1
Se encontraba tumbado en la cama, a oscuras, con la vista clavada en el techo y el cuerpo en tensión por el miedo que le causaba escuchar esos gritos.
Provenían de Laura, su vecina, y se oían por todo el patio de luces, aún con la ventana y la persiana cerrada. Eran aterradores. Como si la chica luchara contra algo que la atacaba. Algo que nadie más que ella podía ver y sentir. La única forma de librarse de aquellos aullidos era subiendo el volumen del televisor o la música, sin embargo, en los segundos de silencio entre canción y canción volvía a escucharse los sonidos vomitados por la magullada garganta de la joven y desgraciada Laura.
Javier sabía, según había escuchado de sus padres, que la policía la había encontrado un par de meses atrás caminando aturdida por la carretera que cruzaba el bosque. Tenía el cuerpo magullado, los muslos manchados de sangre y la ropa hecha girones. Al parecer había sido violada. El problema es que nadie había conseguido tranquilar a Laura lo suficiente para que pudiera contar lo sucedido.
Tras acabar ingresada en un par de centros psiquiátricos se decidió darle el alta y llevarla a casa, con una rigurosa y severa medicación. Pero a medida que su cuerpo se acostumbraba a las pastillas pasaba más tiempo entre aullidos y gritos que adormecida.
Los vecinos se quejaban y llamaban a la policía a diario. Pero éstos apenas podían hacer nada sin el consentimiento de sus progenitores.
El muchacho se sentó en el borde de la cama. No lo soportaba más. Acabaría tan loco como ella si seguía escuchando sus chillidos.
Se puso las zapatillas con la imagen de Son Goku y, sin encender las luces, se dirigió al salón. Quitó los cojines del sofá y se tumbó. Sintió un alivio tremendo al comprobar que allí la voz de su vecina apenas se percibía. Daba igual que el comedor oliera al cigarrillo de antes de irse a la cama de su padre, lo importante es que por fin iba a poder dormir.
Y aunque al principio parecía tener su voz incrustada dentro de él como sanguijuelas, al final acabó rindiéndose al sueño.
2
Tiró la mochila bajo el escritorio y encendió la consola. Era viernes. Y los viernes por la tarde no existían los deberes, ni la clase de inglés, solo un buen puñado de horas de vicio antes de ir a cenar.
Los cinco primeros minutos, mientras entraba en el menú de la videoconsola y después en el del videojuego, se había sentido extraño. Como si se hubiera dejado algo en clase.
Fue mientras escogía al luchador del Mortal Kombat cuando se percató de lo que sucedía. Bajó el volumen del televisor y miró hacia la ventana.
No se oía nada.
Por fin no se oía nada.
Quizás llamaron a la policía mientras estaba en clase y habían obligado a sus padres a llevársela. O quizá habían dado al fin con la medicina adecuada para ella y se encontraba sedada. Pudiera ser, simplemente, que Laura se hubiese recuperado y volviera a cruzársela en las escaleras de camino al instituto, sin más saludo que un tímido hola. Sin que entre ellos dos quedara ya nada de las charlas inocentes mantenidas en la infancia, y las cuales llegaron a su fin en cuanto a ella le crecieron los pechos y a él le salió la pelusilla oscura en el bigote.
No lo hubiera confesado jamás, pero en el fondo se alegraba de lo que le había sucedido a su vecina. Desde que empezaron el instituto él siempre se había sentido inferior a Laura. Los genes de ambos eran bien distintos, y mientras a ella la adolescencia le quedaba como un guante, a él le había explotado en la cara, formándole esos granos que le habían hecho ganarse el apodo de Volcano.
Quizá, cuando nadie quisiera acercarse a una loca, Laura volvería a prestarle atención, como tantas otras veces durante aquellos juegos entre niños aburridos de un mismo edificio.
Javier dejó el mando a un lado y se asomó a la ventana.
El patio de luces se componía de cuatro paredes sucias por el humo de las cocinas y con la pintura levantada. Buscó la ventana del cuarto de Laura, que se encontraba justo en la pared de enfrente y un piso más abajo. Estaba abierta, y en su interior podía verse una esquina del colchón y las mantas deshechas.
Seguro que la habían llevado al médico.
Desvió la vista hasta el piso de enfrente, el cual daba al dormitorio de una mujer divorciada más mayor que su madre, quien a veces se cambiaba con la persiana subida y la cortina abierta. No era para tirar cohetes, pero sus pechos caídos y su abultado montón de rizos entre las piernas le había valido para más de una paja. Pero la estancia estaba a oscuras, pues rara vez volvía del trabajo antes de las once de la noche.
Fue a entrar en el cuarto cuando algo llamó su atención. Laura estaba tumbada en la cama, con la cara justo en el hueco que podía verse desde donde Javier se encontraba, y lo estaba observando.
El muchacho entró tan rápido que se golpeó la cabeza con la persiana. La jodida Laura le había dado un susto de muerte. Apagó la luz de la habitación y esperó un minuto. Luego, casi a cámara lenta, volvió a asomarse.
Ella seguía en la misma posición, con un brillo dorado en los ojos y una mueca siniestra dibujada en los labios.
Javier se escondió de nuevo, con el corazón latiéndole con violencia.
Tembloroso, bajó la persiana, encendió la luz y subió el volumen del televisor tan alto como pudo. Retomó el juego. Pero era incapaz de concentrarse, pues la imagen de Laura observándole y sonriéndole era más poderosa que la del televisor.
Decidió apagar la consola y, cuando lo hizo, escuchó como los gritos de su vecina se habían transformado en una risa diabólica. Aquellas carcajadas le recordó a las que proferían las brujas de las películas cuando ideaban oscuras intenciones.
Salió de la habitación a toda prisa y decidió pasar la tarde junto a sus padres.
3
Intentó quedarse en el salón todo cuanto pudo, pero cuando su padre quiso irse a la cama le obligó a que él hiciera lo mismo.
Regresó a la habitación sin haber podido dejar de pensar un solo momento en la mirada y la risa de su vecina. Encendió la luz, se puso el pijama y se metió en la cama.
Tras unos minutos retiró la colcha y se levantó de golpe. Aún sin haber apagado la luz no conseguía dormirse, pues en su habitación flotaba la imagen del rostro de Laura, además de escucharse ciertos ruidos en el patio de luces. A tomar por culo. Dormiría otra vez en el sofá.
Salió al pasillo, pero entonces esos ruidos volvieron a sonar con más claridad dentro de su cabeza. ¿Podían tratarse de…?
Entró de nuevo en la habitación y se mantuvo expectante y en silencio.
Eran gemidos. Y joder, sabía de donde provenían.
Por primera vez en horas dejó de pensar en Laura.
Subió la persiana con sumo cuidado para no hacer ruido. En el dormitorio de enfrente se encontraba la madura de su vecina, desnuda y con las piernas abiertas sobre la cama, en proceso de introducir toda la mano en su vagina. Javier sintió una repentina presión sanguínea en la entrepierna. Estaba tan sorprendido por la escena que ni siquiera dejó de observarla cuando ella miró en su dirección. Sin embargo la mujer tenía algo extraño en la mirada. Un tono amarillo y luminoso en sus dos ojos. Y se oyó su risa al sonreír.
Pero la risa no vino de ella, sino de más abajo.
El muchacho sacó la cabeza y vio a Laura dentro del patio de luces, levitaba a la altura del primer piso, con la vista clavada en el vecino que se encontraba asomado a la ventana e hipnotizado por la chica.
—Tienes cáncer —dijo la chica, con una voz demasiado masculina para ser suya—. No sirves. Coge un cuchillo y límpiate.
El hombre se metió dentro y la joven alzó el rostro.
Una ráfaga de aire sentó en el suelo a Javier. Laura apareció flotando. Su mirada era puro fuego y su cabeza pendía torcida, como si su cráneo le pesara demasiado al cuello.
La chica se lamió los labios.
—Tú eres el elegido —escuchó Javier dentro de su cabeza.
El muchacho comenzó a chillar como un loco. Al cabo de un rato sintió el tacto de la mano de su padre sobre su hombro. Fue entonces cuando se puso en pie y, empujándolo, abandonó el piso entre gritos.
Recorrió las calles tratando de escapar de la risa y la voz que le perseguía. Sabía que Laura iba tras él, aunque no pudiera verla. Sin embargo sus ojos amarillos se proyectaban en los rostros de los carteles y de los maniquís, en los viandantes y en los gatos callejeros. Corrió por la carretera donde habían encontrado a Laura y penetró en el bosque del cual ella surgió aquella noche. Apartaba las ramas de los árboles sin dejar de gritar, adentrándose más y más en el follaje.
Y de pronto dejó de correr. Lo hizo porque la risa calló de repente. Ni siquiera era consciente de cómo había llegado hasta allí.
Giró sobre sus pies, pero era una noche sin luna, y apenas podía ver más allá de su nariz. ¿Cómo diablos no se la había pegado? ¿Acaso alguien había guiado sus pasos?
Exhausto y con la respiración entrecortada, escuchó murmullos y se puso en guardia. Una rama crujió. Otra. Creyó escuchar una palabra suelta, pero no supo reconocerla. Susurraron algo. Contestó una risa. No, aquello no podía considerarse una risa. Quizá una respiración entrecortada y ronca. Y de pronto aquel mismo sonido se escuchó por todas partes. Apartó el pie cuando algo le rozó el tobillo. Gritó aterrorizado. Gritó con todas sus fuerzas.
Sonó un trueno que no provenía del cielo, sino de la misma tierra, pues era el suelo abriéndose en dos. Y una luz tan brillante como el sol escapó de allí dentro.
Javier hubiera caído al vacío si no fuera porque la raíz de un árbol lo agarró de la pierna y lo depositó en el suelo de una cueva, repleta de hogueras. Luego cientos de sombras delgadas rodearon a Javier.
El chico pretendía levantarse, pero las manos viscosas de aquellos seres tan oscuros como las tinieblas se lo impidieron.
De sus gargantas salió un murmullo. Tenía melodía. Era una canción, o quizá un ritual.
Los ojos de Javier se movían con frenesí de un lado a otro. Los veía acercarse y alejarse de su rostro. De vez en cuando sus cuerpos producían chispazos. Al parecer sus auténticos cuerpos estaban ocultos tras un traje. Entre la luz de las hogueras pudo distinguir una nave alienígena destrozada. Mientras algunas sombras trabajaban en el vehículo espacial, otras creaban a un ser tan oscuro como ellos, pero hechos con barro, excremento de insectos, gusanos, ramas y hojas secas.
Oyó gritos atroces. Y vio en un rincón de la cueva a esos monstruos de barro. Habían cobrado vida, tenían fuego en los ojos y estaban violando a unas mujeres. Al eyacular lanzaban un grito y desaparecían dentro de las féminas, como absorbidos por sus vaginas. A las cuales, durante unos segundos, se le iluminaban las venas bajo la piel de una intensa luz resplandeciente. Luego las raíces de los árboles agarraban a las mujeres que habían sobrevivido y las subían a la superficie, mientras éstas gritaban traumatizadas.
De pronto todas las sombras quedaron en silencio, solo para clavar a continuación sus largas y afiladas uñas a lo largo del cuerpo de Javier, usándolas como pajitas para absorber la sangre.
Cuando Javier murió pudo sentir como su alma abandonaba la materia mientras aquellas sombras se quitaban la parte de arriba del traje y dejaban al descubierto unas cabezas gelatinosas, por las cuales podían verse las venas de un color amarillo, con dos puntos de luz como ojos y con las lenguas cubiertas por afiladas astillas, además de unas orejas de soplillo por las cuales sonaban sus voces. En cuanto su cuerpo se quedó sin sangre comenzaron a arrancarle las tripas y a introducirlas dentro del nuevo cuerpo de barro que estaban creando, mientras de sus orejas escapaba una melodía al unísono.
El espíritu de Javier fue ascendiendo hasta traspasar el techo y abandonar aquel escondite. Se encontraba de nuevo en el bosque, solo que ahora su condición inmaterial le permitía ver en la oscuridad, oler cuanto sucedía a kilómetros de distancia y escuchar a su padre hablar con la policía.
Se percató de un millón de movimientos. De seres vivos y de entes muertos. Incluso fue testigo de cómo surgía el dióxido de carbono de las plantas.
Sin embargo, entre todas esas nuevas experiencias algo le puso en guardia.
De entre la bruma y los árboles aparecieron un centenar de entes con los ojos brillantes. Tenían formas femeninas, y sus cuerpos eran una mezcla entre esos monstruos de barro y las mujeres a las que habían violado, poseído, y consumido sus almas hasta matarlas. Sonreían mientras se acercaban al chico.
Aquel bosque, justo encima del refugio de sus creadores, se había convertido en un vertedero de almas.
Cuando no quedase un ser vivo en la ciudad, los Clapturianos se trasladarían bajo tierra hasta el siguiente lugar donde aposentarse para continuar alimentándose de la raza humana. Al menos hasta reconstruir la señal de socorro para que pudieran venir a rescatarles. Sin embargo, aunque para los creadores el planeta tierra dejaba mucho que desear, para sus esclavos inmateriales los Luciferinos las almas de los humanos sabían bastante bien. Quizá ya era hora de aposentarse y crear un nuevo Infierno, repleto de gritos, fuego y horror.
¿Por qué no?
Los monstruos de barro, o mejor dicho, los Luciferinos rodearon el alma de Javier y lo desgarraron hasta que de él no quedó ni un pedazo de su existencia.
Astur (no ser si debe ser pronunciado tu nombre), gracias por este despliegue de imaginación.
El relato comienza muy bien, muy creíble. Plantea un nudo muy claro que es el misterio que envuelve a su vecina: esos gritos, ese estado mental. Cuando todo se dispara uno espera que lo que presentíamos, un hecho sobrenatural, fuera el desenlace de la historia. Pero no, no es solo un hecho, sino una serie de acontecimientos que explotan sin remedio en la cara del protagonista. Jejeje, me gustó.
Sin embargo no me resultó creíble. Creo que a partir de esa carrera endemoniada hacia el bosque todo se vuelve encorsetado y el narrador pierde el enfoque del muchacho, se dispersa y nos cuenta cosas que abren tantos cabos por resolver, en comparación con el resto de la narración, que resulta extraño e inverosímil. ¿Alienígenas, una cueva oculta bajo tierra, decenas de mujeres violadas por golems de barro…?
Se rompe la cotidianeidad de la narración, ese día a día del protagonista, sus padres, su pasado relacionado con Laura, sus problemas de adolescencia… Eso está genial, es consistente. Pero, como te comento, yo opino que el resto es una explosión sin fundamento en el resto del relato. Tal vez si se diera toda la información de la misma manera en que la has mostrado (en el día a día, mezclado con la realidad) todo sería más llevadero.
Por comentar algo más, creo que esas preguntas retóricas que lanza el narrador, como esta:
“¿Cómo diablos no se la había pegado? ¿Acaso alguien había guiado sus pasos?”
Te sacan de la lectura y no aportan nada. Deberías plantearte quitarlas (solo he visto dos).
Y comentar algo más:
El inicio del relato es muy bueno, genial. Pasé miedo con la escena donde Laura observa al protagonista con una mueca en el rostro. La escena de Laura levitando y hablando con el vecino enfermo de cáncer “quítatelo” (genial). O los pensamientos del protagonista y la confesión que hace sobre que, de cierta manera, se alegraba de lo ocurrido a su vecina… Veo que el texto y la trama estaba genialmente hilado, hasta llegar a esa estampida al bosque.
Mi puntuación es de 3 estrellas