Félix dormía en su habitación. La oscuridad dominaba casi toda la escena, pero la escasa luz que se filtraba a través de las rendijas de la persiana como pequeños rayos láser iluminaba lo suficiente para permitir ver que su cuerpo se sacudía inquieto sobre la cama. Estaba teniendo una pesadilla.
En el sueño iba caminando por un inquietante bosque, denso y oscuro. Se dio cuenta de que iba desnudo por completo y desprotegido, pero a pesar de eso no tenía miedo. El silencio reinante era abrumador, parecía estar suspendido en el aire, como una lona invisible. Era de madrugada y el cielo tenía una extraña tonalidad rojiza. A través de las ramas de los árboles se veía brillar una enorme luna llena que bañaba todo con su argentífera luz y parecía mirarlo expectante. Llegó a un claro del bosque donde los árboles parecían haber hecho un pacto para crecer formando un círculo. Se situó en medio del círculo y miró hacia arriba. Se sentía extraño, pero no sabía por qué. Alzó entonces sus manos hacia el cielo, en dirección al satélite nacarado, pero ya no eran manos, eran dos enormes garras cubiertas de pelo y con afiladísimas uñas negras. Agarró la luna con ambas garras y la arrancó del cielo, atrayéndola hacia sí. La contempló sin pestañear mientras la estrujaba y le clavaba las uñas con fiereza. La luna se aplastó como si fuera una naranja y de su interior brotó espesa sangre que se escurría entre sus enormes dedos y goteaba al suelo, formando un charco escarlata a sus pies. La sangre del suelo pareció cobrar vida y comenzó a trepar por sus piernas, deformadas de manera extraña, cubriendo poco a poco todo su cuerpo. Entonces se llevó la destrozada luna a la boca y bebió con ansia la sangre que manaba de ella. Terminó de beber, levantó la cabeza y lanzó un desgarrador aullido que conmocionó al bosque.
Entonces se despertó, sobresaltado y aterrorizado como siempre.
Llevaba ya meses teniendo la misma pesadilla recurrente casi todas las noches, y siempre acababa igual, con el aullido que le despertaba. Al principio no comprendía por qué tenía tan a menudo ese horrible sueño repetitivo y qué podía significar, si es que significaba algo. Hasta que una noche, al tercer mes de empezar las pesadillas, ocurrió algo que le dio sentido: esa noche sufrió su primera transformación.
Esa noche su vida cambió. Siguió adelante; de forma torturada, cierto, pero siguió adelante. No pudieron decir lo mismo todas las inocentes víctimas que sucumbirían al apetito voraz de la bestia que dominaba su voluntad al transformarse.
Félix comprendió por fin qué significaban las pesadillas: primero fueron un anticipo de lo que iba a ocurrir; después fueron como un recordatorio de la horrible existencia que llevaría de ahora en adelante. En ellas se veía como si fuera otro, como si él fuera un espectador y le estuvieran mostrando en qué consistía aquella transformación. Su cuerpo sufría una horrible y dolorosa metamorfosis que le llevaba a adquirir la forma de una bestia, mitad hombre y mitad lobo, en tanto que su mente perdía el control por completo. Desaparecía toda racionalidad de ella, y la brutalidad, el salvajismo y una inmensa sed de sangre tomaban las riendas.
Cuando despertó al día siguiente de su primera transformación, confundido y asustado, bañado con la sangre de su primera víctima y con el sabor de esa sangre y de su carne aún en la boca, tardó un buen rato en comprender lo que ocurría por una sencilla razón: era algo que se le antojaba imposible. Inconcebible. Una locura. Cuando comprendió, o creyó comprender, lo que había ocurrido, vomitó todo el contenido de su estómago, una repugnante masa rojiza, y estalló en llanto.
Jamás había creído en historias de fantasmas, espíritus, casas encantadas, ni nada de eso. Y mucho menos en zombis, vampiros... u hombres-lobo. Esas cosas no tenían cabida más que en las películas y en los libros, pero no en el mundo real, no en su mundo. Si alguien le hubiera contado lo mismo que ahora le estaba sucediendo a él, lo habría tomado por un mentiroso o por un loco. O por un mentiroso loco.
Se preguntaba por qué razón le ocurría eso a él. Buscaba una explicación –porque tenía que haber una–, algo que pudiera aclararle qué era lo que había sucedido para que él se convirtiera en..., se negaba a pensar en el término “hombre-lobo”, pero no cabía ninguna duda de que se transformaba en una bestia sanguinaria. Él no era el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, ni le había mordido un lobo en el bosque (ni en ningún otro lugar), y que supiera, nadie le había lanzado ninguna maldición. Según tenía entendido, esos eran algunos de los motivos que podían convertirte en una bestia en noches de luna llena. Con toda probabilidad había más y él no los recordaba, pero estaba seguro de que no se debía a ninguno de ellos. Algo en su interior le decía que así era. Y si no era por ninguno de los motivos conocidos tenía que ser por alguna otra causa, algo que hasta ahora nadie había planteado.
Félix tenía una sospecha desde hace tiempo, algo a lo que daba vueltas en su cabeza, pero que siempre rechazaba porque le parecía una idea descabellada. Aunque si lo pensaba bien, lo que le ocurría a él también era algo descabellado del todo. Y ese pensamiento descabellado volvió ahora con fuerza a su cabeza: la luna era un ente vivo. Un ente colérico, capaz de razonar y que tenía el poder para transformarlo. Ese ente estaba ahora sediento de sangre y lo había escogido a él, por motivos que desconocía, obligándole a metamorfosearse. Él no era más que una expresión de la cólera de la luna. Su brazo ejecutor. Se preguntaba qué podía hacer, cómo podía luchar contra eso. ¿Habría alguna manera de poner fin a esa pesadilla?
***
Félix subió la persiana como un autómata y miró al cielo. Sus ojos se vieron obligados a dirigir su mirada hacia la brillante luna llena y de pronto, sin saber cómo, se hallaba en el bosque. Entonces sintió aquella cólera palpitante que irradiaba la albina esfera. Vio con pavor los rayos que surgían de ella como tentáculos plateados. Esos rayos, invisibles para los demás, que le alcanzarían donde quiera que se ocultase y le obligarían a convertirse en algo que detestaba. Al principio tampoco eran visibles para él, pero ahora se le aparecían con claridad mayúscula, destacando con fuerza en el cielo nocturno.
Cerró los ojos con fuerza cuando los rayos plateados estaban a punto de alcanzarle. Los sintió penetrar por todo su cuerpo como famélicos gusanos invasores.
De nuevo empezaba todo.
Nunca había creído en Dios, pero en ese instante rezó con todas sus fuerzas para pedirle que detuviera aquella pesadilla. Algo le dijo que Dios estaba mirando para otro lado aquella noche.
–¡No! –exclamó al sentir de nuevo la furia en su cabeza, la primera señal del proceso transformador.
Tembló de terror al saber lo que ocurriría a continuación. Suplicó al cielo, a la severa luna, que detuviera el cambio, pero sus súplicas fueron ignoradas por completo.
Se apretó las sienes con ambas manos en un gesto desesperado, como si así pudiera detenerlo. Pero el cambio era imparable. Un proceso inexorable y doloroso en extremo. Una agonía transformadora que le llevaba al borde de la locura. Gritó con salvaje desesperación mientras sentía la vibración naciente en su pecho, un dolor lacerante cuya onda expansiva sacudía todo su cuerpo. Sintió el abrasador desgarro de la piel antes de volver a remendarse de nuevo, ahora cubierta de oscuro y denso pelo negro. Padeció el insufrible dolor de los huesos al quebrarse y volver a reconfigurarse. Percibió la delirante actividad de los músculos al estirarse, romperse y recomponerse. Observó sus manos retorcerse entre temblores que dejaban adivinar las garras que estaban desarrollándose. Le palpitaban de dolor como si las hubieran golpeado a martillazos. Se estremeció al sentir los tendones desgarrarse de manera atroz para volver a unirse después a los renovados huesos. A pesar de su lucha interna, Félix no podía evitar el proceso del cambio y sintió como la mitad inferior de su cara, de los ojos hacia abajo, se proyectaba hacia adelante como si alguien la estirara con ganchos de acero, dando forma a un hocico lobuno. Las mandíbulas se ensancharon de manera exagerada y dolorosa para dar lugar a unas fauces inmensas, plenas de gigantescos colmillos. Las lágrimas causadas por el inhumano dolor anegaban sus cambiantes ojos, que ahora eran capaces de distinguir detalles vetados a los humanos. Sus gritos angustiosos, que se tornaban espantosos gruñidos, impregnaban el aire mientras la brutal metamorfosis continuaba adelante.
Todo ese inmenso dolor que invadía su cuerpo se veía agravado además por otro aspecto que todavía le añadía más padecimiento: el calor. El fuego abrasador que nacía dentro de él con cada nuevo cambio. Sentía como si tuviera un pedazo del sol incrustado en su pecho. Algo que irradiaba calor como si por dentro de su cuerpo corrieran ríos de lava. Lava ardiente que le quemaba como si hasta el último átomo de su organismo fuera un ascua al rojo vivo. Ardía por dentro con la intensidad de una deflagración nuclear. Deseó con todas sus fuerzas perder el conocimiento. Deseó que su mente escapara de allí, incluso deseó morir en ese mismo instante –con mayor intensidad que nada que hubiera deseado antes–, pero sabía de sobra que no tendría esa suerte y que debería padecer todos y cada uno de los martirizantes pasos del cambio.
Cayó de rodillas, temblando, ardiendo, sufriendo lo indecible, mientras su cuerpo seguía siendo moldeado de forma demencial. El cráneo comenzó a deformarse, como si fuera plastelina, para dar lugar a la monstruosidad que resultaría de todo aquel proceso. Era espeluznante sentir como se desensamblaban los huesos de la cabeza, como se expandían y como se volvían a unir entre sí, en medio de horribles chasquidos y punzadas de insufrible dolor.
Pero si esos cambios eran un tormento infernal, aún eran peor los cambios a nivel cerebral. Félix sintió burbujear su cerebro bajo la acción de unos ígneos e invisibles dedos mientras su materia gris era amasada y reorganizada. Podía sentir neuronas mutando entre estallidos púrpura. Sinapsis que morían para renacer como enfermizas conexiones. Todas y cada una de sus células vibraban, oponiendo fútil resistencia, y sintió crecer y expanderse en su cerebro mutante la tremenda furia, el hambre irracional, el ansia desmedida de matar. Y en medio de ese paroxismo de inefable dolor pudo percibir cómo su conciencia era arrinconada, sepultada bajo una enorme losa, la losa del salvajismo y la bestialidad que a partir de ese momento gobernaría sus actos como humano-bestia. Como esclavo de la luna.
La terrible mutación había sido completada.
Un impulso irrefrenable de aullar invadió la mente del monstruo híbrido. Necesitaba aullarle a la noche. Sentía la ineludible llamada del hambre y debía hacerle saber al mundo que esa noche saldría de caza. Dirigió el rostro hacia el cielo, hacia la blanca esfericidad de su dueña y señora, y de su garganta animal surgió un aullido infrahumano que pareció reverberar por todo el bosque. Un aullido que rezumaba la inequívoca oscuridad de la muerte. Un aullido que anunciaba una orgía de sangre y dolor.
Mientras, en el cielo, la fría luna miraba impasible a la criatura que había transformado.
***
Volvió en sí a la mañana siguiente, en un sitio que no supo reconocer. Un lugar casi vacío por completo y, sin duda, abandonado. Dedujo que se trataba de un antiguo almacén, que ahora estaba medio derruido y que sólo servía para acumular mierda y dar cobijo a las ratas. “Y para servir de refugio ocasional a hombres-lobo”, pensó sin pizca de humor.
Se encontraba tumbado en medio del mugriento suelo. Se incorporó y comprobó su estado. Estaba totalmente desnudo, sucio y ensangrentado. Aquella sangre no era suya, eso lo sabía bien. Aquella sangre era de...
Posó la mirada en el amasijo que había a sus pies. Eran los restos de lo que parecía una mujer, a juzgar por el sujetador ensangrentado que asomaba entre los jirones de carne. Por el rabillo del ojo vio un bulto en el suelo a unos metros de él. Resultó ser la cabeza de la víctima. Estaba de frente a él, y a pesar del tremendo zarpazo que le había arrancado casi media cara, pudo comprobar que se trataba de una chica bonita. Una chica que había sido bonita, y ahora, gracias a él, era sólo un cadáver devorado y decapitado tirado en medio de un desolado almacén. Sintió un asco y un odio inmensos hacia sí mismo. Los ojos de la chica estaban abiertos en una expresión a medias entre el horror absoluto y una total incomprensión. Era como si hubiera muerto aterrorizada al mismo tiempo que se preguntaba qué demonios era esa cosa que se le echaba encima.
No pudo evitar estallar en sollozos mientras contemplaba los ojos muertos de la chica. Otra vida inocente que él había segado.
–¿Por qué? ¿Por qué? –preguntaba mientras se sacudía presa del llanto y las lágrimas trazaban surcos en sus mejillas cubiertas de sangre– ¿Porquéporquéporquéporquéporqué...?
En ese instante de desesperación decidió que aquello tenía que acabar de una vez por todas. No veía otra solución que quitarse la vida. Debía sacrificarse, morir, para no causar más muertes. Pero sabía con vergonzante certeza que era un completo cobarde y que no podría hacerlo... al menos no en su estado humano.
Entonces tuvo un fogonazo de inspiración y vio algo que se le presentó como la única salida para terminar con todo. Estaba decidido a ponerla en práctica, pero para ello debía esperar a su próxima transformación. Un poco más y todo habría acabado. Todo era cuestión de esperar.
Y esperó.
***
Llegó la ansiada y temida noche. Hacía un frío intenso y la luna brillaba de forma insultante. Abrió la ventana de su habitación sin detenerse a pensar y se expuso a los rayos lunares que serpenteaban a través del cielo. Los vio acercarse hacia él. Larvas plateadas portadoras de un horror mayúsculo. Castigo y condenación desde el espacio.
Ahí llegaban los rayos.
Ahí llegaba la furia a su cabeza.
Ahí llegaba su oportunidad.
La transformación comenzó de inmediato. Dolor, dolor y más dolor. Toneladas de dolor. Crujido de huesos. Roturas, desgarros y uniones. Sangre hirviendo. Fuego invasor. Locura y agonía.
Una vez más, contempló sus manos sucumbiendo a la dolorosa metamorfosis. Las garras empezaban a tomar forma. Dentro de poco su cuerpo entero habría transmutado, desembocando en una criatura ávida de sangre. Una criatura que era preciso exterminar.
Las garras terminaron de formarse. Era el momento que esperaba y no se lo pensó dos veces. Clavó su garra derecha con fuerza en el pecho, atravesando capas de piel, músculo y huesos. Sus enormes dedos encontraron lo que buscaban. Se enroscaron en torno al palpitante corazón, que parecía arder como el napalm. Pensó que era como coger el sol. Cada sístole era abrasadora; cada diástole, una incineración.
A través de los serpenteantes rayos de luna, llegaba hasta su mente con cada palpitante latido la voz ancestral y terrible del astro, conminándole a detenerse.
–Bumbum... No lo hagas... Bumbum... No lo hagas... Bumbum... No lo hagas...
Desoyendo la voz, cerró la garra con fuerza y estiró con enorme violencia, arrancándose el corazón de cuajo. Lo sostuvo durante unos segundos ante sus ojos, sangrante, sintiendo que se le escapaba la vida igual que se escapaba la sangre del órgano arrancado.
Félix miró a la luna por última vez. Sus ojos de moribundo le mostraron algo que le hizo feliz: los rayos plateados habían desaparecido. Sonrió victorioso y se desplomó.
Dejó este mundo acompañado del rabioso alarido del satélite.
Me he gustado mucho. Muchísimo.
Un relato que refleja la incertidumbre, el miedo y la desesperación del maldecido por la licantropía.
Me gusta tanto el estilo como la historia. Narrada con un lenguaje bien cuidado, sencillo pero bello. Así que le doy...
Nota:5
http://drstuka.blogspot.com.es/?m=1