Javier conduce tan rápido como puede. No tiene prisa, no va a ningún lugar en concreto y nadie le espera, pero ha de encontrar un refugio seguro antes de una semana. Y, sobre todo, ha de huir. Huir de la policía que probablemente le siga la pista. Y huir de sí mismo, de sus remordimientos. Por eso corre, como si apretando el acelerador pudiera poner kilómetros de por medio entre su mente y su cuerpo. Pero evidentemente no puede. Inspira profundamente, no merece la pena darle vueltas, lo hecho, hecho está: no pudo evitarlo. Mira a su derecha, en el asiento del copiloto su hija de seis años duerme plácidamente, ajena a las inquietudes de su padre. Javier intenta tranquilizarse.
En el fondo lo hizo por ella. Y no solo esa vez, todas las anteriores. Es importante que su hija no sufra, que no le pase nada malo, que no sucumba a sus instintos. Pero por mucho que Javier se diga estas cosas sus recuerdos se empeñan en no abandonar su cabeza. Mientras toma las curvas de aquella carretera comarcal, apenas iluminada por los faros del coche y una tímida y amenazante luna creciente, Javier recuerda. Recuerda como se esforzó, como superó sus nervios. Sí, lo recuerda, al igual que recuerda hasta el último detalle de aquella violación. Recuerda que abrió las piernas de aquella niña, que su cuerpo se abalanzó sobre el de ella, poseyéndola, recuerda como mientras esto ocurría pensaba insistentemente en alguna famosa de televisión, en una modelo de catálogos de ropa interior. Y mientras esto pasaba, mientras la violaba y se concentraba en sus fantasías, se esforzaba en no abrir los ojos para no tener que ver la cara de aquella niña. No la deseaba, pero tenía que hacerlo, no había otra salida posible. Recordaba también como cuando acabó, sin casi perder tiempo, cogió su enorme cuchillo de caza y cortó el cuello de aquella cria. Un corte torpe, zafio, pegado a las clavículas, procurando llevarse todo el cuello pegado a aquella cabeza de apenas unos kilos. Y recodaba como luego se ensañó con el cuerpo, recortando la carne herida, desgarrada, llevándose con el cuchillo las heridas previas de aquella niña para no dejar rastro de ellas. Tras esperar unos días, cuando la luna comenzó a menguar emprendió la huida, dejando atrás un nuevo escondite abandonado. Debía de irse de allí, evitar que les encontraran e intentar poner a salvo a su hija antes de la próxima luna llena.
Ha pasado una semana desde que aquella pesadilla se reprodujese en la mente de Javier. Desde hace tres días duermen tranquilos en una pequeña casa rural, perdida en medio del campo, a las afueras de un pequeño pueblo, casi una aldea. Irene, su hija, juega desocupada con su muñeca. Javier la contempla mientras sostiene un taladro en la mano. Sonríe. Levanta el taladro y se gira para continuar su tarea. Acerca la broca a la puerta y hace el primer agujero. Aguantará, o eso espera. Cada vez es más fuerte, su naturaleza animal crece, pero aquella puerta es de roble macizo. Por si acaso, instalará dos cerrojos esta vez.
Son las siete de la tarde y el sol decae. Javier sabe que la noche llegará pronto y que la luna hará en pocas horas su aparición. Es mejor no aguardar hasta el último momento; coge a Irene en volandas y la mete en ese cuarto de gruesa puerta de roble. Ella llora, patalea, protesta, sabe que su padre la va a encerrar con llave, siempre lo hace, día tras día una semana al mes. Ella no quiere, no le gusta estar encerrada, sola, indefensa y asustada. Pero su padre no atiende a razones y la encierra inmisericorde en aquella alcoba vacía y sin ventanas. Tras dejarla allí y cerrar los dos cerrojos esconde las llaves de los mismos; nuca se sabe, piensa Javier.
Javier se abrocha hasta arriba la cremallera de su cazadora de cuero y sale al frio de aquel páramo, no quiere estar cerca de su hija esa noche, no quiere pasar a su lado la luna llena. Sin más deambula, intenta gastar el tiempo paseando por el campo, intentando relajarse, huir de sus pensamientos, de sus negros presagios. En su deambular poco a poco Javier se acerca al pueblo. Se repite a si mismo que no quiere ir hacia la aldea, pero es superior a su voluntad. Antes o después de acercará a aquellas solitarias calles, y entrará en el bar. Alcohol y luna llena van de la mano desde hace tiempo. Los bares son bueno sitios para para encerrarse, para conocer gente, para anular conciencia, memoria y voluntad.
Javier despierta, sobresaltado, sin recordar dónde está. Mira en derredor, le cuesta reconocer el lugar en el que se encuentra. Por fin recuerda. Es la habitación de la casa en la que se hospeda; su habitación. No sabe cómo ha llegado allí, el sabor pastoso en su boca y el dolor de cabeza le transportan la última copa que recuerda haber tomado anoche. Entre esa imagen vaporosa y el presente solo hay un vacío en su memoria. Se incorpora lentamente y ve un rastro de sangre en su mano. Asustado corre al baño y se mira en el espejo. Todo parece normal; su rostro de siempre, cansado, surcado por las arrugas que la almohada ha dejado en su piel. Mira de nuevo su mano y la lava bajo el grifo, es solo un corte, un pequeño rasguño que ha sangrado más de lo normal a causa del alcohol. No le preocupa el corte en sí, le preocupa no recordar cómo ni cuándo se lo hizo, en qué momento de su borrachera se cortó con un vidrio o se arañó con la astilla de una puerta o de una vieja barra de bar. Aquella pequeña herida, tan inocente, puede ser la marca de sucesos atroces. Casi sin a trasverse, se acerca a la habitación donde encerró a su hija. Mientras camina por el pasillo reza por que siga allí, porque anoche en su borrachera no haya caído en la tentación de abrir aquella puerta, ruega no haber recordado donde escondió las llaves. Pero no es así. Cuando llega a la alcoba la puerta está abierta de par en par y un rastro de sangre sale de la habitación. Asustado, sin atreverse a entrar en aquel cuarto sigue el rastro de sangre. Son solo unas gotas que manchan el suelo, al menos no será difícil limpiarlas, unas gotas cuyo rastro termina en uno de los dormitorios de la casa. Preocupado abre lentamente la puerta. Su hija está tumbada en la cama, su pecho sube y baja, respirando profundamente. Javier suspira, y se acerca al cuerpo ensangrentado de su hija. La examina, está cubierta de sangre. Tiene algún arañazo en el cuerpo y en la cara pero no es nada grave. Javier la coge en brazos y la lleva al baño. Despacio, procurando no sacarla de su profundo sueño la desabrocha el vestido y la lava cariñoso con una esponja húmeda.
Tras limpiar a su hija se acerca al cuarto donde ha estado encerrada la niña. Al fondo del mismo, hecho un guiñapo, el cuerpo de un niño de la edad de su hija descansa en una postura inhumana. Javier se acerca. El cuerpo apesta a sangre coagulada, a heces y orines. Aquel pobre crio se había cagado de miedo. Javier cierra los ojos y respira. Sin pensarlo dos veces saca su móvil del bolsillo y comienza a ver pornografía en internet. Cuando está listo, quita los pantalones al niño y sin dejar de mirar la pantalla de su teléfono comienza a violar el cadáver de aquel infante. Tras acabar, Javier va a por su fiel cuchillo de caza y corta la cabeza del crio para después mutilar las heridas de su piel. Tras acabar el ritual coge la cabeza del niño y la lleva hasta su coche. Una vez en el coche se deshace de la cabeza, arrojándola al maletero donde entrechoca con otras siete cabezas de niños y niñas, todas ellas con el cuello colgando, todas ellas con un cuello destrozado por las dentelladas de un lobo. Javier piensa que algún día debería deshacerse de aquel macabro equipaje, no sabe por qué aun no lo ha hecho. Quizá porque el fondo de sus ser desea que lo detengan y acabar de una vez con todo aquello. Pero no le detendrán hoy, tardaran en encontrar el cadáver y, sin cabeza, la identificación se retrasará. Javier vuelve a la casa y despierta a su hija. Tras recoger rápidamente su escaso equipaje montan en el coche y arranca el motor. ¿Dónde? Qué importa. Lejos, donde nadie les conozca. Lo único que tiene claro Javier es que han de huir de nuevo. Los padres no tardarán en echar de menos al crio, y en cuanto encuentren el cadáver las sospechas, como siempre, recaerán sobre el forastero borracho que anoche deambulaba por el pueblo. Borracho, pederasta y asesino. Sin necesidad de investigar nada ya tendrán un culpable. Javier sonríe, le da igual tener un crimen más a sus espaldas. Solo hace lo que cualquier padre haría, evitar que su hija sufra el más mínimo daño por culpa de sus instintos. Mientras el pueda evitarlo nada la pasará, nadie descubrirá que cada noche de luna llena, aquella niña inocente se trasforma en un lobo devorador de niños.
Relato admitido a concurso.
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.