No hay prisa, Coon.
Bueno, aquí os dejo a mi pequeño niño cena...
NIÑO CENA
«Dos días sin comer es suficiente castigo» Pensó Clara, otra vez.
La Isla era un cuadrado perfecto. Lo sabía porque la había recorrido por sus bordes varias veces. Eran, exactamente, trescientos veinte pasos por cada lado. Un cuadrado perfecto en medio del océano.
«Si al menos me dejarais recordar mi delito» Volvió a pensar Clara.
Se había aburrido de hacer aquellas preguntas en voz alta, dirigidas al poste metálico sobre el que se encontraba la cámara de vigilancia. Ahora solo las pensaba para sí misma, como si ellos pudieran estar en su cabeza del mismo modo que habían estado para borrarle sus recuerdos recientes.
La Isla era de cemento, o de hormigón, no podía distinguirlo. Estaba pelada de todo rastro de vida, excepto la que crecía en algunas grietas. Eran malas hierbas llegadas de fuera. No eran comestibles y, si de algún modo podían llegar a serlo, ya habían desaparecido mordisqueadas durante el primer día de su estancia en aquel lugar.
En el centro de la Isla había una caseta metálica. En el centro de la caseta ardía un fuego que no se apagaba. En el techo colgaba una esfera negra con, posiblemente, una cámara de vigilancia dentro. También había un cuchillo de carnicero, grande y afilado, pegado a una de las paredes de la caseta. Podía cogerlo y llevarlo a cualquier lugar de la Isla. Había intentado varias veces arrojarlo al mar, pero el cuchillo se quedaba pegado a su mano derecha. La única forma de soltar el cuchillo era dejándolo en ese lugar exacto de la pared, entonces podía abrir la mano y liberarse de él. Cogerlo con la izquierda no funcionaba y, si lo intentaba, el cuchillo permanecía adherido, inamovible.
Clara volvió a mirarse la palma de la mano. Allí estaban los finos hilos que le habían introducido debajo de la piel.
«Tecnología al servicio de la barbarie» pensó Clara, otra vez.
Justo al lado de la caseta había una pequeña fuente de agua que funcionaba en todo momento. El agua surgía de un pequeño caño que salía del suelo y caía en un cuenco horadado directamente en el cemento. El cuenco estaba siempre rebosante y el agua sobrante se desbordaba formando un pequeño riachuelo que terminaba cayendo por un extremo de la Isla. Al otro lado de la caseta estaba el poste, de unos cinco metros, con la esfera de cristal negro en la cúspide. Desde allí vigilaban sus movimientos. Eso suponía Clara, que imaginaba una cámara de video dentro.
Y eso era todo.
Su último acto de rebeldía consistía en permanecer quieta, tumbada al sol. Si alguien estaba disfrutando con aquello tendría que conformarse viéndola yacer en silencio.
A Clara le habían dejado un vestido, de ese color azul marino que se identificaba con la reclusión o el trabajo. Estaba descalza, lo que a ciertas horas le impedía poder caminar por la Isla, debido al excesivo calor que el cemento adquiría. Clara había usado el cuchillo para cortar el faldón del vestido en dos largas tiras. Se las enrollaba en los pies en esos momentos del día, aunque lo mejor era meterse dentro de la caseta para que el sol no siguiera enrojeciendo su piel, antes blanca.
«Si pudiera recordar lo que hice, si pudiera recordar porqué estoy aquí» Pensó de nuevo Clara.
Atardecía. En pocos minutos empezaría el frío y tendría que meterse en la caseta, al calor del fuego. Antes de esconderse por tercera vez desde que despertó en la Isla, Clara, quiso asomarse al mar.
Los bordes de la Isla consistían en una caída de dos metros hasta el agua. Clara había pensado varias veces en tirarse y nadar, para llegar a algún lugar, o morir. Pero aun no estaba tan desesperada. Desde el agua no podría volver a la Isla si se arrepentía de su acto. Dos metros de altura eran más que suficientes para evitar que ese pensamiento terminara convirtiéndose en una realidad.
Clara observó de nuevo el océano, azul y frío y se dijo que, tal vez, al día siguiente se arrojaría.
Fue hasta la caseta, entró por su única puerta, se acurrucó en el suelo, al lado del fuego, le hizo un gesto obsceno con el dedo a la cámara y se durmió.
Soñó que su madre le colocaba delante un plato de espagueti con salsa boloñesa y que ella lo rechazaba. Era un sueño basado en un recuerdo lejano, de su infancia, cuando la posibilidad de comer espagueti todavía existía. Su madre se enfadaba y le decía que tenía que comer, que comer era lo más importante, que la gente que no come es gente insatisfecha. Su madre le hablaba, le decía cosas, pero no podía escucharla porque el sonido de un helicóptero lo impedía. Era un sonido claro y potente al otro lado de la ventana, como si las aspas del aparato pudieran llegar a tocar las paredes del edificio. Clara le pedía a su madre que hablara más alto, pero ella meneaba la cabeza reprobatoriamente y retiraba el plato.
Despertó.
Las legañas en sus ojos eran tan espesas y se habían secado tanto que no podía abrirlos. No le importó. La realidad era igual de espesa y la asaltó justo en el momento de adquirir consciencia. Sabía dónde estaba y cuál era su situación. No tenía ninguna prisa.
Alguien respiraba a su lado.
Clara pensó que continuaba soñando y no quiso darle mayor importancia pero, a medida que pasaban los segundos, aquel sonido de respiración seguía activando sus tímpanos.
Se incorporó pesadamente y se frotó los ojos. Despegar los parpados le resultó difícil, pero al fin pudo abrirlos. La luz de la mañana era deslumbrante y no podía percibir su entorno con claridad. Allí, en el techo, estaba la esfera oscura, allí, en la pared, brillaba el cuchillo. El fuego calentaba un pequeño cuerpo desnudo. Era un niño.
—¿Pero qué clase de malnacidos sois? —Dijo, dirigiendo sus palabras a la esfera negra.
El niño se despertó al oír la voz de Clara. Se desperezó lentamente, la miró y sonrió.
—¡Hola mami! —Dijo.
Clara no dijo nada. Se puso en pie como pudo y salió al exterior con la intención de beber unos sorbos de agua. No sentía hambre. Hasta la noche anterior la había torturado con su presencia, insistente y real como la isla misma.
—¡Será que a partir del tercer día sin comer se deja de sentir hambre y empiezan las alucinaciones! —Exclamó en voz alta— ¡Qué bonito! ¡Qué bien pensado!
Se arrodilló ante el caño y dejó que el agua llenara las palmas de sus manos.
El niño salió de la caseta.
Era un pequeñuelo gordito que no debía tener más de cinco años. Su cabello era negro, su piel blanca, su barriguita redonda. Sus ojos expresaban una extraña alegría.
—¡Mami!
Clara se aplicó el agua a la cara y se la restregó con fuerza. Estaba fría. Había dejado de preguntarse de donde diantres salía, pero en su situación no tuvo más remedio que agradecerla. Querían matarla de hambre, no de sed.
—Mami, ¿Por qué no contestas? —Preguntó el pequeño con tristeza.
—Déjame ya. Tú no existes.
—Sí que existo, ¿no me ves?
Clara se incorporó y se quitó el vestido. El niño abrió mucho los ojos y se llevó las manitas a la boca, riendo.
—¡No puedo creerme que seáis tan malvados como para haber traído a un crio! —le gritó a la cámara.
—¡Pero mami...!
—Espero, de verdad, estar alucinando, pequeño.
—Maaami...
—Si de verdad estas aquí... Pero ¿Qué puedes haber hecho tú?
Introdujo el vestido en el cuenco. El calor amenazaba con volverse insoportable y mojarlo era una buena forma de combatirlo. Se frotó el cuerpo con agua.
—Yo no puedo recordar mi crimen. Habrá tenido que ser algo muy grave para hacerme esta putada..., pero...
Se volvió hacia el niño.
—Pero... ¿Quién eres tú?
El pequeño dio dos fuertes palmadas, riendo alegremente.
—¡Soy el niño cena!
—¿Cómo que eres el niño cena? ¿No tienes nombre?
—Ahm... No.
—¿Eres un niño sin nombre aparecido de la nada? De veras que estoy alucinando.
—No, mami, no he aparecido de la nada. Me trajeron por la noche en un aaaviiión —dijo el niño cena al tiempo que ponía los brazos en cruz y correteaba alrededor de Clara.
—Anoche soñé con un helicóptero.
—Aaaaviiión.
Clara se puso el vestido mojado. Estaba frío.
—Pues —dijo— no entiendo en qué consiste el castigo. Pensaba que se trataba tan solo en matarme de hambre.
El niño cena se detuvo.
—No, mami, no. Ellos no quieren que te mueras de hambre. Por eso me han mandado hasta aquí.
—¿Y qué puedes hacer tú que evite que me muera de...?
La idea le sobrevino repentinamente, clara y resplandeciente.
El niño cena sonreía.
—¡Oh, no! No, no, no... Eso no puede ser... No...
—¡Claro que sí, mami!
—Esto no puede ser mi castigo... No tiene sentido.
—Sí que lo tiene, mami.
—¿Cómo? ¿Tengo que pagar mi crimen con otro... aún más aborrecible?
—Tú no sabes que crimen cometiste, mami. ¿Cómo sabes que no fue peor que comerme?
Estaba claro. Había dicho, “comerme”.
—¿Y pretenden castigarme obligándome a asesinar a un niño?
—Es que, verás, mami, yo no soy un niño de verdad.
—Oh Dios.
—Abrí los ojos por primera vez ayer.
—¿Eres un... clon?
—No, un clon no. Soy un niño artificial.
—¿Un robot?
—¡No! ¡Un robot no! ¡No seas tonta, mami! ¡No podrías comerte a un robot!
El cansancio había desaparecido. Algo en el interior de Clara se había activado.
—¿Entonces qué eres?
—Pues... —dijo el niño cena y alzó los hombros mientras ponía una graciosa cara de perplejidad— Pues un niño artificial.
—¡Un clon entonces...!
—Que nooo, maaaami. Un clon es una copia de otra persona y yo no soy la copia de otro niño.
Clara perdió la paciencia, le hizo un gesto de rechazo al niño con ambos brazos y caminó hasta el borde de la Isla.
—¡Bah! —dijo— No estoy para más gilipolleces.
Se sentó en el borde, dejando colgar las piernas y mirando el agua. Aunque tenía ganas de echarse a llorar, no podía. Echó la vista atrás un instante, para asegurarse de que el niño cena seguía allí. Y allí estaba, pequeño y cabizbajo. Parecía triste.
—Esto no puede ser cierto. ¿Cómo va a ser cierto? Juegan con mi cabeza, con mi cerebro. Todo esto no es real.
Volvió a mirar al agua. La idea de que jugaban con su cerebro la había tenido desde el momento en que abrió los ojos por primera vez en aquel desquiciante lugar. Casi deseaba que fuera así, pero no podía estar segura de que la tecnología permitiera un nivel de realidad tan alto.
Echó de nuevo la vista atrás. El niño cena la miraba. Desde aquella distancia parecía aun más pequeño y desvalido.
—Cabrones —dijo en un susurro— Esto no se hace.
Volvió de nuevo la vista al agua. Estaba tranquila, sin oleaje. Desde el primer día pensó que era extraño que el mar no rompiera contra las paredes de cemento, que permaneciera tan estable, con apenas una leve subida y bajada constante.
Algo se iluminó en su mente. Le llegó de pronto, sin haberlo sopesado antes.
Entendió que aquello no era una simulación virtual implantada en su cerebro. La Isla era real, lo falso era el mar. Imaginó que estaba en una gran piscina y que por eso todos los objetos inmediatos tenían esa apariencia de realidad tan vívida, porque eran físicos. El horizonte era un decorado, una pantalla en la que se deslizaban el sol y las nubes, las estrellas y aviones. Por eso no había oleaje. Estaba en un gran estudio de televisión y todo aquello solo era una prueba.
—Bien —susurró— ¿Queréis jugar? Pues juguemos.
Se volvió hacia donde estaba el crio y sonrió. El niño levantó la cabeza. Ella alzó un brazo y le hizo gestos para que se acercase. El pequeño, como activado por un resorte, saltó y corrió hacia Clara, riendo.
—¡Maaami!
—Oh, sí, ven conmigo pequeñín.
El niño cena se sentó al lado de Clara y ella le abrazó, sintiendo la blandura de las infantiles carnes contra su cuerpo. No pudo evitar que la imagen de pedazos de chicha, asada al fuego de la caseta, dorados y crepitantes, la asaltara.
Empezó a salivar.
* * *
El día había transcurrido como los anteriores. El sol se alzó en el horizonte, pasando sobre sus cabezas, calentándolo todo, luego descendió, permitiendo que la temperatura se hiciera soportable.
Atardecía por tercera vez en la Isla. El niño cena jugaba con el agua de la fuente.
Habían pasado la mañana jugando al veo veo, cosa que terminó volviéndose aburrida. No había mucho que ver en la Isla. Después de dormir la siesta, a la sombra de la caseta, jugaron al escondite. Tampoco resultó ser demasiado divertido.
—¿Sabes? te voy a poner un nombre.
El niño cena dejó el agua y acudió raudo.
—¿Sí?
—Eres un niño artificial, así que te voy a llamar Pinocho.
—¿Pinocho?
—¿No sabes quién era Pinocho?
—Pues no.
—Era un niño artificial, hecho de madera.
—Ahm... Pero yo no estoy hecho de madera.
—Ya. Al principio, Pinocho, era de madera, pero después un hada lo convirtió en un niño de verdad.
—¡Qué raro es eso!
—Claro que es raro, es un cuento.
—¿Me lo cuentas, mami?
—Claro pequeño, siéntate.
—¡Y después me comerás!
—¡Cállate ya con eso, hostias!
—No te enfades, mami.
—¡Las mamis no se comen a sus pequeños! ¡Deja ya de decirlo!
—Jo, mami...
—No pasa nada, pero no lo digas más, ¿vale?
—Ahm… Vale, mami.
Clara empezó a relatarle el cuento. En su mente, sin embargo, repasó lo que el niño cena... lo que Pinocho le había estado diciendo durante la jornada. Respuestas a sus preguntas. Preguntas sobre su naturaleza.
Pinocho le había dicho que era un niño artificial, creado en una máquina. Estaba programado con recuerdos simples, en los que ella era su madre. Lo habían programado, también, con un deseo obsesivo, una misión que cumplir, algo que le daba sentido a su pequeña existencia.
Tenía que ser comido por mami.
Clara había adivinado la intención de toda aquella crueldad. Era una prueba, de eso estaba segura. Lo que fuera que había hecho en el mundo real estaba relacionado con la prueba y la única forma de superarla, creía, era evitar comerse a Pinocho. Solo eso. Preferir morir de hambre antes que asesinar a ese pequeño.
Y lo iba a hacer. Iba a superar la prueba, costase lo que costase. Aunque tuviera que morir de inanición en el intento. Ante todas las cosas. Ante toda su hambre. Ante todas aquellas imágenes de carne asada, irreconocible y deliciosa que la asaltaban a cada minuto.
Sí, jugaría con Pinocho, le daría agua de sus propias manos y dormiría con él. Le contaría cuentos, todos lo que hiciesen falta. Lo haría durante el tiempo que fuese necesario, hasta que sus celadores llegasen a la conclusión de que no era peligrosa, que podía soportar su tormento sin necesidad de recurrir al canibalismo.
—... Y el hada buena recompensó a Pinocho, convirtiéndolo en un niño de verdad. Y fueron felices para siempre.
—¿Y lo mataron, lo asaron y se lo comieron?
—¡Pinocho!
—Era una broma, mami.
—Mierda, Pinocho, no bromees con eso. Eres un niño de verdad, ¿no lo entiendes?
—Es que no lo soy...
—¡Lo eres! Eres mi niño bueno.
Pinocho pareció meditar sobre aquello.
—Lo nuestro no tiene futuro, mami —dijo al fin.
—Lo tiene.
—¿Y qué futuro puede ser ese, mami?
Clara quedó bloqueada ante la inocente pregunta. ¿Qué podía contestarle?
—Mami —continuó Pinocho—, no te engañes. Ellos no quieren que me trates bien y me cuentes cuentos. Quieren que hagas lo que tu instinto te dicta.
—¡No...!
—¿Crees qué no sé lo que estas pensando? ¿Crees qué no sé qué te gustaría agarrarme, degollarme como a un cochinillo y asarme a fuego lento?
Clara se sintió enferma.
—Mami, eso que sientes no es solo producto del hambre. Está en tu naturaleza. Por eso te han enviado aquí.
Se puso tensa.
—¿Y tú que sabes de eso?
Pinocho no respondió.
—¿Sabes por qué estoy aquí?
—Ahm... Puede.
Quiso ponerse en pie, pero le fallaron las fuerzas. Por primera vez en tres días las lágrimas brotaron de sus ojos. No pudo evitar sentirse aterrorizada ante la posibilidad de saber, por fin, el motivo de su presencia en la isla.
—Hazme la pregunta, mami.
—¡No, déjame! ¡Vete!
—¿Y adonde quieres que vaya, mami?
—¡Al otro puto extremo de la isla! ¡Y deja de llamarme mami! ¡Yo no soy tu puta madre!
—Oh, mami, que cosas me dices...
—¡QUE TE VAYAS! ¡QUE DEJES DE MOLESTARME CON TUS GILIPOLLECES! ¡QUE ME DEJÉIS EN PAZ!
Pinocho se levantó, se echó las manos a la espalda como si se sintiera desolado y se alejó de Clara, cabizbajo. Antes de alejarse demasiado se volvió.
—Mami, creo que, en realidad, sabes lo que hiciste...
El final de la frase quedó ahogado ante el grito histérico de Clara. Un gritó que rompió el silencio y se perdió en la noche.
«Si esto fuera un estudio cerrado, habría habido eco» Pensó Clara.
* * *
Amaneció de nuevo, aunque esta vez la luz del sol no entraba por la puerta de la caseta.
Salió para comprobar que estaba nublado, con esas nubes grises que anuncian lluvia. Buscó con la mirada a Pinocho, pero no lo encontró. Un sentimiento de culpabilidad la inundó.
El hambre era una realidad latiente, visceral y tan presente, que no podía pensar en otra cosa que no fuera comer. Comer lo que fuera, ya, inmediatamente.
Escuchó un gritito, lejos, tras la caseta. Sus sentidos se activaron de pronto y una energía nueva la llenó. Supo entonces que quería saber, que podría con ello.
—¡Pinocho! —llamó.
—Maaami —se escuchó.
Apareció corriendo, feliz de ver a Clara.
—¿Ya no estás enfadada?
—No, mi amor, ya no estoy enfadada.
—¿Me comerás hoy?
El estomago de Clara se distendió.
—Ya veremos.
—¡Oh, mami! —Chilló Pinocho, dando nerviosas palmadas.
—Antes me tienes que contar una cosita.
Pinocho dejó de aplaudir. Contrariado y con el ceño fruncido, preguntó.
—¿Qué, mami?
—Me tienes que decir lo que sabes sobre mí.
—Que eres mi mami...
—¡No empecemos!
—Vale.
—Sabes lo que quiero decir.
—Ahm... Sí.
—¿Y bien?
—Es queeee... si te cuento eso y luego no me comeees...
—¿Y qué propones?
—Pues, que primero me comas y luego... —Se quedó pensando— Ah, pues eso no va a poder ser.
—¡Claro hombre! ¿Cómo vas a poder contarme nada después de que te coma?
—Jo, pero es queeee...
—¿No te fías de mí?
Pinocho la miraba. Parecía estar sopesando la situación. Clara se encaminó hasta el caño, dispuesta a llevar a cabo su higiene diaria. Su mente era ahora una afilada daga intuitiva. Había decidido que, después de todo, artificial o no, solo era un niño. Ella llevaría las riendas.
Introdujo las manos bajo el caño.
—Dijiste que lo sabías.
—Jooo, mamiii.
—¿Qué pasa? ¿Vas a ser también un mentiroso cómo Pinocho?
—¡No soy un mentiroso!
—Pues entonces, dime, ¿Por qué estoy aquí?
Pinocho se aproximó al caño y le dio una patadita al chorro de agua, de forma que esta salpicó la cara de Clara. Los dos rieron.
—Veeenga, mi niño —dijo Clara mientras le salpicaba también con el agua—. Dime lo que sabes y después te comeré.
Pinocho batió palmas de nuevo.
—¡Sí! ¡Y también quiero un perrito!
Clara exhaló una bocanada de aire. ¿Qué le pasaba al crío? ¿Por qué decía ahora que quería un perro? Recompuso la actitud de seguridad.
—Venga, vale, te compraré un perrito.
Pinocho frunció el ceño.
—¡Mentirosa! ¡¿Cómo me vas a comprar un perrito si yo voy a estar muerto y tú nunca saldrás de aquí?!
—¡Pero...! ¿A qué juegas?
Demasiada paciencia. Agarró al pequeño de un brazo y tiró de él en dirección al borde de la Isla.
—¡Mami, mami! ¿Me comerás ahora? —Gritó Pinocho histéricamente, entre la alegría y el nerviosismo.
—Primero —respondió Clara—, te voy a poner en remojo.
Llegados al borde lo arrojó al océano. Un vientecillo se había levantado y Clara pudo observar que el agua rompía, con cierta violencia, contra el muro de cemento.
—¡Mami! ¿Pero qué haces? Que no sé nadar...
El pequeño se manejaba en el agua con soltura y era capaz de mantenerse a flote.
—Anda, mira, pues sí que sé.
—Vale, Pinocho, hagamos un trato.
—Maaami...
—No llores y escucha.
Pinocho escuchó.
—Dime lo que sabes o te quedarás ahí hasta que te ahogues.
—¿Y tú que harás?
—Yo me moriré de hambre, pero habré ganado la partida a tus creadores. ¿Qué te parece?
—¡Creo que eres mala!
—Ahí te quedas.
Se quitó de la vista para hacer creer al niño que se había marchado y se sentó a menos de dos metros del borde. Esperó un minuto. Dos. Pinocho no hablaba, no gritaba, no pedía ayuda. Empezó a preocuparse. De pronto lo vio. Se había alejado nadando del muro lo suficiente como para llegar a divisarla.
—¡Te veo, mami, no te has ido!
Tranquilamente, Clara, se puso en pie y se alejó de allí.
El cielo se volvía más oscuro por momentos. A lo lejos podían verse relámpagos. Los truenos sonaban cada vez más cerca. Clara, esperaba.
Pasó tanto tiempo que llegó a creer que Pinocho se había ahogado. Una hora nadando en un mar que se iba embraveciendo era demasiado para un niño. Empezaba a lloviznar y la cosa amenazaba con ir a peor. Suspiró. Incluso la sensación de hambre se había atenuado en cuanto supuso que Pinocho estaba muerto. Después de todo él era la única posibilidad de comer y, de algún modo, su cuerpo lo sabía. No, no estaba orgullosa. Sentía que había ganado la partida a sus carceleros, aunque haciendo trampas. Se encontraba tumbada, mirando al cielo nublado, cuando comenzó la lluvia. Decidió que ya era hora de meterse en la caseta y se incorporó.
Entonces lo escuchó.
—¡Mami, por favor, por favor, por favor...!
Asombrada, se agachó de nuevo. Los grititos de Pinocho desaparecieron. Se levantó.
—¡...vor, por favor, por favor, mami!
Estando tumbada no había podido escuchar al niño pidiendo ayuda debido a la altura del muro.
—¡Mierda!
Impulsada por el deseo de ayudarle, corrió. Allí estaba Pinocho, bajando y subiendo junto con el agua, lo bastante alejado del borde como para evitar que el oleaje le golpeara contra la pared de cemento.
—¡Mami, ayúdame! ¡Seré bueno, lo prometo!
—¡Escucha! —Dijo Clara mientras se quitaba el vestido— ¡Acércate todo lo que puedas a mí y agárrate al vestido!
—¡Mami, mami, seré bueno!
—¡Vamos!
Pinocho se aproximó al borde, nadando como nadan los perros, pero cuando el agua retrocedió, después de golpear contra la pared, lo arrastró hacia atrás.
—¡No puedo!
—¡Vamos, sí que puedes!
Clara se había inclinado peligrosamente y largaba el vestido cuando veía al pequeño estar lo bastante próximo, pero siempre faltaban unos centímetros para que este pudiera alcanzar la tela.
—¡Un esfuerzo, mi vida! ¡Nada más fuerte!
—¡Maami!
—¡Te quiero mucho! ¡No me dejes sola aquí!
Las palabras surgieron solas, desgarradas por la desesperación y fueron sinceras. Eso pareció animar a Pinocho, que pataleó enérgicamente. Agarró el vestido. Clara tiró y por un momento, al retroceder el agua, pareció que Pinocho iba a soltarse, pero permaneció aferrado a la tela, colgando como un pescadito en el anzuelo. Así estuvieron durante unos segundos hasta que el agua arremetió de nuevo. Entonces, aprovechando el impulso Clara tiró con fuerza y asió la muñeca de Pinocho.
—¡Te tengo! —Gritó Clara, triunfante.
Permanecieron abrazados bajo la lluvia.
—Mami.
—¿Qué, mi niño?
—Que no sé por qué estás aquí.
—Está bien, no pasa nada.
—Tengo frío.
—Y yo. Vamos dentro.
El calor del fuego perpetuo les reconfortaba a medida que se iban secando. Pinocho yacía, abrazado a Clara, apretado contra su pecho desnudo. Dormía.
Ella miraba la abertura de la caseta. Los relámpagos se intensificaban y los truenos se iban volviendo ensordecedores. No sentía hambre. Pinocho era su niño pequeño, arrastrado por la fuerza a un mundo asqueroso en el que alguien había decidido que no debía ser otra cosa más que comida. Diseñado para desear ser el alimento de su propia madre, listo para morir en todo momento.
«Demasiado cruel para un niño, aunque... esté hecho de madera» Pensó Clara.
Se le cerraban los ojos y empezaba a tener suaves delirios olfativos. Un olor a piel y carne chamuscada al fuego. Olor a cochinillo asado. De niña, recordaba, había comido varias veces cochinillo. Eso había sido antes de... lo que quiera que fuese que tenía siempre en la punta de la lengua.
—Mami.
—Dime, mi niño.
—Duele.
—¿Qué duele?
—El pie, mami.
Clara vio lágrimas en los ojos de Pinocho. Caían a raudales, como si sintiera un dolor interno indescriptible.
—¿El pie?
Miró las piernas de Pinocho. Este había introducido directamente su pequeño pie izquierdo en la llama. Enormes ampollas se iban volviendo gigantescas.
—¡Mierda, Pinocho! ¿Pero qué haces?
Lo soltó, lo empujó lejos de sí.
Pinocho cayó al suelo. Lloraba. Su pie se había convertido en una llaga palpitante, churruscada y apetecible. El estomagó de Clara se activó, otra vez.
—¡Mierda, mierda!
—Duele mucho, mami.
—Oh, Dios Santo...
Todo había sucedido a la suave luz de la llama eterna. De repente, un relámpago rompió la penumbra. La escena cobró vida entonces, como si un segundo antes se hubiera tratado de un sueño y hubiera despertado para encontrarse con la cruda realidad.
Y la cruda realidad olía muy bien.
—¿Y ahora que vas a hacer, mami? Me saldrá gangrena...
—¡Calla!
—...Y tú no podrás hacer nada. Me moriré...
—¡No! ¡Yo cuidaré de ti... siempre!
—Me moriré sufriendo mucho.
Clara gritó. Necesitaba romper el momento con un gran sonido. Su grito quedó atenuado por el trueno, que rompió ensordecedoramente en aquel preciso instante.
Fue tan solo un segundo el tiempo que tardó en abalanzarse hacia el cuchillo y otro segundo para volver hasta Pinocho.
—¡ ¿Esto es lo que quieres?!
—¡Sí, mami!
—¡¿ESTO...?!
Alzó el cuchillo.
—¡¿...ES LO QUE QUIERES...?!
Descargó el cuchillo.
Pinocho reía.
* * *
El sol se escondía. Había estado todo el día secando los restos de lluvia, que había durado casi dos jornadas completas. Clara se hallaba sentada en el borde de la isla, observando la escena de la muerte del día, otra vez.
Se sentía bien. Estaba llena.
Seguía sin poder recordar el porqué de su presencia en la Isla, pero ya no le importaba. Estaba allí. Esa era su realidad y su castigo.
No hacía ni una hora que había tirado los restos apestosos del niño al océano. Dos días eran más que suficientes para estropear las vísceras.
Empezaba a refrescar. Había llegado el momento de esconderse en la caseta, otra vez.
Se echó en el suelo, al lado de la llama, poniendo especial cuidado en no hacerlo sobre la mancha marrón, la que olía tan mal.
Se durmió.
Soñó con su madre, otra vez. Esta le ponía delante un cochinillo lechal, con una manzana en la boca. Ella ignoraba la carne y se comía la manzana. Le encantaban las manzanas, eso podía recordarlo. Su madre se enfadaba, le decía que tenía que comerse la carne, que la manzana era el postre. El sonido del helicóptero atenuaba la monserga. Clara Intentaba hacerle entender a su madre que la carne no era problema y que ya no tendría que soñar más con ella.
Despertó.
En la entrada de la caseta había un niño pequeño, de hermosos rasgos asiáticos, mirándola sonriente.
—Hola, mami —dijo el niño cena.
—Hola, mi vida —respondió Clara.
El cuchillo despedía alegres destellos.
© Eduardo Delgado Zahino
Coon, tu cuento refleja un momento dramático en el que la tristeza y la melancolía son el principal acicate. Consigues que importe poco el motivo de la muerte de ella y que te centres en ese momento, esos pensamientos de él que son barridos... Sí, lo voy a decir: "Como lágrimas en la lluvia"
Está muy bien.
Muchas gracias Bote. Era justo lo que intentaba conseguir.
A ver si saco un rato y os comento a todos, que llevo unos días un tanto acupados U_U