La perdieron los celos. Harta de esas desapariciones envueltas en excusas vagas, lo siguió. Había establecido la frecuencia en que se repetían esas fugas, con una periodicidad que alimentó su desconfianza. La típica amante que tiene sólo ciertas noches libres, una mujer asada o con una profesión que le brindaba pocos días de descanso. En sus ausencias, el hombre no respondía mensajes ni posteaba siquiera una frase en las redes sociales desde que se ocultaba el sol hasta el mediodía siguiente. Argumentaba que dormía en sitios sin cobertura, sin entrar en detalles sobre esos sitios, como si fuera un espía de la CIA. Supuso lo obvio, desconectaba el celular para no cometer errores que lo dejaran en evidencia, sin perder el tiempo lucubrando sobre habitaciones en sótanos o instaladas a gran altura. Tampoco se refería a sus acciones en esos días, cuando retomaba el contacto; se limitaba a afirmar que había salido todo bien y que era demasiado monótono para hablar de eso. Digamos que, a su entender y el de su grupo de doce amigas íntimas, su novio completaba todos y cada uno de los indicadores de infidelidad que se exponían en las revistas femeninas. ¿Cómo seguir confiando en sus promesas y juramentos?
Llegó el punto en que la incertidumbre la superó, impidiéndole concentrarse en su trabajo, negándole la reparación de un sueño reposado. Comprendió que no podía continuar en ese estado sin resentir su salud, física y mental. Anticipando la fecha de la siguiente escapada, se preparó en secreto, sin siquiera comentar su plan a las compañeras de gimnasio. Aceptó como chica sumisa que esos días no se verían, dadas las inciertas ocupaciones a las que se refirió el hombre que se negaba a iniciar una vida en común. Dos años de relación, jurándose amor todas las noches, para apartarse por las mañanas y regresar a su vida sin ella, ¿qué sentido tenía? ¿Cuánto más precisaba para estar seguro de sus sentimientos? Una vez arguyó que, como viajante, debía dejarla sola por varios días y esa idea no la convencía, ¿y qué hacía cada vez que se tomaba esos días libres?, ¿le dejaba un suplente para que la cuide? Se guardó los reparos y lo despidió como quien despide a un soldado que va a la guerra, diciéndole que se cuidara, que no se olvidara de ella.
Acabada la jornada de trabajo, en la cual recibió un par de mensajes cariñosos –era cariñoso, dulce, compañero, ¿por qué si no continuaría a su lado?–, en vez de dedicarse a sus actividades habituales, se instaló en un bar desde el que divisaba el edificio donde moraba su novio. Como correspondía a una joven muy al tanto de su apariencia, escogió un vestuario adecuado para la misión secreta. Calzas y remera negra, manga larga, un gorro negro y gafas de sol; cargaba una mochila pequeña, negra también. La idea era obvia, disimular su presencia en las sombras nocturnas, en estos tiempos ya no extraña que la gente circule con gafas oscuras en plena noche. Comenzó su vigilancia al atardecer, poco después de las siete, pidiéndose un cortado, en una mesa junto a la vidriera. Soportó bien el período de espera, quizá porque no fue tan extenso.
El galán abandonó el edificio cerca de las ocho, cuando el ocaso desplegaba sus colores detrás de los edificios, pintando las hojas de los árboles del parque en tonos rosados. Iba con ropa suelta, bermudas un tanto deshilachadas y camisa cuya tela había perdido el color original. La sorprendió. En parte porque era muy cuidadoso en el vestir, pero sobre todo porque ese atuendo desprolijo y ajado no se correspondía con el de un hombre que concurre a una cita romántica. La actitud misma distaba de la que esperaba; no vio en él buen humor o entusiasmo, ni siquiera la ansiedad con que se acude a ciertos encuentros. Por el contrario, su andar, sus hombros encorvados, eran propios de un hombre dirigiéndose a cumplir una obligación desagradable. Aún así, no la convenció. Disimula muy bien, se dijo, para no despertar sospechas entre sus vecinos; no era fontanero ni destapaba pozos sépticos ni cortaba el césped, únicos trabajos que se le ocurrieron adecuados a esos harapos que se había puesto encima. Pagó su consumo, guardó las gafas de sol en la mochila –no por disimulo sino porque había comenzado a ver poco– y marchó tras él, utilizando las sombras como escondite.
La posibilidad de ser víctima de un seguimiento no estaba entre las previsiones del hombre; caminaba sin volver la cabeza, la vista al frente, con ritmo sostenido. Eludió las calles más transitadas, se acercó a la zona del basural en teoría desactivado pero en la realidad tan usado como antes de la construcción de la planta de tratamiento de residuos en las afueras de la ciudad. Ella dudó, se hablaba de extraños crímenes rituales en las cercanías, con desgarramiento de vísceras y amputaciones de miembros. Comentarios, los periodistas no se internaban en esas callejuelas malolientes, cuyos habitantes la mayoría de las veces no estaban siquiera registrados en los padrones. La zona se asemejaba a las poblaciones bombardeadas en una guerra, donde se adosaban construcciones en cartón y chapas a las paredes que habían resistido. El hombre se perdió tras una casa con media pared en pie, rodeada de escombros cuyo aspecto asustaba en la penumbra. Prefirió el riesgo a la duda y encaró resuelta por entre bloques de ladrillos y hierros retorcidos, cuidando no cortarse o doblarse los tobillos.
Tras la pared, vio más herrumbre y mampostería caída, pero ningún rastro de su novio. En su mochila tenía varias cosas, pero no una linterna. Maldijo su equivocación. Era noche de luna llena pero las nubes impedían siquiera el reflejo de una sola estrella. Más allá de la pared en estado preocupante, observó una luz. Desde su lugar no podía distinguir la fuente que la producía. Vacilante luz. Apostó por un fuego o una lámpara a kerosene. Su curiosidad aumentó, ¿qué hacía su hombre en ese paraje desolado y peligroso, disfrazado de mendigo veraniego? Se dirigió a la luz, con lentitud, eludiendo puntas salientes y huecos que aparecían sin aviso. A punto de llegar, saltó desde el espacio oculto a sus ojos, una figura inconcebible. La silueta de un hombre muy peludo, hasta que llegaba a su cabeza, una gigantesca cabeza de lobo, los colmillos emergiendo de sus fauces abiertas, los ojos brillosos, un mar de baba colgando hasta su cuello. La bestia, sobre dos patas, estaba de perfil; la línea de cabellos largos continuaba en la espalda. Descubrió que el dorso acababa en una cola, larga. Una cola que de pronto se erizó, como un sabueso apuntando a la presa.
Inmóvil, vio que el engendro se volvía hacia ella. Sólo advirtió un rasgo en su cara, además de los dientes blancos y afilados. Los ojos encendidos eran verdes. La bestia no rugió ni efectuó ningún amago. Dio un salto, clavó sus dientes en el cuello y le arrancó la cabeza, sin permitirle que tomara nota de otras particularidades. Después, rasgó su abdomen y comenzó a tomar de ahí su alimento. El cuerpo apareció a la mañana siguiente, sin órganos internos; la cabeza, intacta, a pocos pasos. Esta vez, la policía no pudo ocultar el suceso, Magdalena era hija de un funcionario importante. La noticia atravesó el mismo océano, sin llegar sin embargo a un habitante que moraba a pocas cuadras de su domicilio.
Seis días después de la muerte de Magdalena, sus padres encaraban la penosa tarea de limpiar el departamento. Una tarea lenta, a cada paso surgía una disyuntiva, qué guardarse como recuerdo y qué donar a alguna institución de caridad. Sonó el timbre. Recibieron con alivio la interrupción, aunque las pausas no lograran más que prolongar su triste deber. Reconocieron al novio apenas abrieron. El joven acudía sonriente, con un ramo de rosas en alto. La madre no pudo reprimir el acceso de las lágrimas; fue el padre quien le comunicó el funesto suceso. El muchacho enmudeció ante la noticia, dejó caer las rosas y abandonó corriendo el departamento. Los suegros no reaccionaron, incapaces de comprender la actitud del muchacho, hundidos como estaban en su propio dolor. Pero tampoco se sorprendieron mucho cuando al día siguiente la policía encontró al joven ahorcado en su habitación; “los chicos se querían mucho”, declararon a unos periodistas muy felices por la morbosa historia.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.