He bajado al valle y me he encontrado el pueblo tomado por los perros. Nuestros buenos canes, en otro tiempo tan mansos, se han asilvestrado, ahora recorren las calles como una banda de alborotadores. Con todo, me ha hecho gracia: el mejor amigo del hombre por fin se ha rebelado, ya no reconoce sus voces de mando. Un pequeño macarra me ha mordido en el pie y se ha destrozado los colmillos, otro con algo de lobo me ha saltado al cuello, lo he enviado a un jardín por encima de un seto de dos metros. Me han perseguido sin tregua, subidos al pilón, a los cubos de basura, desencajados y estrepitosos. A fuerza de patadas he entrado en mi casa, pero en el recibidor me ha enfrentado un jabalí, un colérico padre de familia que salía al encuentro del intruso; he esperado a que embistiera, tensos los músculos: ha rebotado como si hubiera arremetido contra una columna de hormigón. Y en el dormitorio me he encontrado con un hermoso zorro, acostado en la cama sobre un camisón; en la almohada, un cepillo para el pelo, como si el animal se hubiera peinado con él la piel lustrosa. Aun a esa distancia, desde la puerta, he detectado, conservado en la ropa, el olor a hembra perfumada de mi mujer.
He salido del pueblo, acosado por la marea de perros y gatos, con la idea de que se habían invertido las cosas: las fieras moran ahora en las habitaciones de los hombres, los humanos vivimos en el monte, los que quedamos.
He vagado inquieto hasta que se ha hecho de noche, y después también; para ver me basta y me sobra la poca luz que hay, ninguna de hecho, es noche cerrada, aunque no para mí.
Después de muchos días de errar por la montaña sin encontrarme con nadie, ni hombre ni bestia, he descendido hoy hasta la gran fisura, al oeste, donde la Tierra se ha fracturado como un plato. En la falla, cuerpos y cuerpos y cuerpos, los cadáveres llenan casi por completo la grieta; todos los que huyeron del fuego aquí cayeron. He salvado el desnivel de metro y pico, y durante un rato, de pie sobre los hombros de los muertos, me he entregado a la tarea de buscar a mi mujer, he vuelto rostros, apartado brazos y piernas, convulso por las arcadas y sollozos; podía sentirla en algún lugar abajo, muy abajo, enterrada bajo la montaña de cuerpos, mi dulce y podrida Blanca.
Otra vez en el monte. Solo. Me cuesta creer que, aparte de mí, no hubiera nadie que desobedeciera la orden de evacuación, que en mis vagabundeos no me haya encontrado siquiera con un animal; no es posible que el hambre haya forzado a todos a bajar al pueblo.
Desconozco el tiempo exacto que llevo aquí arriba. Al principio llevaba la cuenta de los días, que marcaba con un palito en el suelo, pero una lluvia de barro caliente se llevó por delante el registro junto con mi choza.
No sé el día en el que vivo, pero sé en todo momento la hora precisa. Un dato cierto en medio de la desintegración. Me consuelo. Soy un necio.
Tomo la libreta, quiero dar cuenta de lo que pasa. Al cabo la dejo caer como otras veces; en esta hoja, como en las demás, solo garabatos de impotencia.
Hará cinco o seis lunas descubrí en la montaña la cueva que me cobija. Sobre su entrada, una peña que la oculta en parte con su sombra sonríe con la boca torcida. Hay que entrar agachado y, una vez dentro, si te quedas de pie inclinar la cabeza si no quieres raspártela en el paladar estriado del techo. A cambio recubre el suelo una arena fina color galleta. Sobre ella, entre un puñado de vértebras y falanges, se encontraba una vestimenta tosca de piel de lobo, una especie de chaleco deslustrado, maloliente pero abrigado. Ese mismo día me arropé con él cuando, convencido al fin de que la cueva no tenía dueño, me decidí a pasar en ella el resto de la noche. Ya no me lo quité.
Pues bien, el chaleco se ha pegado a mi piel. Pegado, soy incapaz de quitármelo. Más que eso, el cuero se ha fundido con la carne hasta tal punto que el pelo, mezclado con mi vello rubio, parece mío. Miro y no lo creo, con estupor paso la mano por la pelambre de mi hombro.
Pienso en ello mientras mastico un puñado de hojas de encina, cercado por pequeñas cortinas de humo que avanzan por la parte del fuego extinto. Ya las tolero bastante bien, las hojas; a estas alturas lo digiero casi todo: hierba, corteza, tierra, ceniza. Incluso me comí tiempo atrás mi pañuelo de tela, por probar, ya apenas vomito. De vez en cuando hasta me como alguna china; pienso que debo alimentarme de cosas duras, hacerme fuerte, duro por dentro, una tripa de piedra. Como, como sin parar, igual que los elefantes. Al principio yo era un blando, todo se me rompía, los dientes, la piel: papel de fumar. Luego un día tuve que sacarme una muela, a lo bruto, darme de pedradas en el carrillo hinchado. Aprendí la lección: si te duele un dedo rómpete los nudillos contra un árbol; esa es la idea, más o menos.
En fin, de una forma que se me escapa, tal vez por medio del sudor o de otra sustancia segregada, mi epidermis ha disuelto la piel del chaleco y la ha incorporado a su composición, al tiempo que ha inyectado nueva vida en los bulbos pilosos de lobo. Sin la menor duda, la finalidad de esto es obtener una piel resistente y protegida que sustituya a la vieja epidermis vulnerable. En definitiva, medidas urgentes de conservación, fórmulas desesperadas de supervivencia, ahora que soy al parecer uno de los últimos representantes de mi especie.
Soy consciente de lo extravagante de mi tesis, incluso admito que como parte o consecuencia de mi transformación el pensamiento irracional pueda haberse visto potenciado; pero no se me ocurre otra, y alguna explicación tiene que haber, lo contrario sería admitir que el chaleco es una prenda mágica que me ha convertido en lobo.
En cualquier caso, los cambios no se limitan al exterior, donde la cobertura de pelo se prolonga hasta el vientre, y por extensión, aunque en menor medida, recubre también las extremidades. Aparte de velludos, brazos y piernas se han vuelto gruesos y musculosos en extremo, en contraste con mi complexión anterior; demuestran agilidad, constancia y fuerza extraordinaria. Con mi brazo bueno soy capaz de partir de un golpe un árbol mediano, con la izquierda puedo desmenuzar un canto. Tampoco los pies son los mismos y bajo el boscaje del vientre sobresale un palo tremendo. Ignoro si mi rostro se ha modificado más allá de la barba que lo recubre, pero es evidente que los sentidos se han desarrollado. De nuevo el objeto de esta metamorfosis es claro: sobrevivir. ¿Y estoy yo ahora en mejores condiciones de hacerlo que un hombre corriente? Sin duda.
La luna está próxima, mi piel lo sabe. En efecto, luego de un instante en el que veo desde la cueva correr ladera abajo a un arbolillo, el disco flota durante un momento ante la entrada como el ojo de un reptil que inspeccionara la madriguera. Me dispongo a incorporarme cuando detiene el movimiento una punzada de lucidez. Nada tiene sentido, la sinrazón ha tomado el mando de mi cerebro. Me dejo caer para encogerme de horror, de asco. Mi desnudez, que la luz cubre con su lepra, me repugna. Afuera se suceden chasquidos, hay un vaivén de ramas filosas. El mundo en su intemperie es un hueco restallante.
El viento se ha posado; tras comprobar cómo anoche se dedicó a estrujar el monte, me decido a ascender hasta la cumbre bajo el cielo tirante. De vuelta sobre mis pasos observo con extrañeza en un nevero mis huellas de humano, mis huellas de cánido. Prosigo y mi sombra me precede como un lobo jiboso. En el azul se marca ya la luna, una clavícula de niña.
El rigor del invierno me afecta muy poco; conforme la estación avanza y el frío se recrudece se espesa también mi pelaje, que ha recuperado el lustre. Por otra parte, el reloj, como el resto de mis cosas, se ha perdido, no está en la madriguera. Lo más fácil es pensar que mi muñeca terminara por reventar el cierre y que se extraviase, pero tampoco descarto que mi piel haya por fin asimilado el metal para, como hiciera con las fibras naturales, añadirlo a su estructura. Prueba de ello sería el viso azulado que ha tomado mi antebrazo.
Mi pensamiento se vuelve perezoso, débil como un animal enfermo, intermitente. Pasan los días sin que en la cabeza tenga otra cosa que un vacío luminoso. Me limito a responder a los estímulos inmediatos con acciones básicas, emociones simples. La visión de una oveja que se convulsiona junto a mí me deja indiferente, ni siquiera siento asombro ante su rostro de libélula. El crujido de su tráquea entre mis mandíbulas me sobresalta.
Con el buen tiempo ha regresado al monte cierta clase de vida animal hipertrofiada, anómala, y en número apreciable. Mi dieta ha pasado a basarse en la carne, carne cruda pues a pesar de mis esfuerzos no he sido capaz de encender fuego. En mi persecución de un jabalí, que ha resultado ser otra cosa, tal vez una rata, he alcanzado la otra vertiente, la cara norte. En ella la presencia de un bosque que se conserva intacto me ha tentado a emprender el descenso.
Penetro en el bosque y reencuentor el abrazo de la espesura, una vieja amante que aprieta mis flancos. El gozo hace que patee la broza, que eche a correr entre zarzas. Al cabo me detengo, he detectado un rastro que es tan fuerte que marea. Lo sigo, al paso, al trote. Enseguida trunca el avance un chasquido que mi piel recuerda demasiado bien. Me tambaleo, una sierpe de hierro me ha mordido en el pie. Con sensación de pánico arrastro el cepo un largo trecho detrás de mí, antes de detenerme y arrancar de mi carne la boca de dientes oxidados. De vuelta en la cueva, aplico sobre la mordedura un emplasto de tierra y saliva. Me siento desdichado. Devoro una pata de cerdo. Al poco me tumba el sopor. Sueño con una luna rodante que, de bote en bote, como un balón, atraviesa un escorial. Cuando despierto, la herida ha encarnado.
El bosque oculta a una mujer, mi olfato no puede engañarme. Basta con que detecte en una carroña un átomo de su fragancia para que sienta en el cuerpo un dolor urgente. Hay además otros rastros que ha dejado: restos de fogatas, porque ella al contrario que yo aún es capaz de hacer fuego, huellas de pies y manos, un montoncito de tiras traslúcidas que he tomado por piel desechada. El bosque oculta a una mujer que sin embargo me evita, se esconde, ignora mi llamada.
Con tranquila desesperación remuevo las cenizas de una fogata apagada hasta que consigo abrir una garganta roja en el manto espeso, introduzco luego en ella una ramita que al cabo prende como un fósforo. Observo la llama, su pequeño pico oscilante que cava en lo oscuro una oquedad viva. Acerco la lumbre a la maleza. Por encima de la fronda, la luna asciende como la moneda que un suicida lanza al aire.
El bosque arde una noche, un día. La caza, espantada, pasa a mi lado, la creación de un lunático; un ciervo gigante que viste una armadura de cuerno por poco no me derriba. Salen todos, la última ella.
Después de una transformación aún más radical que la mía la mujer se ha convertido en una preciosa hija de perra, el pelo rojo la ciñe desde las orejas hasta la rabadilla. De veras que lucía hermosa sobre el fondo de la arboleda en llamas. Ha sido verme y evaporarse todo rastro de temor. Me ha mirado con curiosidad primero, aprecio después. Aun así ha arrugado el morro cuando le he tocado un pecho, redondo y peludo como un coco. La he tomado por la nuca, pero es obvio que ha olvidado lo que es un beso porque de un mordisco me ha arrancado la boca. De inmediato se ha dado la vuelta y me ha dado el culo. Solo entonces he reconocido a Greta, la panadera, en otro tiempo pecosa y dulce, antes como después pelirroja, siempre con un collar de perro alrededor del cuello. ¡Pero qué maneras gasta ahora! Nada más vaciarme me he salido y escapado a la carrera: temí morir despedazado.
Me mantengo a distancia, es imposible entenderse con ella, ha perdido el habla, el habla articulada, su conversación ha descendido al monosílabo, más aún, al gruñido. Solo nos juntamos para follar como bestias y rompernos la cara. Recibo golpes por todos lados y en cada ocasión pierdo uñas y dientes. Temo que acabe conmigo en cuanto se asegure la descendencia. O encuentre un macho mejor. Es posible que esto último termine por suceder; recién he descubierto un rastro temible: cinco o seis encinas arrancadas de cuajo. No he podido evitar acordarme de King Kong.
Le he visto, me ha olido, solo resta la huida. Un árbol de metal cargado de músculos como panes con la altura de una torreta eléctrica. Bajo la frente de acero corrugado sus ojos iracundos son los ojos de Germán, el herrero.
En mi carrera, maleza y matorral retroceden aterrados. Cobro ventaja. No es suficiente. No es suficiente. Mi perseguidor me alcanza de un salto formidable. Es el terror de la carne traspasada, del hueso que chilla removido, bajo la furia del aliento del contrario. Me arrastro sobre un manto de dolor, lana empapada en sangre, estremecida. Mi enemigo no acaba conmigo, se conforma con herirme de gravedad para darme tiempo a masticar el terrón duro de mi muerte.
Llueve con mansedumbre sobre la Tierra exhausta. En mi garganta las gotas saben a ceniza. Mojo en sangre aguada un palito con el que marco en el terreno trazos desiguales; es la caligrafía de un moribundo. La lluvia lava mis heridas, mis últimas palabras.
Me he quedado frío, al mismo tiempo ardo como un abrojo. Con un fogonazo mis ojos se funden, el bosque, solo un espectro, retrocede. Un largo gemido me recorre. Las fuerzas, el ánimo me abandonan; también el lenguaje escapa por último con la voluta de mi aliento.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.