El Señor de Poniente aullaba de rabia mientras se perdía niebla adentro, arrastrado por las mareas que la esfera había desatado. Bosse escuchaba horrorizado cómo aquella voz, tan llena de ira como de frustración, se diluía más allá del muro evanescente. Pocos instantes después no quedaba el menor rastro ni de bruma, ni de mareas ni de demonio, sólo el infinito Mar de Hierba.
Bosse no acababa de creérselo: había sobrevivido al encuentro con uno de los espectros más poderosos y temidos de la llanura. Historias semejantes se suelen narrar al amor de una fogata, rodeado de niños incrédulos y asustados, como una leyenda más. Ahora él formaba parte viva de esa leyenda.
–Bendita Astarte –todavía sostenía en la mano la pequeña canica de cristal que la Magnabruja le había dado. Cuando la sacó del jubón resplandecía cegadora; ahora en su interior apenas titilaba una chispa moribunda. Convocar la marea para expulsar al demonio parecía haber agotado su Voluntad, e incluso había agrietado su superficie–. Sí que ha funcionado.
No podía perder tiempo. Con el guardián vencido ya nada se interponía entre él y su destino, Dol–Gabbar, La Montaña De Una Sola Cara. Por una vez los sabios habían coincidido con Astarte asegurando que en algún lugar de esa montaña encontraría a una anciana terrible y sabia. Ella podría entregarle el ungüento que sanara al Rey.
Bosse guardó la esfera en el jubón y arreó a Shara, su yegua. La montaña se elevaba ante ellos. El atardecer la iluminaba de lleno prendiéndola con tonos ígneos.
La niebla mágica había dejado un aire licuado y denso. Los sonidos llegaban pastosos. Las pezuñas de Shara producían chapoteos incongruentes al pisar la feltra, la omnipresente alfombra de hierba. Como buen habitante de las llanuras, Bosse temía el agua. Ahogarse estaba entre sus mayores pesadilla. Aquella humedad, semejante a estar sumergido, se le hacía insoportable.
–Debe tratarse de un efecto secundario provocado por las mareas de la esfera –murmuró–. Pasará.
Tratando de centrarse en su misión recordó las palabras de Astarte:
–Antes de ascender la montaña ríndela pleitesía. Da una vuelta completa en torno a ella sin perder de vista nunca su ladera. Que su habitante compruebe que no sólo posees la Voluntad que ha vencido al guardián, sino también la prudencia del comedido.
El sol languidecía. Bosse deseaba poder ascender antes de que anocheciera, así que espoleó a Shara iniciando una ruta que rodeara la base de la montaña. El animal bufó reticente.
–Calma, Shara. Calma –dijo acariciando el cuello del animal. Notó las crines empapadas. Si esa humedad no desaparecía podía afectar a la yegua–. Olvida las mareas y al demonio que han engullido: ya han pasado. No habrá más magia. Tranquila, mi chica.
El animal, como si le entendiera, dejó de resistirse y trotó obediente.
El guerrero avanzaba sin perder de vista la ladera. Desde aquella posición la montaña no se diferenciaba de cualquier otra de las que salpicaban el Mar de Hierba. La pendiente estaba cubierta en casi su totalidad por pastos. El, el viento crepuscular típico de las llanuras, dibujaba ondas en la feltra pendiente abajo, ondas que a la luz del atardecer recordaban ríos de sangre. Cerca de la cumbre había un coágulo oscuro y compacto: un bosque. Parecía una herida. De su corazón emergía un conjunto de agujas y edificios ruinosos que daban la impresión armas clavadas en la montaña. El origen de la sangre.
Jinete y montura continuaron dando el rodeo. El sol pasó de darles de espalda a hacerlo por el costado izquierdo. Bosse no perdía de vista la ladera. Del bosque empalado seguían fluyendo ríos rojizos, los pastos cimbreados por el viento. Pero la luz incidía en un ángulo distinto. Antes golpeaba de lleno al bosque y las ruinas arrancando sombras diminutas que apenas ascendían por la ladera; ahora llegaba lateral, conjurando manchas oscuras y horizontales que se arrastraban hacia la derecha. Bosse no lo comprendía: salvo por las sombras nada había cambiado en la ladera. Parecía que la montaña le mantenía la mirada, que giraba desafiante.
Bosse siguió rodeándola.
Se acercaron a la zona de sombra. La mole del promontorio eclipsaba el sol cavando un enorme pozo de oscuridad. Sin embargo el bosque y sus ruinas seguían presidiendo la ladera. Sólo había cambiado la forma de las sombras: ahora lo cubrían todo excepto las copas de los árboles y los pináculos quebrados de los edificios.
La montaña se interpuso entre Shara, Bosse y el sol. Al sumergirse en la negrura la pesadilla se apoderó del guerrero: allí dentro la sensación de humedad se volvía aplastante. A duras penas pudo reprimir un gritó.
–Salgamos de aquí, Shara. Corre. ¡Corre hacia la luz!
No necesitó espolear a la yegua para que ésta se lanzase al galope: ella misma parecía ansiosa de escapar de la sombra.
Bosse recordaba las palabras de la bruja. Pese a que la ladera se había convertido en un borrón de tinta no se atrevió a desviar la mirada.
Al emerger de una sombra montura y jinete resoplaron aliviados. Bosse sonrió al reconocer el paisaje. Los mismos pastos, el mismo bosque con sus ruinas… todo en idéntica posición a como lo viera la primera vez. Escalofriante e incomprensible, pero preferible a esa oscuridad acuosa.
–Maldito Yogthotl: ¡es verdad! ¡La montaña tiene una sola cara! Completemos la vuelta y subamos, Shara. Busquemos a esa anciana.
***
Bosse había peinado toda la zona despejada de ladera. Buscó en la falda inferior signos de fuego o de alguna cabaña. Recorrió las alturas esperando hallar alguna gruta o recoveco capaces de servir de refugio. Incluso ascendió a la cima pelada y azotada por el viento, husmeando entre las rocas desnudas y pulidas por la intemperie. Todo en vano: ni rastro de la anciana.
Sólo quedaban dos zonas que explorar: por un lado el grumo de oscuridad del bosque y las ruinas que albergaba; por otro las brumas que, a izquierda y derecha, flanqueaban la ladera. Se dirigió hacia ellas. Al acercarse la sensación de humedad se intensificó, opresiva, untuosa. Se parecía demasiado al efecto de las mareas de la esfera que se tragaron al Señor de Poniente. ¿Estaba la montaña sometida a mareas mágicas? Pero, aparte de la humedad, esa bruma hacía que su cuerpo se revolviera. Más aún, si intenta de mirar a su interior le entraba dolor de cabeza. Incluso Shara se mostraba inquieta: el animal cabeceaba intentando alejarse.
La montaña poseía una sola ladera, y si había algo más allá lo ocultaba celosa.
Bosse retrocedió y se dirigió al bosque.
No se había adentrado más allá de la tercera hilera de troncos cuando la luz rojiza del sol desapareció. Las copas tejían una urdimbre tan densa que el resplandor del atardecer no la podía atravesar. Bajo aquella cúpula la sensación de humedad se volvía aplastante, sólida, aunque no le ahogaba tanto como en la sombra de la montaña. Bosse tragó saliva, deseando salir de ahí lo más rápido posible. Sólo pensaba en su misión:
–Debo encontrarla. No puedo fallar.
Se topó con la primera pared sin quererlo. El musgo y los líquenes cubrían los sillares que, para horror de Bosse, rezumaban. Un entramado de lianas recorría el muro. Parecían venas varicosas dándole a la roca cierto aspecto incongruente, orgánico. Alzó la mirada pero el techo del bosque no le permitió distinguir hasta dónde se elevaba el edificio. Optó por seguir pared pero, asqueado por la humedad, manteniendo una distancia prudencial del mismo.
Al doblar una esquina Bosse se encontró al borde de un claro. Más allá se desplegaba un laberinto de ruinas con el Tarane aullando entre ellas. Guio a Shara por una avenida desierta. Muchos de los edificios, aun en estado ruinoso, superaran en altura a la cúpula del bosque. Desde la llanura las ruinas poseían un aspecto imponente, pero no tan descomunal. Ahora, caminando entre ellas daban la sensación de que estar sobredimensionadas. Sabía que no tenía sentido, pero a Bosse le daba la impresión de que habían aumentado en tamaño y número. Por un instante creyó que había encontrado Mabarse, la mítica ciudad eterna e ilimitada.
Nada de cuanto veía le tranquilizaba.
–Sagrado Mar de Hierba, no me hagas sucumbir en tus mareas –murmuró llevándose la mano al jubón y buscando la esfera de Voluntad. La canica todavía conservaba un calor tibio y agradable–. Confió en que todavía albergues poder suficiente para protegerme igual que hiciste con el Señor de Poniente.
»Y que alejes de mí esta humedad –apostilló.
Sin soltar la esfera arreó a Shara.
–¡Anciana! ¡Dama sabia! ¿Dónde estás?
La única respuesta provino del Tarane que aullaba al atravesar las ruinas.
***
–¡Caballero! ¡Auxilio, mi señor!
La voz sorprendió tanto a Bosse que creyó que sus sentidos le engañaban. La humedad no había remitido un ápice, pero una cosa era que apenas pudiera soportarla y otra que empezara a imaginarse voces.
–Socorro. ¿Puede ayudarme, caballero?
El guerrero tiró de las riendas, aunque Shara ya se había detenido. Bosse se volvió hacia el origen de la voz. Una chica surgía corriendo de un callejón encajonado entre dos edificios. Un pequeño macizo de arbustos crecía en la bocacalle haciéndola poco menos que invisible: a ojos del guerrero la muchacha apareció de la nada. Al llegar ante el caballo la muchacha se detuvo, toda ella sollozos e hipidos. No destacaba por su altura y tendía más a robusta que a delgada. Se cubría con un vestido humilde carente del mejor adorno o dibujo.
–Señor, señor –logró decir con voz ahogada–. ¿Podría ayudarme?
La muchacha se mantenía a cierta distancia. Se la veía aterraba y agotada. Pese a la oscuridad Bosse adivinó unos ojos hinchados y enrojecidos.
–Tranquilízate, chiquilla. Dime. ¿Qué te pasa? ¿Quién eres? Y, por todos los dioses, ¿cómo has llegado a aquí?
La muchacha tomó aire y respondió:
–Me llamo Nora, mi señor. Vivo en una pequeña villa al otro lado de la montaña.
–¿Cómo? ¿Al otro lado de la montaña? Es imposible, loca. No hay ‘otro lado’. Estamos en Dol–Gabbar, La Montaña De Una Sola Cara.
–¿Dol–Gabbar? No, mi señor. Esta montaña se llama Vernoria, la Brumosa. Y le digo que vivo en la vertiente de Naciente…
La chica retrocedió para mirar con más detenimiento a Bosse. De improviso descubrió las enormes alforjas de viaje de Shara. Profiriendo un chillido saltó hacia atrás.
–Por favor, caballero. ¡No me encierre en su saco! Usted también no. Haré todo lo que me diga, pero ¡no quiero volver al saco!
–Tranquila, muchacha… Nora. Tranquila –Bosse calló. Se dio cuenta de que estaba hablando a la chica con el mismo tono que usaba con su yegua. Desmontó con lentitud, evitando sobresaltarla, y se acercó a ella. Alzaba las manos enseñando las palmas vacías–. No sé de qué saco me hablas, pero te aseguro de que no voy a hacerte nada malo. Cuéntame lo que ha pasado.
–Ellos… ellos… –la chica se aspiró los mocos– entraron en mi cabaña. Era de noche. Ayer… ¿Ayer? No estoy segura. Les noté tan aterrados como yo. Me sacaron de la cama, me metieron en ese saco y… ¡me arrojaron a la niebla! Me perdí y acabé aquí.
Su voz se había convertido en un gañido. Bosse apoyó una mano sobre el hombro de la chica.
–Vale. Eso ya acabó. Estoy contigo. Nada malo te va a pasar. Pero ¿cómo llegaste aquí? Yo he tenido que esquivar al más terrible guardián que hubiera imaginado: el Señor de Poniente. Y eso sólo para llegar a la falda de esta montaña.
–Jamás he oído hablar de ese guardián, caballero. No he bajado a las llanuras en toda mi vida. Ya le he dicho que vivo en esta montaña, pero al otro lado.
–¡Chiquilla, lo que dices no tiene sentido!
–Pero es la verdad –y de nuevo se puso a llorar–. Yo sólo quiero volver a mi casa, a mi cama. Que esta pesadilla acabe.
Bosse empezaba a desesperar. En ese paraje no había aldea alguna: lo había explorado todo, hasta donde llegaba la niebla y su abismo mareante. La muchacha debía haber perdido el juicio. Y lo peor: el tiempo pasaba. Su rey agonizaba muy lejos de allí y en él recaía la misión de encontrar la medicina y regresar.
Pero ella insistía en que vivía cerca de allí…
–Dices que tu aldea está al otro lado de esta ladera.
–Sí, mi señor.
–¿Has oído hablar de una anciana? Tiene fama de temible, tan aterradora como sabia.
Ante aquellas palabras la joven dejó de llorar, se irguió y buscó los ojos de Bosse. La oscuridad no le permitió leer bien aquel rostro rubicundo, pero por un instante creó intuir suspicacia mezclada con sorpresa.
–No poder ser. ¿Una mujer llena de poder y sabiduría, tan temida por su gente como odiada?
–Sí. Supongo que sí, que se trata de ella. ¡Llévame ante su presencia!
–Bien, lo haré pero… ¿no me auxiliará? ¿No me ayudará a llegar sana y salva a mi casa? Tengo miedo de los hombres que me secuestraron vuelvan a intentarlo.
–No te preocupes. Tú enséñame dónde puedo encontrar a la anciana y yo te llevaré de vuelta a tu casa.
La noche se estaba volviendo más oscura y húmeda por momentos. La luz de las estrellas caía refractada y débil, como si evitara aquella montaña hechizada. En esa negrura creciente Bosse apenas pudo entrever el rostro de la chica cuando ésta habló.
–Deberemos atravesar la bruma. Y para ello necesitaremos un poder especial. Una Voluntad.
–¿Y eso? ¿Por qué? Da igual, yo pose… –Bosse no acabó la frase. Retrocedió llevándose la mano a la espada–. ¿Cómo sabes que tengo una Voluntad?
–Simple deducción, mi señor. Insiste en que ha superado terribles guardianes para llegar a una montaña que, según dice, roza lo mágico; una montaña que sin embargo para mí no tiene nada de misterioso. Todo eso implica que la realidad está mutando: está actuando una Voluntad. Y esta niebla que nos rodea esta noche sin duda tiene algo especial.
»Acepto, mi señor –prosiguió la chica–. Confío en su fuerza. Le llevaré ante esa mujer. Y usted a mi casa.
»Sígame.
Y sin esperar la reacción de Bosse la chica se perdió tras los mismos arbustos de los que había surgido.
***
Un acantilado de niebla se alzaba ante ellos. Perpendicular, compacto. Bosse notaba una quemazón en los ojos, el estómago le bailaba como si estuviera rodando pendiente abajo. Y luego la humedad: le aplastaba, enfermándole tanto o más que la aberrante pared de bruma.
–Ese no puede ser el camino, Nora.
–Pero lo es. Debemos atravesar la niebla, mi señor. Si quiere llegar a Ella debe seguirme.
Por segunda vez la joven avanzó sin esperar al guerrero. Las dudas y el temor le gritaban a Bosse que debía negarse, salir de ahí. Pero si no seguía a la chica ¿cómo encontraría a la anciana? La muchacha era su única pista. Y el rey agonizaba. Necesitaba ese ungüento.
Debía seguir. Y hacerlo ya para no perderla.
–¿Mi señor?
La voz emergió de la niebla. Bosse azuzó a Shara, pero el animal rehusó moverse.
–Venga, preciosa. No tengas miedo –dijo sacudiendo las riendas. La yegua reculó.
–Caballero…
–Voy. Ya voy.
Bosse descabalgó, cogió el jubón y acarició el hocico de su compañera.
–No te vayas muy lejos –le murmuró al animal. Las lágrimas ardían en sus ojos–. Volveré en nada.
El animal cabeceó nervioso al ver cómo el guerrero giraba y se adentraba en la bruma.
–Señor…
–¡Voy!
La niebla se pagaba untuosa a su cara, a sus manos, a su coraza. Densa, líquida. Le empujaba, le arrastraba. Como una marea. Bosse recordó el horror de su encuentro con el Señor.
–Bosse.
Debía seguir. Creía que la cabeza le iba a estallar y notaba una presión casi insoportable en el estómago. Le costaba reprimir los vómitos.
–Esto me está mareando. Me está matando.
–Por aquí, Bosse. No temas. Usa la Voluntad. Ella te guiará y protegerá.
Bosse buscó en su jubón la esfera y la extrajo. La canica resplandeció con un brillo imperfecto de cristal fracturado. Notó cierto alivio.
–No sé si aguantará, Nora.
–Lo hará. Tranquilo. Bien. Así. Perfecto.
»Ya estamos.
La niebla se había vuelto tan densa que podía cortarse con un cuchillo. Bosse no veía a la chica. Apenas intuía su gruesa silueta, una masa más oscura dentro de la bruma.
–¿Ya estamos? ¿Dónde?
–Ante Ella.
–Pero aquí sólo estamos tú y…
La silueta alargó un brazo hacia Bosse.
–Yo he cumplido, ahora tú debes hacer lo mismo. Dame tu voluntad.
El guerrero protegió la canica.
–Nunca, bruja.
La muchacha avanzó hacia Bosse hasta quedar tan cerca que la bruma apenas distorsionaba sus rasgos. El guerrero podía contemplar sus ojos: centelleaban dotados de luz propia. De Voluntad.
–¿Quién te ha dicho que quiero esa migaja? Quiero tú Voluntad. Con ella podré romper este muro y volver a mi aldea. Y vengarme. Y aprender. Y envejecer. Esos pueblerinos decían que yo, ¡yo!, era una amenaza. “El oráculo ve que te convertirás en una aberración, tan poderosa como malvada”, eso repetían sin cesar. Yo, que nunca les hice daño alguno. Yo, que sólo usaba mi magia en pactos con criaturas ajenas a nuestro plano, tan inofensivas como inertes.
»Pero me han secuestrado, insultado y apaleado. Me han humillado. Pagarán. Poco me importa si me convierto en eso que temen, en eso que tú también vaticinas.
»Para completar mi venganza necesito llegar al otro lado. Necesito Poder. Tu Voluntad.
El aire, denso como agua, ahogaba a Bosse. Le arrastraba, le debilitaba.
–Soy sabia pero todavía no me temen. Envejeceré. Soy quien buscas, pero en un tiempo equivocado. Has surcado mareas extrañas, mareas que te han arrojado a una orilla errónea.
»Aunque eso da igual.
Bosse –el guerrero, el héroe– intentó revolverse, romper la presa líquida que le aplastaba. Una presa que reventó sus pulmones, inundando su cuerpo, anegando su alma. La marea convocada por Nora le arrancó la Voluntad.
La bruja, sonriente, atravesó la niebla.
Hola a todos.
Soy nuevo aquí, como ya adivinaréis. De hecho ésta es mi tercera entrada en la web. Bastante me ha costado publicar el cuento, que no sé qué pasaba pero me daba todo el tiempo un error de captcha. Pero al final, sin saber cómo, se ha solucionado.
Guay.
Espero que el relato os guste. La brujería no entra para nada dentro de lo que suelo escribir, así que no os cebéis mucho con él ;)
Juan F. Valdivia.
Fuerza de mascarón: el mar, una tormenta, una cacería… y horror.