—Se volvió y me miró, juro por lo más divino que nunca antes había visto algo igual —Se mesó el bigote para crear expectación y darse importancia—. Una mirada feroz, sin compasión, sin contemplaciones, sin…
—¡Venga ya! ¡Te lo estás inventando! —Álvaro no reprimió su impaciencia—. Ve a lo que de verdad nos interesa.
—No estoy diciendo nada más que lo que ocurrió, no me culpes de tu incapacidad para ver más allá de tus narices —Se defendió Arturo.
—¡Bah! Eres un charlatán. No viste nada y te estás haciendo el interesante, que te conozco desde hace mucho. Voy a por otro ron, me aburro —Álvaro se levantó del sofá de cuatro plazas dando a las tres acompañantes la posibilidad de liberar sus muslos de la opresión infligida por sus ciento tres kilos.
—¿Y cómo era? —preguntó la rubia de la esquina del sofá—. ¿Da tanto miedo como dicen?
—Bueno… —Acarició los pelos de su barba como si tocara un piano—. Era terrorífico. Pero yo no me asusto fácilmente, ya sabéis…
Unas manos se engarzaron en su cuello desde atrás. Las tres féminas sentadas en el sofá se levantaron en un desorden organizado que les obligó a perder el control de sus extremidades y, en una ola de aspavientos, graznaron asustadas a la vez que hacían lo que podían por mantener el equilibrio sobre sus tacones imposibles. Arturo estaba tan aterrado que también perdió el control, de su esfínter. Las manos apretaban su garganta, impidiendo el tránsito habitual del aire y provocándole una catarsis emocional.
—¡Suéltale, imbécil! —La rubia reaccionó— ¡Álvaro, no tiene gracia!
Álvaro, entre carcajadas, soltó a su presa que cayó al suelo en un vahído exagerado y estudiado.
—¡Pobrecito! —La rubia, la pelirroja y la morena le rodearon en el suelo y se deshicieron en atenciones hacia Arturo, yacente.
—Lárgate, no tenías necesidad de hacerle esto —Amenazó la morena con su índice izquierdo perfectamente acabado en una uña lacada de rojo.
Álvaro recogió su ron de la barra y se fue. Las tres mujeres se disputaron el honor de atender a Arturo. Lo levantaron como a un pelele y lo empujaron hasta el ascensor.
***
—¿Cómo te fue anoche, Arturo? —preguntó la voz de Álvaro desde el otro lado del móvil.
—De miedo. No me las podía quitar de encima. Menudas lobas —La voz pastosa de Arturo se abrió hueco por la fibra óptica hasta llegar a su destino.
—Ya te dije que el truco del “mentecato attaccato” no falla nunca —Álvaro dio gracias mentalmente a la tecnología por el manos libres que le permitía hablar y rascarse el final de la espalda a la vez.
—Gracias, Álvaro, pero te metiste tanto en tu papel que aún tengo tus uñas clavadas en el cuello. Y apretaste con fuerza, mamón, porque debí de perder el conocimiento de verdad; no recuerdo lo que pasó hasta que me desperté a media noche rodeado de esas tres bellezas.
—Perdona… pero… —Álvaro se miró las uñas en un ejercicio de reconocimiento corporal—. Sabes que me muerdo las uñas desde siempre. No te las pude clavar porque no tengo.
—Llevo unos arañazos en la aorta que demuestran lo que digo —Arturo se frotó la zona nominada y un mohín de dolor asomó a su rostro.
—Habrán sido tus “lobas”. ¡Menuda noche has pasado, cabronazo! Me debes una.
—Lo que recuerdo de la noche ha sido tremendo, pero ahora me siento fatal. Me duele todo el cuerpo y… no sé… tengo… como… recuerdos que no son míos… no sé si me entiendes.
—Pues no, pero eso me pasa la mayor parte del tiempo, que no te entiendo. ¿Quieres pasarte por mi consulta y te echo un vistazo?
***
La membrana del estetoscopio no vibró cuando Álvaro intentó captar los sonidos de baja frecuencia provenientes de los pulmones de Arturo.
—Las caras que pones me preocupan más que los dolores que tengo —dijo el paciente.
Álvaro le miró como quien contempla a un espectro y siguió auscultándole.
—Si no me gastara una fortuna en el instrumental diría que esta campana no funciona bien.
—¿Oyes algo raro?
—Ese es el problema, que no oigo nada. O tus pulmones están colapsados o no funcionan como los de un humano.
Una tos carcajeante se escapó por los tubos respiratorios de Arturo.
—Revisaré este aparato. Está claro que me han timado. Háblame de los recuerdos, parecías intranquilo.
—Bah, no es nada. Ocurrió por la mañana, justo antes de hablar contigo. Me venían a la cabeza imágenes extrañas de cosas que nunca he visto ni he hecho. Déjalo, no tiene importancia. Oye, no te ofendas, te agradezco que vinieras a buscarme al hotel pero quiero volver a mi casa y descansar. Me duele mucho todo el cuerpo.
***
—He llamado a Arturo varias veces y no contesta. ¿Le has visto recientemente? —Álvaro se ajustó la corbata de seda salvaje cuya punta ondeaba sobre su prominente barriga.
—No. Ya sabes cómo es mi hermano, o se prodiga en visitas o no aparece en días —contestó Sibila mientras recogía las hojas del jardín con un rastrillo. Miró la panza de su marido y sonrió.
—Vino a mi consulta hace una semana y quería comentarle algo —Dio un paso en la dirección de Sibila, sorteó el rastrillo que volvía cargado de hojas y, con la habilidad de un bailarín de ballet, se colocó justo detrás de ella—. Podría ser importante.
—Me estás asustando —Sibila dio un respingo al oír la voz de Álvaro en su pabellón auditivo derecho.
—No era mi intención.
Álvaro, con la gracilidad de una gacela, apareció frente a ella, lo que obligó a Sibila a virar la dirección de la horqueta a fin de no arañarle los zapatos de piel de alce.
—Al principio, creí que era un problema técnico; he comprobado el aparato y funciona bien. Creo que Arturo tiene una patología grave y es urgente encontrarle cuanto antes.
—Ahora que lo dices —Sibila plantó el tridente y se apoyó en él como si sobre el alféizar de una ventana se encontrara—, la última vez que hablamos se quejaba de dolores en las articulaciones y dijo que tenía problemas para dormir. Por supuesto, no le hice caso, su vida es tan licenciosa que bien podría ser gripe o sífilis.
—Me acercaré a su casa.
El móvil de Álvaro sonó. En una sucesión encadenada de movimientos miró a Sibila, sonrió y se disculpó con un gesto. Se giró y contestó.
***
—Disculpe la urgencia de la llamada, Doctor Queo, la plantilla está en huelga y era necesario un forense con premura —La mano del inspector de la policía científica salió al encuentro de la mano de Álvaro para fundirse en un afectuoso saludo que denotaba cierta confianza.
—Enséñeme el cuerpo, he dejado un asunto importante sin atender por venir aquí y quisiera efectuarlo antes de acabar el día —Álvaro, cual felino, desplegó sus dedos enfundados en los guantes de látex, se colocó la mascarilla y colgó de su cuello un delantal negro de silicona que no pudo atar alrededor de su torso debido a una falta de acuerdo entre el contorno de su cintura y la estandarización de las tallas.
En medio de un amasijo de vísceras e intestinos, encontró un brazo cercenado y retorcido en un ángulo imposible, tres fémures despedazados con restos de carne pútrida que un día formaron parte de sus respectivas piernas, y una cabeza con cabello rubio cuyas raíces póstumas delataban que era tintado. Alrededor del conjunto, trozos de carne putrefacta desperdigados, despedidos desde el epicentro en un movimiento circular, prendas de ropas rasgadas y sangrientas, y pisadas marcadas en el suelo que denotaban una lucha feroz por la supervivencia.
—¿Doctor Queo? —invocó el inspector en un intento de sacar al aludido de su ensimismamiento.
—Sí, sí —Álvaro observaba aterrado el lugar del crimen.
—Como le iba diciendo —Continuó el inspector con denodada impavidez—, al menos eran dos mujeres, pues tres piernas… ya me entiende… Por el tipo de heridas creemos que han sido varias bestias, pues una sola no hubiera comido tanto. Sabremos quiénes son en cuanto enviemos las muestras al laboratorio. Este escenario es único, nunca había visto algo así. Bien, doctor Queo, le dejo hacer su trabajo para seguir nosotros con el nuestro cuanto antes. Por cierto, entre los restos encontramos una tarjeta de habitación de hotel y una alianza de oro.
—Inhumano —murmuró cuando el inspector estuvo tan lejos como para no oírle. Se acercó al cúmulo de entrañas para observar mejor la única extremidad superior hallada en aquel infierno. El ataque y posterior deterioro del cadáver no habían estropeado la manicura ejecutada en rojo sangre de la mano de la víctima. Álvaro reconoció el dedo acusador que días antes le había “invitado” a irse del hall del hotel donde Arturo y él habían hecho una pamema para engañar a las únicas tres chicas sentadas en la barra. Hizo un esfuerzo por recordar y en su imagen mental apareció la cara de la chica que le amenazaba con el dedo y su pelo era… negro. Con mucho cuidado se movió por el escenario para no contaminar y observó con detenimiento la cabeza arrancada de su sitio. Los bordes del cuello presentaban signos de haber sido mordisqueados.
—Doctor Queo —dijo el inspector a sus espaldas—, espero su informe con ansiedad, un caso como éste no se ve todos los días. Ahora necesitamos seguir con nuestro trabajo. Enviaremos estos despojos a nuestro laboratorio, allí podrá solazarse escudriñando en ellos.
Álvaro Queo se quitó el delantal, la mascarilla y los guantes. Dio media vuelta y se fue hacia su coche. Unos metros antes de llegar se dobló en dos y vomitó.
***
La casa de Arturo estaba vacía, fría. Una docena de cartas al otro lado de la puerta de entrada, el jardín lleno de hojas amarillas, las persianas bajadas en las ventanas de la primera planta. Dos botellas de cerveza vacías sobre la mesa del salón.
—Arturo no llegó a irse a su casa el día que estuvo en mi consulta —murmuró Álvaro—. Está tal cual la dejamos cuando estuve comiendo con él antes de ir al congreso de médicos. Arturo, coño, ¿dónde te has metido?
Sacó el teléfono móvil y marcó el teléfono de emergencias. Al tercer pitido colgó. Pensó mentalmente qué iba a decir. Lo ensayó un par de veces y volvió a marcar. Tres pitidos. Colgó de nuevo. Cómo explicarle a la policía que su amigo Arturo había desaparecido después de atenderle en su consulta; que siendo forense suplente había diseccionado, ya no los cadáveres, sino los pedazos de dos de las tres mujeres con las que Arturo había pasado una noche y que, según las larvas halladas en el escenario del crimen, había sido la última noche de las chicas, la rubia y la morena para más detalle. Que la tarjeta de hotel encontrada se correspondía con la habitación que Arturo había ocupado, era un dato circunstancial que podía obviar. Pero que la alianza que había entre los restos de entrañas era igual a la que él mismo tenía, podía ser preocupante. El anillo sólo podía ser de Sibila. ¿Por qué lo tenía una de las víctimas? ¿Y si Sibila…?
Salió apresuradamente de casa de Arturo, se metió en el coche y condujo hasta su casa. Dejó el auto en medio de la calzada para no perder tiempo. Casi no acertó a introducir la llave en la cerradura y de un empujón abrió la puerta. La luz del salón estaba encendida. Oyó risas. Respiró tranquilo. La risa inconfundible de Sibila y otra voz que no se le hacía desconocida. Entró.
—Álvaro, ¿a qué vienen esas prisas? —Sibila se levantó del sofá y se acercó para darle un beso—. Te presento a nuestra nueva vecina, se llama Sara. Ha venido a presentarse y a conocernos.
Álvaro recordó su cara, su cuerpo, sus gritos. Era la pelirroja del trío de la barra. No parecía afectada por la pérdida de sus dos amigas.
—Arturo no está en casa —dijo con voz queda.
Sara se removió en el sofá. Se levantó y recogió su abrigo y su bolso para marcharse. Álvaro apartó a Sibila a un lado y enganchó a Sara del antebrazo impidiendo que saliera.
—¿Dónde está Arturo? ¿Qué has hecho con él? ¿Te has enterado de lo que les pasó a tus amiguitas?
—¡Álvaro! ¡Suelta a mi invitada inmediatamente!
—¡Suéltame! —gritó Sara y se revolvió para desasirse de la tenaza—. No son mis amigas, era la primera vez que las veía y la última. Y no sé dónde está Arturo. Me fui en cuanto lo subimos a su habitación. Siento que estés preocupado por él, pero no sé nada. Suéltame.
Álvaro aflojó la presión, la soltó y se disculpó. Sara se recompuso. Sibila la acompañó a la puerta y la cerró de golpe en cuanto Sara salió a la calle.
—¿Puedes explicarme a qué ha venido eso? —preguntó malhumorada.
—Arturo no se fue a casa. El día que vino a mi consulta me dijo que había estado con las tres. Sara era una de ellas. Las otras dos…—Tomó aire para seguir relatando—. ¿Recuerdas que me llamaron esta mañana mientras hablaba contigo en el jardín? Eran los de la científica para pedirme que hiciera una autopsia. Se trataba de las otras dos. Fueron despedazadas por unas bestias salvajes.
—¿De qué me estás hablando? No entiendo nada, que si Sara era una, que si había dos, que si Arturo estuvo con las tres...
Álvaro pasó a relatar a su mujer lo ocurrido desde la noche del congreso de médicos. Sibila escuchaba con interés mientras daba vueltas a la alianza que llevaba puesta en su anular derecho.
***
—Han dicho en las noticias locales que un hombre lobo anda suelto en el vecindario y ha asesinado a varias jóvenes. Están formando patrullas de vigilancia y llevan armas con munición de plata —dijo Arturo.
—Entonces esta noche tampoco salimos de casa —contestó la pelirroja abrazándole desde la espalda.
—¿Quién necesita salir pudiendo gozar con una loba como tú? —Con un rápido movimiento se giró y la tomó entre sus brazos para besarla—. Bendita la noche en que te conocí en ese hotel.
—¡Pero si ni siquiera te fijaste en mí! —contestó ella entre risas a la par que le daba un empujón juguetón—. Sólo tenías ojos para la rubia de bote. Y para colmo te montaste un trío con ella y la morena.
—¿Por eso te fuiste? —Arturo agarró su talle y la atrajo hacia sí—. ¿Porque me querías para ti sola? Haberlo dicho.
—Algún día tendrás que salir de mi casa —Le contestó ella entre caricias—. No me gustó mentir a tu hermana diciendo que no sabía dónde estabas.
—Ya la llamé y sabe que estoy bien. No tengo que dar explicaciones a nadie.
—¿Cómo que no? Pues yo quiero que me expliques unas cosas…—dijo la pelirroja mientras desabrochaba la bragueta de su pantalón.
***
—¿Por qué me encadenas? —Álvaro lloriqueaba y tiraba de los grilletes. Sibila cerró con llave la puerta de la celda que había construido en el sótano de su casa. Se sentó enfrente, en una silla y le observó.
—Esta noche hay luna llena. Te quiero demasiado para permitir que te hagan daño. Mañana te soltaré. Me cuesta mucho trabajo deshacerme de los cadáveres que dejas en tu camino y ahora con las patrullas es casi imposible que no te vean.
—¿Yo hice…? —Álvaro resbaló hasta el suelo entre sollozos.
—Tú, no, Álvaro. Tú no fuiste. Fue el lobo.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.