiar sus pasos. Quizás ahí tuviera más suerte. En el peor de los casos, si tampoco había nadie, el archivo parroquial podría serle de gran ayuda; en un pueblo tan modesto no podía contar con que hubiera un ayuntamiento digno de tal nombre.
La iglesia, un rotundo edificio estilo románico de ventanas estrechas y amplios sillares, tenía la puerta cerrada a cal y canto. Nadie contestó cuando golpeó con el aldabón ni tampoco cuando intentó forzar la apertura. Nada. Ni siquiera un vecino timorato que se asomase entre los visillos de alguna ventana. Aquello tenía tintes de mal sueño. Pensó en darse media vuelta, en dejar ahí su investigación, pero dudaba que su cliente aceptara un informe tan sucinto. «No había nadie», se imaginó diciendo en aquel despacho ampuloso que tenía el empresario, y la mera idea se le antojó ridícula. Y peligrosa. No era el tipo de cliente al que se le podía dar una mala imagen, no si quería seguir trabajando en Londres. Necesitaba algo más. Con su nueva situación familiar, tenía que andarse con ojo con su reputación.
Con un suspiro, dio la vuelta al edificio y, al no encontrar más alternativas, se perdió por otra calle, al azar, sin saber muy bien qué hacer. De entre todos los problemas que había imaginado en aquel trabajo, la ausencia de conflictos —de personas con quién tenerlos— no era uno que estuviera en la lista. Deambuló todavía unos metros hasta que algo llamó su atención: una puerta abierta. Aquello era nuevo. Banal, pero nuevo. Se acercó sin poder evitar, no obstante, un punto de aprensión.
La casa, de tan solo un piso y enclaustrada entre dos más altas, era modesta, pero de buena factura. Su ojo profesional no tardó en captar que era la vivienda del sacerdote local, un tal Lackington, de la Iglesia de Inglaterra; así se anunciaba en la chapita de latón clavada en la puerta. Era evidente, además, que habían forzado la cerradura para entrar, así como que hacía tiempo que ya no había nadie allí: no había luces ni ruidos en el interior. En eso, la casa era idéntica al resto.
Entró con cuidado, sigiloso, convencido de que encontraría un cadáver en el suelo y, quizás, la explicación de todo aquel silencio. Sin embargo, los únicos cuerpos que aparecían ante él, abandonados a su suerte y en algunos casos mutilados, eran los de una buena colección de libros. Aquello era todavía más extraño. ¿Por qué nadie entraría en casa de un cura para vandalizar su biblioteca? Se puso de rodillas y examinó los títulos bajo la cada vez más débil luz del atardecer, pero no sacó nada en claro. Eran libros de oraciones, tratados teológicos, alguna novela de Wilkie Collins, nada censurable ni alarmante. La obra más cuestionable era una vieja edición de «Paraíso perdido» de John Milton, pero Sullivan estaba convencido de que no podía ser el origen de aquel embrollo. Ojeó unos cuantos libros más con la esperanza de adivinar qué había ido a buscar ahí quienquiera que hubiera violentado la casa, pero cuando interrumpió sus pesquisas, ya sumido en la oscuridad, seguía sin tener la más mínima idea al respecto.
Salió de nuevo a la calle, donde lo sorprendió la oscuridad reinante. Aún no había anochecido por completo, pero la falta de lámparas, faroles o velas encendidas había permitido un ominoso avance de las sombras. Se apresuró a desandar el camino hasta la plaza, abandonada ya toda esperanza de encontrar alguna pista tangible que presentar a su cliente, pero dispuesto a no demorarse más en aquel pueblo siniestro. Quizás volviera la mañana siguiente, tras una noche de reparador sueño en Lapford; por qué no.
Iba absorto en estos pensamientos cuando, al pasar frente a la iglesia, una idea cruzó por su mente, fugaz: la gente del pueblo se había vuelto hacia su pastor, pero este no les había brindado respuesta. Eso explicaría por qué los libros estaban desordenados, solo los libros, y no habían saqueado el resto de la casa. No buscaban riquezas, ni tampoco venganza, sino guía o consuelo. Además de desesperación, había una nota de respeto en su comportamiento, aun a pesar de haber entrado por la fuerza en la casa del sacerdote. Seguramente se habían atrevido porque sabían que no estaba ahí; sin embargo, habían respetado la iglesia...
Frunciendo el ceño, franqueó los pocos pasos que lo separaban del portón que mantenía esta cerrada y lo aporreó sin consideraciones.
—¡Abra! ¿¡Reverendo Lackington!? ¡Abra la maldita puerta, por todos los demonios!
Una sombra pasó fugaz por una de las callejuelas adyacentes. Sullivan quiso creer que había sido solo una aprensión, pero algo en su fuero interno le impedía abandonarse a ese consuelo. Aquel silencio, aquella ausencia, lo estaba sacando de quicio, así que liberó su tensión del primer modo que le vino a la cabeza: sacudió la puerta de nuevo, una y otra vez, y luego embistió contra ella con el hombro. Para su sorpresa, esta cedió un poco. El párroco debía de haber colocado mal el pasador del suelo y la doble hoja había retrocedido unas pulgadas. Sonrió, y su sonrisa se heló en sus labios cuando le pareció ver una silueta blanquecina parada al fondo de la plaza, observándolo. En un acto reflejo, embistió de nuevo contra la puerta y las puertas se abrieron con un desagradable chirrido de metal contra piedra y el crujido del cerrojo.
En el interior reinaba también la calma y el silencio, pero una distinta, una bañada por la luz de un centenar de cirios cuya luz no conseguía escapar hasta la calle. Solo un hombre disfrutaba de ella, el párroco, que permanecía arrodillado ante el altar, una figura negra, oscura, que daba la espalda al detective Sullivan. Este apenas tomó un respiro para lanzar una maldición antes de avanzar a grandes trancos hacia el reverendo.
—¡Maldita sea! ¿Es que no me oía? —lo recriminó—. ¿Me va a decir qué está pasando aquí? —le espetó sin conseguir respuesta alguna.
Su enfado crecía más y más a cada paso, pero el sacerdote permanecía ajeno al mismo, seguía arrodillado, murmurando sus plegarias en silencio, con la cabeza gacha, las manos entrelazadas en una oración. Sullivan lo alcanzó y posó una mano sobre su hombro. Su sobresalto fue tal que el detective se asustó también a su vez. Luego, a la luz de las velas vio los restos de sangre coagulada que salían de sus orejas y comprendió.
Comprendió que no lo había oído aporrear la puerta, tampoco gritarle, nada. Comprendió que se había aislado de todo ruido, de toda palabra. Vio el abrecartas en el suelo, mancillado, los dedos todavía manchados de su propia sangre y comprendió que había sido él mismo quien se había mutilado para no oír. Para no oír.
Enloquecido, le gritó y le gritó, pero aquel pobre hombre lo miraba sin escuchar ni entender, presa de un pánico atroz. Se sacudía entre sus manos como un espantapájaros, incapaz siquiera de balbucear una respuesta, una protesta, una súplica. Sus ojos abiertos como heridas de locura lo miraban sin terminar de entender. No mostraban sorpresa por encontrarse ante un desconocido ni tampoco temor por lo que este pudiera hacerle, ni por la brusquedad de sus actos, sino un pavor que iba mucho más allá de ese momento, de esa brizna de violencia que naufragaba en un mar de horror inenarrable.
Tras unos segundos de obcecación, Sullivan dejó caer con espanto al sacerdote. ¡Qué estaba haciendo...! Había zarandeado a un religioso, a un hombre herido, enajenado. Todavía con la respiración entrecortada, retrocedió unos pasos, incapaz de hacer frente a la situación, dispuesto a relegarla a algún rincón discreto de su mente. Tenía que buscar ayuda, huir, escapar de ahí. Desde el suelo, frente al altar, el párroco observó sin verlo cómo salía del templo a la calle, anclado todavía en quién sabe qué delirio pavoroso.
Afuera el aire crepuscular se infiltró con una fría caricia en su garganta e hizo lagrimear sus ojos. El contraste con la cargada atmósfera de la iglesia era notable. Con la mirada borrosa, se precipitó hacia la plaza donde lo esperaba el cabriolé. En las esquinas, su imaginación —así quería creerlo— dibujaba siluetas blanquecinas, los espectros de los habitantes del pueblo, jirones de niebla, pinceladas de culpa. Apresuró el paso, resistiéndose a duras penas a correr. Sus botines hacían resonar el empedrado pero, a pesar de la congregación creciente de sombras blancas, apenas intuidas, seguía siendo un ruido solitario, abrumador.
Giró un último recodo y vio a tan solo unas yardas el carruaje. Seguía ahí, en medio de la plaza, el caballo ya aparejado a las varas, quizás incluso desde que habían llegado, pero no había ni rastro del cochero. Sullivan se precipitó hacia el cabriolé, mirando a diestro y siniestro, sin alcanzar a ver otra cosa que sombras blancas y voraces. El caballo, nervioso, piafaba y sacudía la cabeza, como si quisiera ver lo que le ocultaban las anteojeras. Él también percibía algo, sin duda, pensó el detective.
—¡Cochero! —llamó a voz en cuello—. ¡Cochero! ¡Cochero! Dónde se ha metido...
Tal vez por sus gritos, aunque Sullivan sospechaba algo peor, el caballo comenzó a agitarse más todavía. No era un hombre que se sintiera particularmente cómodo con las bestias, pero el detective se sintió impelido a tomarlo por el arreo y acariciarle el morro para tranquilizarlo. Las sombras continuaban a crecer a su alrededor y sus manos se deslizaron hasta las riendas. Con un gesto natural, las aferró con la mano izquierda y se subió al pescante. Era un autómata, un sonámbulo cobarde, opaco al resto del mundo. No podía ser otra cosa en mitad de aquellas tinieblas crecientes.
—Cochero... —llamó una vez más con voz estrangulada, pero había desbloqueado el freno y su mano guiaba al caballo para que girara hacia la salida del pueblo.
Nadie acudía a su llamada, nadie, y el animal conocía bien el camino de regreso a Lapford. Echó a trotar con suavidad y Sullivan se dejó arrastrar, se dejó llevar mientras miraba en todas direcciones, no para encontrar al cochero, sino para cerciorarse de que esas sombras blanquecinas seguían a una distancia suficiente para imaginarlas meras visiones.
El cabriolé enfiló la salida del pueblo a un ritmo cada vez más raudo, aprovechando la pendiente, y pronto el caballo se abandonó a un trote vivo que amagaba un auténtico galope. Sullivan se veía sacudido en el pescante con tal violencia que tuvo que agarrarse a las barras del asiento para no caer. Sin embargo, no pensó ni por un momento en intentar frenar al animal. Su mente estaba obnubilada por el miedo, eclipsada por la imagen de su mujer y su pequeña Lilie, y solo deseaba salir cuanto antes de aquel extraño lugar en el que nada funcionaba como debería hacerlo. ¡Al infierno su cliente, su reputación y el maldito cochero!
A ambos lados de la carretera se alzaban impresionantes olmos y robles, cuyo frondoso follaje cubría de sombras el trayecto. Ahí el silencio se veía tamizado por el suspiro del viento y el frotar de las hojas en las ramas, por el traqueteo del cabriolé, pero las tinieblas no eran menores. Le recordaban que aún estaba en el oscuro reino del que pretendía escapar y maldijo no haberse tomado un instante para encender los faroles del carro. Podría haber invertido en ello unos segundos, aguardar un poco más por si el cochero aparecía. ¿Por qué se había precipitado tanto?
Una sombra apareció entonces en mitad de la carretera y Sullivan recordó por qué, por qué escapaba como alma que lleva el diablo, porque aquella sombra no era, como hubiera deseado, la del cochero, con su capote oscuro y su tono franco y algo irreverente, sino una más pálida, blanquecina, y pequeña, muy pequeña. La sombra de una niña. No mayor que Lilie, por todos los santos, y no estaba sola. Poco a poco, como a parpadeos, otras sombras se fueron uniendo a la primera, dándose la mano en mitad del camino. El relente nocturno movía sus largos cabellos sucios y sus camisones llenos de tierra. Y cantaban.
El silencio se había roto. Cantaban. Un canto triste y juguetón, infantil y espeluznante, un canto sobre raíces y reinos subterráneos, sobre túmulos y salones bajo la roca. El cabriolé cargaba hacia ellas, desbocado, el caballo enloquecido. Sullivan se puso en pie en el pescante y aferró con fuerza las riendas.
Pensó en Lilie. En su pequeña Lilie. El caballo metió una pata en un hoyo y el detective pudo oír el chasquido del hueso antes de que el mundo se volviera loco y lo hiciera rodar por la tierra, los arbustos y las piedras hasta más allá del linde del bosque. Alzó la cabeza con esfuerzo, magullado como una rata apaleada en un saco. A unas yardas, una de las ruedas del cabriolé giraba y giraba silbando a la brisa nocturna. La otra estaba reducida a astillas. El animal herido relinchaba presa del dolor, atrapado en un armazón de maderas rotas.
Las siluetas blancas se fueron acercando, sin dejar de cantar, a cada parpadeo. Algunas se detuvieron sobre el caballo, le sonrieron con sus dientes sucios de tierra, acariciaron su piel sudorosa, besaron su sangre. Otras se aproximaron más, más, y más. Al final, Sullivan las vio muy cerca, justo a su lado. No, no hubiera podido atropellarlas, ni siquiera devorado por el pánico atroz que lo había dominado, pero, ahora lo entendía, en realidad no se parecían a su pequeña Lilie.
No, no se parecían en nada.
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