La confesión de Morgan Willett
Ciryl Willett usaba su turno en el hospital para relajarse, dormitando en la silla junto a la cama. Dejar la mente en blanco cada vez le resultaba más fácil, mientras observaba el cuerpo tendido, magro y descolorido, del abuelo moribundo. El anciano había despertado y, tras un momento meditabundo, procedió a dar voz a aquello que había rumiado en silencio:
—Eres mi nieto favorito, lo sabes. Así que creo que eres el más adecuado para compartir este peso que he llevado cincuenta años encima. A ti no te hará daño saberlo y a mí me aliviará materializar lo que he estado pensando innumerables veces, ante un interlocutor imaginario. No quiero llevarme el secreto conmigo.
—¿De qué se trata, abuelo?
—¿Sabes del almacén Benson? ¿De por qué es una ruina?
—Claro. Todos de críos hemos ido por allí alguna vez, solo hasta su frente o, con amigos, a adentrarnos un poco haciéndonos los valientes. Ardió entero hace mucho, cuando ya estaba abandonado.
—¿Y por qué da miedo a los niños?
—Bueno, ya sabes, dicen que un grupo de hippies murieron allí, quemados vivos.
—¿Qué más?
—No sé, que lo usaban de refugio, que con su llegada empezó una oleada de crímenes y desapariciones y que alguien decidió que aquellos forasteros debían tener algo que ver y se tomó la justicia por su mano.
—Muy bien, muy bien. Es todo cierto. Fui yo.
Miró a su abuelo con el lógico gesto de sorpresa, pero el anciano continuo inmutable:
—Sí, Ciryl, yo fui su verdugo, pero ellos no eran inocentes. Voy a contarte mi secreto. Tal vez no llegarás a creerlo, pero te juro que es la pura verdad. Mi mente aún está bien lúcida, ojalá el cuerpo estuviera en tan óptima condición. Abre bien las orejas, porque vas a escuchar la confesión de Morgan Willett, que después morirá en paz.
Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos, continuo:
—Hace medio siglo yo tenía tu edad, y el mundo era muy diferente, sobre todo aquí, en White Plains. Fue dos meses antes de mi vigésimo cumpleaños. Era el verano de 1970 y en las noticias de la tele habíamos tenido nuestra buena ración del juicio contra Charles Manson y su secta de pirados asesinos, unos diablos con cara de niños.
Entonces aparecieron ellos. Una tarde alguien los divisó alrededor de una fogata a la orilla del río Cooley, sentados junto a su furgoneta pintada de colorines. Según los mayores, otro detestable grupo de hippies melenudos y astrosos. Bueno, mientras se quedaran allí y no vinieran a molestar al pueblo todo iría bien.
Yo tenía un buen amigo, conocido desde el parvulario, Bernie Sparks. Recogíamos los rumores y los mascábamos durante nuestros largos paseos por las afueras. Habláramos de lo que habláramos, nuestras conversaciones siempre acababan en el grupo acampado en la orilla del Cooley. Nos pudo la curiosidad y al final decidimos acercarnos a espiarles.
Desde la distancia en que ya no nos atrevimos a avanzar más, parecían, en efecto, un grupito de mendigos greñudos, con cintas en el pelo, flecos en los chalecos y una guitarra, manejada por el que parecía dirigir a los demás, un barbudo alto y fuerte. Nada excesivamente sorprendente, pues, unos hippies de manual. Había dos chicas. Y parecían guapas. Así que continuamos con el acecho, ansiosos de que empezaran con el asunto del amor libre je,je
Pero se limitaron a seguir con sus cancioncillas entre calada y calada de los preceptivos porros. En fin, un poco decepcionante. Al rato, el interés de Bernie pareció trasladarse de ellos a su vehículo:
—Oye, Morgan — me dijo— No veo ninguno con ellos, pero ¿Crees que podrían tener algún perro dentro de la furgoneta?
—¿Un perro?— le contesté— ¿Por qué?
—En la granja de Ewers ha aparecido una res muerta. Está muy enfadado porque las demás se han asustado mucho y no ha podido ordeñarlas. Los perros de por aquí son pacíficos y hace años que no se ven lobos por el condado.
Bernie trabajaba en el taller mecánico de su padre y los apaños en los tractores de los granjeros eran su especialidad. Le dije que seguro que había sido algún perro asilvestrado y que se empezaba a parecer a los mayores, echando la culpa a los forasteros de todo lo malo.
Lo de aproximarme por allí de tarde en tarde, a otear como un condenado apache el fuerte del séptimo de caballería, se convirtió en rutinario. Bernie me seguía cada vez más desganado, hasta que, a la semana o así, fui solo.
Mientras me encontraba tendido entre los matorrales, bajo la línea de árboles que daban sombra al cauce seco que en verano quedaba entre esta y el agua, las ramas se agitaron sobre mi cabeza y una chica casi me cayó encima, sonriente, despreocupada. Dijo llamarse Savanah, me cogió de la mano y me llevó hasta el grupo. El tipo grande y fuerte, el líder, me invitó a sentarme con ellos, charlando y fumando. Les hablé de mí y de White Plains. Jefferson, el líder, me contó a su vez sobre su vida vagabunda en comunidad; la otra chica, Florida, me mostró los abalorios que fabricaban y como la habían mirado mal cuando fue al pueblo a intentar venderlos. No sé si fueron los porros, pero me sentía fascinado con su presencia fuera de lo común, edénica, que diría un reverendo.
También fui yo quien les señaló el almacén abandonado, que estaba a solo un tiro de piedra, como un lugar donde al menos estarían bajo techo.
¿Cómo te lo podría explicar? Se despertó en mí un terrible deseo por Savanah. Cuando no la tenía cerca, me sentía enfermo, así que mi mente no era capaz de apartarse del almacén y mis pies se dirigían hacia allí en cuanto me veía libre de cualquier obligación. Sus amigos me recibían con los brazos abiertos. Jefferson me contó muchas cosas que no recuerdo, pero que poseían una fascinación cuyo eco sí se conserva en mi cerebro. Como polillas revoloteando contra un cristal, las ves al otro lado de la ventana, pero no pueden entrar… Como el brillo de cúpulas de oro en la distancia… la promesa de algo mágico que nunca se llega a alcanzar del todo.
En la penumbra dentro del vestigio fabril, ellos habían tejido un encantamiento en el que yo quería caer, la voz del hombre barbudo atraía mi atención de inmediato, aunque el significado y los temas se hayan evaporado. Bueno, también podría ser un engaño, una falsa impresión que el tiempo ha provocado en mi cabeza…
Ellos mismos eran extraños. La tarde en que Savanah aterrizó ante mí fue como si un hada hubiera caído al mundo terrenal. Era dorada como el luminoso sol veraniego, su pelo, su piel, incluso sus ojos eran del color oscuro de la miel… pero pronto me di cuenta de que los otros compartían ciertos rasgos, el color del cabello y los ojos variaba, pero todos tenían los ojos más bien almendrados y juntos y los dientes grandes… los hombres eran además cejijuntos y más morenos. Una banda de gitanos, llegué a decirme, una de las tribus perdidas de Israel jajaja
El primer revolcón con Savanah fue tremendo. Nada que ver con mi antigua novia del instituto, que demonios. Desde que empezamos a hacer el amor, mi dependencia hacia su contacto aumentó. Estaba tan absorbido, que ni me importó la noticia de la muerte de Ewers y sus vacas, ni el dispositivo de búsqueda para dar con la jauría salvaje que debía haber cometido la matanza, ni los reproches de Bernie por mi amistad con los misteriosos hippies.
Morgan Willet cerró otra vez los ojos, descansando y rememorando a un tiempo. Se acomodó con dificultad. Ciryl quería saber y le animó a continuar:
—¿Qué más, abuelo? ¿Qué más ocurrió?
—Me invitaron a unirme a ellos. A ser otro más. Estaba narcotizado como un sultán por la pipa de kif, las astutas palabras del visir y los encantos de la favorita del harén. Aquella noche me dije, que le den a White Plains entero, conoceré mundo y viajaré con Savanah y sus hermanos, nada ni nadie me lo va a impedir.
Algo muy malo sucedió, sin embargo, porque siempre hay que cobrar un peaje por nuestros sueños más vehementes. Si de las conversaciones con Jefferson solo ha quedado un regusto a misticismo, de esa madrugada regresa siempre a mí una punzada de dolor y el despertar afiebrado y confuso en medio del bosque.
Bernie me dijo que había desaparecido el sheriff. No estaba en su casa, ni en ningún lado; era viudo y su casa la más apartada del pueblo, nadie vio ni oyó nada sospechoso. Sus hijos habían puesto la denuncia esa misma tarde. Mi cabeza solo pensaba en los besos de Savanah y las canciones sin sentido pero reconfortantes de los demás.
Deambulé sin rumbo fijo, a solas, hasta que me descubrí de nuevo camino del almacén. No podía evitarlo. La piel me hormigueaba y tenía mucha sed.
Mi novia se sentó a mi lado, sin que yo la hubiera notado acercarse. Me abrazó y me dijo que pronto se marcharían. Le contesté que no podía acompañarles y ella sonrió; pensé que sus dientes podrían haber sido más pequeños y sus ojos menos animalescos. Me aparté por instinto, fustigado con la repentina idea de que no podía tolerar que me tocara algo no humano.
Savanah me explicó que yo ya era como ellos.
Le pregunté, con un escalofrío, que qué eran.
La mano del abuelo tembló y Ciryl la cubrió con la suya, no debía moverse la vía que tenía clavada, por donde le era suministrada la morfina.
—La chica— Morgan Willett bajó la voz— mientras volvía a dirigirme sin esfuerzo hacia la guarida, me habló de un grupo de seres errantes, muy antiguos, que ya no recordaban sus orígenes, adaptándose a lo largo del tiempo a los cambiantes pueblos que los rodeaban. Igual que Florida había elegido a Jefferson, ella me había escogido a mí para ser su compañero. Su vida se regía por los ciclos lunares y ya se habían demorado allí demasiadas noches, estaban empezando a llamar la atención.
Créeme, por favor, Ciryl… esa noche fue mi iniciación como nuevo miembro, de eso si recuerdo, por desgracia, cada detalle. Eran, eran— el anciano suspiró de manera cansada— mi cuerpo cambió con dolor pero luego todo fue fuerza y ligereza, corriendo por el bosque detrás de los otros. Sabía que íbamos a cazar, todos mis sentidos estaban potenciados y podía escuchar la voz de los demás en mi mente. Jefferson era el jefe de la manada, por supuesto. Algunos rincones despertaban en mí sentimientos de reconocimiento, pero mi humanidad se encontraba aletargada.
—¿Estás hablando de hombres-lobo?
—Sí. Descubrí quienes habían estado matando perros, quienes habían atacado a Ewers y al sheriff y desde los pensamientos de Florida me llegaban imágenes de cuando un par de horas atrás había atacado a una niña que regresaba a casa desde la parada del autobús escolar… riadas de instantes borrosos me asaltaban, ellos, de pueblo en pueblo, huyendo cuando la sangre ya había corrido en abundancia para alimentarlos… aunque en aquel momento no me importaba, solo aumentaban mis ganas de devorar, preso de un hambre feroz.
Una ventana saltó en pedazos, alguien gritó y el líder escapó hacia la espesura con un cuerpo que se retorcía entre sus fauces. Yo quería un trozo, solo un trozo. Y, como los demás, comí con gula, lamiendo la sangre pegada a mi hocico.
El abuelo gimió. Ciryl apretó su mano sobre la suya, intentando confortarlo en su angustia.
—Hijo mío, entonces vi un resto. Algo redondo abandonado a unos pasos. La cabeza de la víctima. Era —sollozo— Bernie. Algo en mis entrañas se partió y rugí, aullé y rabié con ellos siguiéndome entre risotadas alegres.
Me daba asco. Estaba tan enfermo que no pude asistir al funeral de mi amigo— los ojos del anciano estaban húmedos, pero las lágrimas no llegaron a fluir.
—Yo conocía a los asesinos, a los monstruos que vivían entre nosotros. Savanah me había explicado su vida, como caían en letargo durante el novilunio, después de su mayor actividad tras la luna llena. Y tenía que actuar antes de que huyeran.
No habían podido irse todavía por su sueño. Había empezado la luna nueva. Y en el taller mecánico me hice con unos bidones de gasolina.
Mis remordimientos me atormentaron lo indecible por lo de Bernie, por mis vecinos. Estaba aterrado por mi nueva naturaleza, por salir de caza y matar convertido en bestia. Durante la luna llena, esos pensamientos se hacían más fuertes. Estuve hospitalizado porque tuve un accidente, un atropello por mi culpa, crucé sin mirar, delante de mis ojos solo giraban las figuras de aquellos seres con los que había intimado.
Entonces conocí a una enfermera. Ella era tu abuela. Poco a poco, los aullidos se amortiguaron y la flexible figura y los ojos lobunos de Savanah fueron desdibujándose dentro de mí. Las historias y la voz de Jefferson perdieron sentido, y al final, dejé de ver tan a menudo a la manada caníbal cebándose sobre el cuerpo de mi amigo… y yo con ellos.
Siempre he temido que algo en mí de ese contagio hubiera quedado, que pudiera volver. Pero no ha sido así. He sido feliz. Cuando la abuela murió y yo enfermé, supe que no lucharía, quería reunirme con mi esposa. Pero antes, querido Ciryl, quería decir la verdad, no quiero llevarme esto sin haberlo compartido.
—Descansa, abuelo, no fue tu culpa.
Ciryl Willet compartió la paz que pareció relajar al anciano, que cerró los ojos con un suspiro. Su pecho subía y bajaba advirtiendo que el fin todavía no había llegado.
Al rato, llegó su madre y le cedió el turno.
Ciryl salió del vestíbulo al exterior otoñal y aspiró el viento húmedo cuajado de aromas a madera.
Ahora sabía el origen del cambio. Se había saltado una generación. No se resistiría a él. Se sentía flotar mientras cruzaba la calle para entrar en el parque. Ante sus nuevos ojos, la oscuridad absoluta de la noche no era más que una leve penumbra gris, rebosante de emociones. La luna ya casi estaba llena y él tendría mucha hambre.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.