Mario se hallaba en casa sentado en el sofá, contemplando con suma curiosidad la vasija que descansaba sobre la mesa. La habían conseguido él y Darek en una tienda de antigüedades esa misma mañana y les había salido gratis. Eso es lo bueno que tiene robar, que no tienes que pagar por lo que te llevas.
Darek era su compinche, su compañero de fechorías desde hacia tres años. Era un exmilitar de la antigua Yugoslavia (kosovar, por más señas) con una mala leche que parecía no tener medida, una inmensa propensión a la violencia gratuita y que disfrutaba haciendo daño a los demás. Para decirlo de manera suave, Darek era un sádico salvaje hijo de puta. Muy sádico, muy salvaje, y muy hijo de puta. Pero todo lo que tenía de sanguinario carnicero lo tenía de leal y fiel. Mario confiaba en él como si fuera su propio hermano, y le constaba que Darek sentía lo mismo hacia él, mientras no cometiera ninguna estupidez.
Esa mañana habían atracado el local de un anticuario, el cual habían estado vigilando hacía un par de semanas ya que les constaba que allí se movían mercancías más que interesantes y había más dinero del que podría imaginarse. El dueño era un anciano con un rostro amarillento y apergaminado que le hacía parecer tan viejo como algunas de sus antigüedades, pero como él mismo les confesó orgulloso antes de que Darek le hiciera un tercer ojo en la frente con su cuchillo favorito –un precioso KA-BAR negro–, tenía “solamente” ochenta y cinco años.
No debería haberlo hecho, pero el viejo se puso chulito con Darek –tremendo error– y de repente sacó un vetusto revólver que debía ser de cuando Samuel Colt iba en pañales. Entonces pronunció una frase que sería la última para él en esta vida y que parecía sacada de un western: “No os llevaréis nada de mi tienda, granujas. Antes tendréis que pasar por encima de mi cadáver.”
Como es de imaginar, Darek se tomó aquello al pie de la letra y justo cuando el viejo se plantó ante él con el revólver para cortarle el paso, sacó de uno de los bolsillos su cuchillo con una velocidad pasmosa y le incrustó en el entrecejo toda la hoja de metal. Los ochenta y cinco años del anciano cayeron al suelo sin apenas ruido, junto con el revólver que, al contrario que el cuerpo, hizo bastante más ruido.
Mario se cabreó mucho con Darek, pero lo hecho, hecho estaba. De modo que fueron a abrir la caja fuerte, para eso el español era un auténtico especialista. Al abrirla comprobaron que el botín no estaba nada mal: casi treinta mil euros en metálico, algunas valiosas piezas de oro, papeles que no se molestaron en mirar... y la vasija.
No se pararon a ver lo que contenía, la metieron junto con todo lo demás en una bolsa de deporte y se largaron corriendo tan rápido como pudieron. Huyeron hasta el piso de Mario, en donde iban a proceder de inmediato al reparto, y éste desparramó la mercancía robada sobre la mesa. En ese momento Darek cogió uno de los billetes de cincuenta euros que habían sido vomitados por la bolsa sobre la superficie de madera. A continuación se dirigio a su “colega”, con su voz de barítono y su habitual acento eslavo:
–Tío, tengo un hambre atroz. Si no como algo me va a dar un ataque. Me bajo a la calle a comprar unas pizzas al local de la esquina.
Y dicho esto, su metro noventa y cuatro centímetros y sus ciento ocho kilos de puro músculo salieron de la casa, dejando allí a Mario. Solo, con la pasta. Solo, con el oro. Solo, con la vasija.
***
Ahora que la miraba bien, se daba cuenta que la vasija parecía antigua; muy, muy antigua. Era del tamaño aproximado de una botella de agua de dos litros, de color negro y de un material pétreo que no sabía identificar. Sobre la tapa sellada que la cubría se veía una inscripción con caracteres extrañísimos, que él no había visto en su vida, ni tenía la más mínima idea de lo que significaban. Se preguntó si sería una descripción del contenido o algo parecido. Por alguna razón, le pareció que era importante saber lo que significaba, aunque tenía muy claro que eso no le iba a impedir abrirla. También tenía claro que lo que estaba allí escrito no era egipcio, pues no tenía ninguno de esos curiosos dibujitos de los jeroglíficos que Mario recordaba haber visto de pasada en algún documental sobre el Egipto de los faraones.
La cogió entre sus manos y la zarandeó, intentando adivinar qué contendría, pero no se escuchaba ningún sonido que le pudiera dar una idea. La sopesó durante unos momentos. Tres kilos; tal vez algo más, pero no pensaba que pesara mucho más.
En principio pensaba esperar a Darek para abrirla, pero aquella vasija parecía despertar cada vez más curiosidad en él y decidió que no pasaría nada por abrirla ya. Hubiera lo que hubiera, la mitad sería para Darek, como siempre había sido. Era un “pacto entre caballeros” que él no pensaba incumplir. Además, no se le ocurriría jamás engañar a alguien como aquel enorme kosovar, que era tan peligroso como una llama cerca de un escape de gas. Engañarle sería poco menos que sentarse en la silla eléctrica y activar el interruptor con sus propias manos, una muerte segura que a Mario no le atraía en absoluto, pues le tenía mucho apego a la vida.
Se levantó del sofá y volvió al momento con un martillo. De un golpe rompió la tapa sellada, que no opuso demasiada resistencia. De inmediato surgió un olor penetrante, como a polvo antiguo mezclado con algo más, algo inidentificable, decrépito, que le hizo arrugar la nariz y apartar la cara con asco.
Vació el contenido de la vasija sobre la mesa al lado del resto de la mercancía robada y lo miró durante unos segundos, sorprendido. Allí no había nada más que cenizas, o algo que lo parecía, como si aquel recipiente fuera una antigua urna funeraria.
– “Menuda mierda”, pensó al verlo.
Se acercó al montón de polvo ceniciento para verlo más de cerca. ¿Para qué cojones querría ese viejo estúpido guardar en una caja fuerte un puñado de cenizas? ¿Serían de algún familiar? ¿Su mujer tal vez? ¿Quizás su... ?
ssssssssss
Sus pensamientos se vieron interrumpidos de repente cuando aquello empezó a moverse emitiendo un siseo perfectamente audible. Mario se echó hacia atrás de forma instintiva y entonces observó como el montón de cenizas se removía cada vez más rápido en un movimiento ondulatorio en forma de aparente espiral. De pronto se convirtió en una masa azulada y grisácea que se elevó medio metro por encima de la mesa y quedó allí flotando, como la nube descarriada de alguna tornenta. Un perplejo Mario lo miraba todo con ojos de ciervo deslumbrado por los faros de un coche.
–¿Pero qué cojones...? –se preguntó, extrañado y algo asustado ante lo que veía.
No le dio tiempo a acabar la pregunta porque en ese mismo momento la nube flotante se abalanzó sobre él, cubriéndole la cabeza. La ceniza (o lo que fuera) penetró con violenta rapidez por su boca, nariz, oídos y por todos los resquicios de su piel. No fue capaz de reaccionar, sólo tuvo tiempo de pensar que ahora sabía lo que significaba la maldita inscripción de la tapa: era una advertencia para no abrirla.
Mario gritó, todo cuanto podía gritar teniendo la boca y la garganta llenos de esa sustancia maloliente. Sintió como aquello penetraba en su estómago y se iba adueñando poco a poco del resto de su cuerpo. Ardía como si se hubiera tragado un chorro de lava incandescente. Cayó al suelo, retorciéndose entre espasmos de dolor. Su garganta se despejó lo suficiente como para permitirle lanzar horribles alaridos, mientras sentía el avance imparable de eso que parecía estar corroyendo su organismo por dentro. Percibía como aquello parecía ramificarse dentro de él e invadía todas y cada una de sus células, en una orgía de inimaginable sufrimiento. Era como tener dentro una jauría de perros salvajes con dientes de ácido que le mordiera y le devorara las entrañas.
Y aunque el dolor que consumía su cuerpo era atroz, aún era peor lo que sucedía en el interior de su cabeza. La nube se había introducido por sus ojos y era como si tuviera incrustadas dos brasas ardientes en las cuencas oculares que le cegaban por completo. Hierros al rojo vivo parecían penetrar por sus oídos, violando sus tímpanos con punzadas abrasadoras. Las fosas nasales le hervían, parecían a punto de entrar en ebullición y le daba la sensación de que se le desintegraba la nariz por dentro. Sentía como si millones de garras minúsculas le arañaran el cerebro, contaminando todo a su paso, infectando sus neuronas con algo tóxico. Poco a poco percibió cómo algo desconocido, un ente de gran poder y malignidad, tomaba posesión de su mente, sepultando su voluntad y cualquier rasgo de su personalidad en una profunda sima de la que sólo un milagro podría sacarlos.
Mario quería morir. Su cuerpo se agitaba y se golpeaba contra el suelo con violencia, como si estuviera siendo presa de un ataque epiléptico. Las manos se le retorcían, se le crispaban en el aire, dejando ver sus dedos tan rígidos que parecían ir a romperse de un momento a otro. Su rostro era una máscara de agonía envuelta en sudor. Deseó con todas sus fuerzas que entrara Darek en ese momento y le clavara su cuchillo en el corazón hasta que sus ojos se cerraran para siempre. Pero Darek no volvió hasta unos minutos más tarde.
Para entonces, Mario ya no era Mario.
***
La puerta se abrió y el exmilitar entró cargado con dos grandes cajas de pizzas y con cara de pocos amigos. Su paciencia era inversamente proporcional al tamaño de sus músculos.
–¿Estás sordo o qué coño te pasa? He llamado durante casi cinco minutos. Casi he echado la puta puerta abajo, joder. Como me tenga que comer la pizza fría, te la meto por el culo.
Mario no respondió nada, se limitó a dejar pasar a su “colega” y cerró la puerta con la calma de un monje budista en plena meditación.
Darek se plantó enseguida ante la mesa y comprobó con sorpresa que estaba tan vacía como su estómago. No había rastro del dinero, ni de la bolsa, ni de nada. Eso era algo inusual, que no había ocurrido nunca hasta ahora. Siempre repartían el botín nada más llegar. Siempre. En una escala de rareza del uno al diez eso era por lo menos un doce. Era rarísimo de narices. Y le mosqueó.
–¿Qué pasa aquí? ¿Dónde está la bolsa con la pasta, Mario?
El aludido se le quedó mirando con una sonrisita burlona, negando con la cabeza.
–¿A qué coño estás jugando? Quiero mi parte ahora mismo, si no, ya sabes lo que podría pasarte. Y no me gustaría tener que hacerte daño –la mirada de Darek habría derretido el acero y dejaba claro que hablaba muy en serio.
Una sola palabra salida de la boca de Mario –un insignificante monosílabo– puso en marcha esa máquina de matar que era el kosovar.
Esa palabra fue “No”.
Lanzó las pizzas con furia contra la pared y se echó la mano derecha a uno de los bolsillos para extraer su querido compañero metálico y letal. Sus ojos aullaban de ira homicida, pero su boca permaneció muda al lanzarse hacia Mario con el ímpetu de un enorme búfalo cabreado.
Mario no se movió un milímetro de su posición, no intentó defenderse ni cambió la expresión de su rostro. Seguía mirando a su hasta entonces compinche con la misma sonrisita burlona y tenía un brillo extraño y retador en la mirada.
La hoja del cuchillo penetró con suma facilidad en el cuerpo de Mario, que no se alteró lo más mínimo. Darek, incrédulo, lo extrajo y comenzó a acuchillarlo con fiereza; una, dos, tres... mil veces. Pero Mario seguía impasible, y lo más extraño de todo, no brotaba una sola gota de sangre de él. Su camiseta estaba destrozada, pero inmaculada. Y él sonreía...
Darek lo miró con una mezcla de incomprensión y sorpresa. Aún no había aparecido el miedo, pero lo haría de inmediato. Mario agarró el brazo derecho de su examigo con una sola mano y lo retorció de forma brutal. El chasquido de huesos al romperse se fundió con el alarido de dolor del hombre. A continuación lo agarró del cuello con la otra mano y lo levantó en vilo, estampándolo contra la pared.
El miedo empezaba a correr por la cabeza de Darek como un gato asustado. Mario era quince centímetros más bajo que él y pesaba casi treinta kilos menos, sin embargo, estaba levantándolo del suelo con una sola mano y sin ningún esfuerzo, como si levantara una barra de pan.
Una carcajada siniestra escapó de la garganta del español y Darek se fijó entonces mejor en su cara y en sus ojos. En ese instante el miedo empezó a galopar por su cabeza como un potro salvaje y sintió que su cordura intentaba huir a otra parte.
Mario no era Mario. Era algo más.
Su cara no era la suya, parecía ondular. Como si debajo de su cara hubiera otra –un rostro de pesadilla– intentando aflorar y ambas se superpusieran, creando ese extraño efecto. Algo que Darek encontraba escalofriante, aunque no tanto como sus ojos. Los ojos de aquella cosa que antes era su amigo aterraron al hombretón hasta hacerle romper a llorar. Eran dos oscuros calderos donde hervía el más abyecto mal. Eran pozos que comunicaban con el mismísimo infierno. Eran emisarios de la muerte.
La cosa que se hallaba dentro de Mario habló, y su voz ancestral era un sonido hiriente, enloquecedor, que penetró por los oídos de Darek como si fuera alambre de espino que lo desgarrara todo a su paso y fue la chispa que hizo saltar su cordura por los aires.
–Maldito estúpido. No puedes vencerme con tus patéticas armas.
En su rostro se dibujó una sonrisa de escualo que se mezcló con la expresión aterrada de Mario, que yacía debajo pugnando por salir. Entonces alzó la mano que había quedado libre y la puso ante la cara del aterrorizado hombre, que temblaba sin control, con la mirada enloquecida, y musitaba oraciones en su lengua natal. La mano se convirtió en una amenazadora garra y la cosa/Mario le apuntó a los ojos con los dedos índice y corazón, rematados por afiladas uñas negras como el carbón. Ambos dedos empezaron a crecer poco a poco, como ramas resecas de un árbol muerto que revive por un instante, acercándose más y más a su objetivo. Darek cerró los ojos, en un acto defensivo tan desesperado como inútil. Las afiladas puntas de las garras llegaron hasta los párpados, se clavaron en ellos y continuaron su avance, penetrando en los globos oculares y haciendo que estallaran. Siguieron su camino, hurgando, horadando, incrustándose en el cerebro de Darek, que se convulsionó durante unos segundos hasta que su cuerpo quedo flácido e inerte.
La cosa/Mario siguió hurgando con saña en el cerebro del hombre hasta comprobar que había muerto. Arrojó el cadáver a un lado con desprecio y emitió una estruendosa carcajada. Se sentía poderosa por primera vez en mucho tiempo. Levantó la mano y se lamió los dedos recubiertos de restos de masa encefálica sonriendo cruelmente. Hacía mucho que no disfrutaba de esa sensación.
Abandonó el piso y salió a la calle, a disfrutar de su recién ganada libertad. Llevaba eones encerrada en aquella cárcel pétrea en la que había sido introducida mediante artes mágicas y ahora que se había visto liberada, no se dejaría volver a atrapar.
Ahora el mundo entero conocería su poder.
En cuanto a lo formal, si al autor le parecen asuntos de interés, problemas recurrentes con el uso de las comas, en especial en los incisos; tanto los gerundios como los adverbios terminados en "-mente" evitan que el autor deba esforzarse para narrar mejor; hay tendencia a la repetición cercana de palabras y, en especial, del uso de la "y" a lo largo del texto (parece un tic del autor).
En cuanto al estilo en general, unas veces se entretiene en dar detalles que no aportan nada a la progresión de la trama ni a sus personajes y otras insiste en la supuesta truculencia tanto que, además de anestesiar al lector por exceso, hace que el autor caiga en sus propias trampas (por ejemplo, al decir "Las fosas nasales le hervían, parecían a punto de entrar en ebullición"). La atmosfera pulp noir es ligera.
En cuanto al fondo, hay posesión. El texto está arreglado para que no sea una simple usurpación de cuerpo y sea una posesión, por más que sea una "posesión djinn tonic".
Mi calificación es 2,5 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP