Berserkers
Él había oído sobre ellos, pero ahora que los había visto en acción, sabía que rumores y habladurías de campamento se quedaban cortos en cuanto a su aspecto y naturaleza. Docenas de gargantas aullando golpeaban el campo de batalla como un único rugido ebrio de furor, cuyo eco todavía le taladraba los oídos provocándole temblores.
La vista había sido afectada incluso más que la audición. Quinto Aulo cubrió su rostro con una mano; a pesar de mantener los ojos cerrados, era incapaz de ahuyentar de su mente la imagen de aquellos semblantes feroces, de ceños fruncidos sobre ojos muy abiertos brillantes de ira y labios retraídos mostrando dientes apretados, soltando espumarajos que humedecían sus barbas.
Quinto Aulo lamentó el día que llegó para atravesar la frontera y verse inmerso en aquella región fría e inhóspita de inmensos bosques y pantanos, donde sus habitantes eran igual de duros y despiadados. No había allí amplios campos roturados y prados donde pastar el pacífico ganado, amenas villas y empedradas vías… desconocidas eran las ciudades con sus monumentos, bullicio y distracciones. Allí lo único que había eran inmensas selvas de ramas retorcidas, amenazando con su desmesura a las pobres chozas levantadas en medio de calveros abiertos sobre terrenos abruptos.
Maldijo para sus adentros la idea de sus superiores de ordenar una acción rápida y contundente como castigo a las correrías, a la búsqueda de pillaje, que habían lanzado las tribus del otro lado del río sobre la orilla contraria. El castigo ejemplarizante no lo había sido en absoluto. El águila de dorado metal sobre la cartela imperial, había sido derribada ante el estandarte cornudo con sus tiras anudadas. Los legionarios acorazados que seguían a la primera, habían sido vencidos por los guerreros vestidos con pellejos lobunos precedidos por el segundo.
El único consuelo que encontraba Quinto Aulo en la derrota era que esta solo había sucedido después de unos inicios prometedores para los romanos. Llevaban las de ganar y ya parecía adivinarse el fin de la escaramuza cuando el retroceso de los bárbaros se detuvo al sonido de un cuerno que se aproximaba. Poco tiempo ignorarían que era el heraldo del terror, anunciando la llegada de los perros rabiosos.
El conocimiento de su existencia había despertado su curiosidad, pero no esperaba ni deseaba encontrárselos. El destino, casi siempre cruel con los mortales, parecía tenerle reservada tan desagradable sorpresa. Sus compañeros que recomponían filas tras perseguir a los que huían, endurecieron sus expresiones, murmurando el nombre fatal para mencionar a los que venían: guerreros lobos, imbuidos del furor germánico.
Su buen compañero Venancio, que casi había ejercido de tutor para el novato desde su llegada al campamento, se aproximó hasta arrimar hombros. Estaba pálido. Le advirtió que la única salida sería poner tierra de por medio, mantener la distancia, porque aquellas alimañas, en su delirio irracional y sanguinario, atacaban todo lo que se movía, lo mismo amigos que enemigos.
Acompañando sus palabras, veía Quinto Aulo su confirmación al contemplar como los bárbaros se apartaban veloces de los que arribaban, despejando un camino hacia el frente por el que avanzaban en tropel los ceñidos solo de pieles, blandiendo hachas y espadas a diestro y siniestro.
Mientras empezaban también a dar unos pasos atrás, Venancio le dio un codazo al tiempo que señalaba a su izquierda. En la loma cercana, a la entrada de un vasto robledal, una figura de blanco observaba. Seguro se trataba del druida que había preparado el filtro de beleño y negras raíces que aumentaba su locura hasta el paroxismo. Su amigo le dijo que era inútil intentar el enfrentamiento, pues no sentían el dolor de las heridas y hasta que el efecto empezaba a pasar, matarlos era el único freno contra ellos. Y eso era casi imposible, pues eran incansables en su esfuerzo de cercenar y decapitar a todo el que entrara en su radio de acción.
Un miedo gélido se apoderó de su cuerpo cuando reparó en que ya los tenían encima. Todos corrían huyendo de la masa aulladora. Perdió a Venancio entre la confusión. Quinto Aulo trotaba con el único deseo de alcanzar la ahora acogedora empalizada del campamento salvador, mientras los soldados desde las torres vigía asaetarían a los monstruos que venían en su persecución.
Pero ese momento se demoraba. Las distancias parecían haberse dilatado. Los alaridos le envolvían. Echando una furtiva mirada por encima del hombro, no pudo evitar la pesadilla. Los posesos, entre la niebla que se había levantado, cambiaban. Quinto Aulo juraría sobre el mismo altar de los lares familiares que no fue un sueño. Algunos de ellos corrían a cuatro patas, y la cabeza de lobo que colgaba sobre la propia aparentaba tener vida y sustituir la que cubría. Los ojos amarillos brillaban y los dientes aguzados quedaban expuestos dibujando los labios risas humanas, porque se estaban carcajeando, por los dioses.
Avanzaba ligero en alas del terror. Entonces cayó. No había tropezado. Un golpe en el parietal había abollado su casco y hundido el metal en la carne. La confirmación de que, en efecto, su fuerza era sobrehumana. Aunque el impacto no sería suficiente como hacerle perder el sentido. Lo que había provocado su desmayo fue el pánico de saberse atrapado por un hombre lobo.
Reprimió el deseo de tocar la herida palpitante, fresca, detrás de la cabeza. Le habían quitado el casco, así como todo el equipo, hasta las cáligas, dejándole solo la camisa y las calzas, inerme y desarmado.
Venancio también le había hablado del trato que los salvajes solían reservar a los prisioneros, sacrificándolos de maneras atroces a sus Marte particulares, así como de los banquetes caníbales que luego festejaban con las ofrendas.
Su mirada se paseó por la estancia sin encontrar ningún objeto válido para sus propósitos suicidas.
A la izquierda, la pared era una única roca de superficie irregular, dando a entender que la choza se levantaba contra la base de un peñasco, así aprovechado. El muro detrás suyo y el de enfrente eran de piedras sin argamasa. El techo cóncavo de paja estaba negro por el hollín y a sus pies había un hogar rebosante de ceniza, excavado en el piso de tierra. Arriba, el hueco para el humo dejaba pasar un poco de luz.
A la derecha un tabique ocupaba todo el espacio a lo ancho, creaba una división y le impedía ver el resto del interior. Lo formaban tres paneles de madera chapada en bronce, cada uno con un círculo central en relieve; terminaban apenas a un palmo del suelo y por arriba ocupaban casi dos tercios de la altura disponible. Las cuatro varas verticales que constituían las particiones se elevaban un poco más y se apoyaban en el suelo. En los laterales quedaba un resquicio hasta la pared. Pensó en si sería capaz de derribar tal obstáculo, cuando oyó sus movimientos y sus respiraciones. Estaban detrás de esa medianera.
En el borde superior fueron apareciendo dedos que se aferraban y luego cabezas, apoyaban el pecho, dejaban colgando los brazos… eran ocho bárbaros de ojos claros que le decían cosas en tono burlón, pero Quinto Aulo no comprendía el idioma. Hacían guiños y alguno sacaba la lengua debajo del bigote lacio. Miró abajo, al vano inferior, y apreció las patas de lo que debía ser un banco largo, sobre el que se habían subido para verle.
Al intentar levantarse, se encontró mareado y débil. Ahora señalaban cierto punto. Se fijó con más atención. De repente, fue consciente de la presencia de un bulto en la penumbra, tendido delante de la pared opuesta a su ubicación. No estaba solo en la escueta pieza.
Era un hombre desnudo, grande y musculoso, como si una escultura de Hércules hubiera pasado del mármol a la carne. El alboroto de sus compañeros le había despertado. Se incorporó y con una mano pisó el tosco cuenco de madera que tenía junto a sí, el cual saltó y rebotó en la pared de roca. Tenía la piel enrojecida y sudorosa, en los hombros, cuello y mejillas, a ella se pegaban sus guedejas rubias.
Quinto Aulo se puso a la defensiva. Cerró los puños, añorando envolver con ellos el pomo de la espada. No entendía la situación. Desconocía lo que esperaban los concurrentes, que parecían jalear al otro para espabilarlo.
El hombre, ya bien despierto y cada vez más alterado, se mantenía fijo en el intruso, mientras Quinto Aulo no podía evitar girar la vista a cada tanto hacia los demás, vigilando ambas bandas.
El oponente dio unos pasos y él se pegó a la esquina, intentando descifrar sus intenciones. Parecía afiebrado, incómodo y su respiración era agitada. Cerró los ojos y contrajo el gesto, como atacado por una punzada dolorosa, pues se rodeó el torso con los brazos y se agachó un poco. Los espectadores habían callado, a la expectativa.
Creyó por un instante que las sombras le jugaban una mala pasada cuando notó como la distancia entre los omóplatos estaba aumentando y las orejas creciendo hasta sobrepasar las sienes. Pero cualquier duda sobre la realidad de los cambios que se iniciaban sobre el que tenía delante desapareció cuando, con una mezcla entre gruñido y lamento, acompañada de un crujido, las rodillas cedieron hacia atrás, volviendo del revés la articulación, cayendo cuerpo a tierra para afirmarse sobre las manos.
Lleno de profunda turbación, Quinto Aulo observó cómo, a gatas, los huesos largos de brazos y piernas se elongaban, en la espalda y pecho se hinchaban las costillas, la boca babeante se proyectaba convirtiendo la parte inferior del rostro en un remedo de hocico o los dedos se acortaban mientras las uñas se estrechaban y afilaban. El vello corporal y la melena se oscurecían y ganaban tupidez. Sin duda, estaba asistiendo incrédulo a la más espantosa nigromancia.
Un par de espectadores se dijeron algo. Recuperaban la actitud arrogante y burlona, pero él no era capaz de salir del estupor ante la presencia y espeluznante mirada de aquel enorme monstruo, demasiado humano para ser un animal, demasiado animal para ser un hombre. Un híbrido que gruñía amenazador, una quimera colmada de ferocidad que se preparaba para saltar sobre él.
Desde el tabique, los bárbaros parecían incitar al engendro. Uno se puso a golpear con la palma de la mano en la lámina metálica.
Los bastardos malnacidos se mofaban. Lo último que pudo razonar con claridad fue que su muerte iba a ser motivo de diversión para una manada de bestias lupinas.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.