La invasión de los carretes de alambre fulgurante
Estoy poseído, no soy dueño de mis actos, dijo una voz diminuta.
Gustavo se dio la vuelta y miró detrás de sí. Pero el camino se veía desierto. Estaba solo.
Entonces, justo a sus pies, volvió a oír el pequeño susurro.
Estoy poseído, no soy dueño de mis actos.
Ahora lo veía, la voz procedía de una margarita.
Gustavo la tocó con el bastón.
—Primero —dijo—, tú no puedes hablar; segundo, de poder hacerlo, tendría que ser en femenino, pues no eres un flor sino una flor, y tercero, tú no eres capaz de hacer nada, ni el menor movimiento. ¿Acaso puedes levantarte?, ¿puedes bostezar o fumar?
Mientras así decía, Gustavo se había agachado, había arrancado la florecilla y, como sospechara que en su interior se ocultaba un micrófono o algo, la había aplastado entre los dedos.
Estoy poseído, no...
Gustavo se incorporó y se chupó el pulgar, en cuya yema había brotado un punto de sangre.
La margarita tenía espinas.
De pescado.
Nada era como tenía que ser. Todo cambiado.
—Ya está bien de que os burléis de mí —exclamó al tiempo que apuntaba el bastón hacia el cielo—. Soy yo el que está poseído y ya no es dueño de sus actos.
El cielo ladró con fauces tiernas y húmedas, y Gustavo se quitó de la barbilla una gota de saliva.
A su izquierda el bosque escupió un hueso. No de aceituna, un hueso de niño o perrillo.
Gustavo, harto, la emprendió a bastonazos.
—¡Acabad de una vez, malditos!
Gustavo dio media vuelta y se dirigió hacia su casa, pero cuando se quiso dar cuenta se había metido en el bosque y había rodeado con sus brazos un árbol.
—Tranquila, Lucía —decía en un oído de musgo—, te sacaré de aquí.
El ojo de su mujer, que se veía grande y vacuno a través de un agujero de la corteza, se humedeció. Una lágrima del tamaño de una picota resbaló por el tronco.
Gustavo puso un dedo y la interceptó.
—Tranquila.
Se lamió la yema.
Y torció la boca.
—¡Puaj! —gimió—, sabes a carroña. ¡Tú no eres Lucía!
Entre la maraña de raíces, los dedos de los pies de la mujer se alargaron, diez afanosas culebrillas, las cabecitas pintadas de rojo.
Estoy poseído...
Gustavo las despanzurró a taconazos.
De todos modos, pensó después de haberse repuesto, yo no puedo volver a mi casa, ya no.
Incluso de haber conseguido llegar, Gustavo no habría podido entrar en ella, tal vez ni trasponer el umbral hubiera podido, tan abarrotada de cosas extrañas estaba; era de suponer que en mayor medida aún que antes, cuando la dejó.
El primer objeto que de la noche a la mañana, al menos según la apreciación de Gustavo, había aparecido en su casa había sido un carrete de alambre de un metro de diámetro, brillante, pesado; de hecho, como se comprobó después, inamovible. En realidad, no era un carrete de alambre pero se parecía mucho, pero mucho a un carrete de alambre, y como desconocía lo que era y no se le ocurrió otro nombre mejor, Gustavo lo llamó carrete de alambre fulgurante. Aquella misma tarde, mientras escuchaba a Andreas Scholl con las persianas echadas y amortiguado ruido de obra, había visto brillar en la oscuridad el rollo plateado, y luego, o eso le pareció, algo había saltado hasta él desde el carrete; algo, una lagartija de luz, un pulpo de mercurio había tocado su frente y la había traspasado. Y con él había entrado en su cabeza un caudal de imágenes extrañas, como una hilera de cuadros abstractos.
A la mañana siguiente, durante el desayuno, Gustavo había preguntado a su mujer si sabía quién se había puesto a hacer obras en la casa a las ocho de la tarde.
Lucía había comentado:
—¿Qué te pasa? Hablas raro.
—¿Que yo hablo raro? —había repuesto él, a punto de señalarle a ella lo mismo.
—Sí. Esas palabras... No son tuyas.
—¿Qué palabras?
—Has dicho teseracto.
—¿Que yo he dicho teseracto? Pues no sé lo que significa.
—Y arista, y poliedro, y plano inclinado.
Impaciente, Gustavo había apurado el café y apagado, apenas encendido, un cigarrillo.
En el suelo, con el zapato.
—¿Qué haces? —había exclamado su mujer—. ¿Es que no te da pena?
—Pena, ninguna. Es uno menos que me fumo.
—Pobrecita, tenía todo el derecho a estar aquí—. A sus ojos las hebras de tabaco debieron retorcerse en un espasmo de muerte—. Pobre, pobre, pobre araña.
Pero él ya había salido.
Gustavo había salido, se había acercado hasta un puente sobre el río, y luego no había podido recordar a qué había venido. Había orinado contra el pretil, espantado con palmadas a las gaviotas, robado un periódico, cosas que nunca había hecho. Había salido al campo y aplastado una colonia de hormigueros.
Por la tarde Gustavo había invitado a un niño del arrabal a merendar a casa. Cuando, harto de bollos, al chico le venció el sueño, en la boca aún ribeteada de chocolate le había metido un cortauñas y le había arrancado los dientes paletos.
***
Las casas, consideraba Gustavo, tenían la inteligencia de un niño pequeño, no eran las criaturas más listas del mundo pero tampoco eran como las mesas, por ejemplo, que eran tontas de remate. Las casas eran bondadosas y amables las más de las veces, aunque no siempre, y tenían casi sin excepción una veta burlona, traviesa y, en ocasiones, desleal y mala. La de Gustavo demostró ser de estas últimas. Cuando por la acumulación de objetos, pues después del primero habían aparecido más carretes de alambre, aparte de otras cosas, sobre todo las llamadas por él almohadas de acero, empezaron a estar apretados, la casa se puso sin disimulo del lado de éstos, bajo cuya influencia había caído sin oponer resistencia, y comenzó a suprimir piezas del mobiliario. Gustavo llegó a ver cómo su escritorio se elevaba para empotrarse en la pared frontal de su despacho y desaparecía absorbido al parecer por una mancha de humedad que allí había, y con el escritorio un bibelot, un cuarzo rosa y una caja de lápices, mientras la casa, alborotada, chillaba de excitación.
—¡Fuera, fuera! —gritaba la casa boba con voz de flauta.
Esto siguió así, y un día Gustavo, puestos los pies sobre una pila de almohadas de acero, descubrió que podía ver el fuego falso de la chimenea del salón desde el cuarto de baño. La casa había eliminado todas las puertas y paredes interiores.
La noche anterior, una de tantas de insomnio (las obras, en alguna parte, continuaban), la voz de Leonard Cohen había muerto en medio de una estrofa cuando desapareció con un suspiro el reproductor de discos.
No mucho antes, Gustavo había pensado en escribir una suerte de carta. Y lo hizo, y aun puso en un sobre las señas de su madre, pero no llegó a mandarla. El contenido decía:
“Nuestra casa se ha convertido en un trastero. Mejor dicho, nuestra casa se ha convertido en el trastero de ellos. Ellos, los que aprovechan cuando no estamos para entrar en nuestra casa y llenarla de trastos. Las puertas cerradas con llave y el hecho de que la casa esté habitada no parecen suponerles mayor problema. Día tras día, desde hace ya un tiempo, vienen y descargan aquí sus bultos, que no son lo que se dice pequeños. Hemos tenido que sacrificar una habitación, otra va por el mismo camino y ya estamos obligados a comer en la cocina entre objetos extraños. Por ahora solo han respetado el dormitorio, pero supongo que esto puede cambiar. Hay algo que puedo decir de ellos: no son de por aquí, y cuando digo que no son de por aquí, quiero decir que no son como nosotros. Es sencillo, sus cosas no se parecen a las nuestras. De hecho no hay modo de reconocer lo que son. Hay un objeto, que se repite varias veces, que recuerda remotamente a una silla, tal vez lo sea pero a condición de que el que se siente en ella mida por lo menos cuatro metros. Otro objeto podría pasar por una mesa (de dos metros de alto). Recién acabo de apilar en el descansillo unas “ruedas” voluminosas que nos impedían acceder al cuarto de baño. Yo me pregunto: ¿es que en el sitio de donde vienen tienen problemas de espacio? ¿Y por qué traen las cosas aquí, por qué nuestra casa y no la del vecino? Una idea ha venido a preocuparme: ¿y si a los objetos les siguen pronto los dueños? ¿Y si todo esto no es más que una mudanza, y un buen día nos encontramos a unos tipos raros instalados en nuestra casa?”
Gustavo no había tardado en sospechar la verdad. Los “tipos raros” ya estaban allí; eran, por supuesto, los carretes de alambre, y tal vez también las almohadas de acero. Y de nuevo se agachó frente a uno de ellos y volvió examinarlo a conciencia como hiciera la primera vez, tocó aquí y allá sin ningún resultado, presionó, golpeó, en vano. En cambio, a través de los huesos de su cabeza, vueltos de pronto permeables, esponjosos, sintió pulsar con nitidez los pulgares al rojo blanco de una voluntad extraña. Cuando estos se replegaron, su cerebro se había apagado, o eso pensó mientras se incorporaba, pero en su centro titilaba ahora un punto de luz como un piloto. Si esto era así, en su aspecto solo se tradujo en un cierto agarrotamiento de los músculos del cuello y de la cara que, en cualquier caso, pronto pasó.
***
Había atardecido, la luz había menguado, y él, que leía, había encendido la luz eléctrica, y después de un rato se había dado cuenta de que no lo había hecho, había pulsado el interruptor, solo eso: no había luz desde el día anterior. Pero apenas veía, ante sus ojos los renglones se apagaban, así que había corrido su silla, había corrido su silla, se había acercado cada vez más a la ventana, que, para permitir el paso de los objetos, ya no tenía cristal ni tampoco marco. Por último se había subido a ella. Sentado en el alféizar como en un columpio, con el delgado volumen entre las manos que había adquirido el color de una luciérnaga moribunda, se había echado hacia atrás, cada vez más se había inclinado: no terminaba de ver bien, no terminaba de ver bien, no terminaba de…
—¡Fuera con él! ¡Fuera!
Solo la aguda exclamación, que Gustavo reconoció al punto, había impedido que cayera de espaldas desde un sexto piso.
Un día, al revisar los bolsillos de la única chaqueta que le quedaba (la casa le había dejado con lo puesto), Gustavo había encontrado en uno de ellos una bolsa para excrementos de perro; en su interior, luego de deshacer el nudo, había hallado, entre otras cosas, un mechón de pelo negro arrancado que todavía olía a mentolín (era de Susana, la farmacéutica), un trozo de dos centímetros de piel oscura y sin vello que procedía, por lo que Gustavo recordaba, de una rodilla de Felipe, el portero de la finca, dos dientes incisivos fracturados, parte de la uña de un dedo gordo, y, en una caja de cerillas con chinchetas y alfileres, aparte de los fósforos, un montoncito de escamas grises y una bolita de sebo.
Después de cerrarla, Gustavo había puesto la bolsa sobre un carrete de alambre (no había ningún otro sitio, como no fuera el suelo). Cuando volvió a mirar, la bolsa ya no estaba. ¿La habían tomado las criaturas de metal por una ofrenda? Si fue así, la juzgaron insuficiente, porque no fueron benévolos con él.
En fin, una noche, al ir a acostarse, Gustavo había descubierto que su lado de la cama estaba ocupado por... Gustavo. Pero el hombre que recostaba la espalda en el cabecero junto a Lucía no era más que una mala imitación de Gustavo, el parecido con él era, en el mejor de los casos, muy aproximado. Lo increíble era que su mujer no se diera cuenta del engaño, cuando el impostor estaba además tocado con una ridícula corona de papel. Al parecer se había dedicado a hojear el libro que guardaba en la mesilla, El incongruente, esto es a deshojarlo, pues se veían páginas arrancadas dispersas sobre la colcha, además de envoltorios de chocolatinas y las propias chocolatinas, que no se había comido. En el momento de advertir al dueño de la casa, y al tiempo que cerraba el puño con el brazo encogido en un pobre gesto de triunfo, el rey de pacotilla había exclamado con voz chillona:
—¡Victoria!
Lucía, pegada al falso Gustavo, le había puesto la mano en la cara.
Y arrancado la mejilla.
—¡Bravo! —había gritado el verdadero Gustavo, sin atreverse a franquear el umbral del dormitorio—. ¡Esta es mi Lucía!
—Perdón —había dicho ella sin hacerle el menor caso—, pretendía ser una caricia.
En el lado izquierdo del lecho el patético soberano, con solo media cara, se había carcajeado.
—Esposa, ¡ven a mis brazos!
Luego se había abierto hasta el pecho la vaina de carne.
Después de esto, Gustavo había huido de casa.
***
Lo mismo que entonces no pudo alejarse de su domicilio, o muy poco, por mucho que lo intentara, contrariada su determinación a cada paso, ahora que se esforzaba en volver de nuevo, lo único que conseguía era distanciarse. De tal manera que por último llegó tan lejos que el paisaje, inhóspito y boscoso, empezó a resultarle por completo desconocido.
Tal vez si se marcara un objetivo más cercano…
Probó a hacer lo siguiente: sin perder de vista una piedra del camino, una referencia tan buena como cualquier otra, que distaba de él una decena de pasos, Gustavo levantó un pie, lo proyectó al frente y lo posó casi un metro por delante del otro, y después arrastró este, lo despegó del suelo y, tras forzarlo a describir un semicírculo, lo colocó bastante más allá del primero, de tal suerte que apenas se podía dudar de que de este modo había avanzado y se había acercado a su meta. Pues bien, después de haber ejecutado por este método diez pasos y haber recorrido un trecho que debería haberle llevado al objetivo, Gustavo no había recortado un ápice la distancia que le separaba de la piedra, que seguía en el mismo sitio, inalcanzable; e incluso, si se miraba bien, hasta se podía decir que había retrocedido y ahora se encontraba a quince pasos, incluso, incluso, a veinte pasos.
Probó por lo tanto lo contrario y, con la vista fija en la piedra, dio diez pasos hacia atrás, y luego dio otros diez pasos hacia atrás. Y dejó de verla, la piedra; el objetivo había desaparecido. ¿Había llegado? ¿Era posible que hubiera llegado? ¿Pues qué era lo que sentía debajo del zapato? ¿Qué era sino una piedra?
Entonces el canto se removió bajo su pie, se arqueó y escapó con un bufido.
Tres loros sobrevolaban la fronda azul entre chillidos de ¡Marica, el último!, cuando la espesura vomitó frente a él a un enmascarado que pretendió herirle con una hoja de un palmo de largo. Gustavo vio que el agresor solo empuñaba una hoja de eucalipto, pero de cualquier modo temió por su vida; había aprendido a desconfiar de sus ojos. Según estos, el emboscado era un canijo y se cubría el rostro con una careta de cerdo. Gustavo miraba con recelo la hoja con forma de punta de lanza; cuando esta atacó, saltó hacia atrás para salir despedido hacia adelante y caer sobre el enmascarado, que dio de espaldas en el suelo. Por si las moscas, Gustavo le propinó tres bastonazos; falló los tres golpes pero acertó de pleno a un arbolillo que se encontraba a su espalda. Con cierta dificultad acercó la contera al rostro cubierto y le levantó la careta. Un rostro de trapo le miró estupefacto.
Un pelele, se había batido con un pelele.
El pelele aprovechó para atacarle.
—¡Muere!
Con un quejido Gustavo se llevó la mano al costado, y luego se miró los dedos, blancos de… harina.
El cielo tronó. Parecía una carcajada.
—¿Pero qué diablos…? —Gustavo apuntó con el puño a la cúpula esmeralda, desde la que se veía descender una lluvia de rollos de plata. —¡¡Terminad de una vez, malditos!!
Gustavo permanecía acuclillado en el suelo de arena de una mazmorra sembrado de huesos y excrementos de ratones, una fantasmagoría, según repetía para sus adentros mientras negaba con la cabeza. Algo vibraba en el interior de su cráneo. ¿Un rastreador de aversiones y temores ocultos? Porque era indudable que los carretes de alambre convocaban ahora los peores terrores de Gustavo. Una banda de jorobados, ciegos y tullidos le había apresado en el bosque y arrastrado hasta esa prisión de muros viscosos. Después una criatura tosca y servil, cubierta de pelo, le había quitado la ropa y afeitado el pecho con un cuchillo de piedra. ¿Y qué propósito tenía todo eso? ¿Qué les movía a los carretes de alambre a jugar con él de esa manera? Gustavo lo sabía, y eso era lo peor, significaba que el juego no tenía término. Les movía la curiosidad, la curiosidad fría, minuciosa, inagotable de las máquinas.
La bombilla que colgaba de un cable por encima de su cabeza se apagó con un zumbido. En la puerta de metal encajada en la sombra Gustavo pudo ver un ojo aplicado a la mirilla que le observaba con inhumana fijeza.
Cuando terminé de leer este relato por primera vez, me sentí perplejo y con la sensación de que algo se me escapaba.
Después de leerlo por segunda vez, seguí dudando de mí mismo. No podía creer que un trabajo escrito con notable cuidado técnico y estético, más allá de que presente detalles susceptibles de mejora, no encajase en el tema de la convocatoria. Sólo veía una posible enfermedad mental del protagonista que alteraba su percepción.
Así que lo leí por tercera vez, el único caso en lo que va de concurso, y seguí sin verlo. Además del posible problema cognitivo que veía cada vez más claro se me ocurrió que, tal vez, hubiese una abducción o que el cerebro del protagonista estuviese siendo escudriñado de forma torpe, generando visiones, por algún tipo de entidad.
Pero, y cito las bases, "el apoderamiento del espíritu de la persona por parte de un ente externo" no lo veo. Me molesta no verlo, de verdad, y mucho. Ojalá que, en próximos comentarios, alguien señale con claridad y sin el menor género de dudas el punto clave que tal vez se me escape porque, entonces, me sentiré tonto por no haberlo captado pero alegre ya que podré cambiar mi calificación, porque siento que es un relato bastante bueno pero que no está en el certamen correcto.
Mi calificación es 2,5 estrellas.
Ceterum censeo Carthaginem esse delendam... ;oP