La sociedad occidental está en crisis. El síntoma es la caída de un sistema capitalista procedente de los años 90, el turbocapitalismo, que se pensaba era autogestionabe. Creo que los “de letras”, acusados con frecuencia de encargarnos de cosas no productivas, cosas que no transforman la sociedad, que no son rentables y no aportan bienestar al individuo, podemos enfrentarnos a esta crisis partiendo de su ubicación teórica.
Así, puede verse que el problema aparentemente económico es en realidad un problema semiótico, y que el sistema capitalista en fracaso lo está porque también fracasa el modelo social sobre el cual se basaba. Un modelo basado en la creencia de una proporcionalidad entre riqueza económica y estabilidad psíquica, un modelo en el cual el capital era el último elemento de la realización humana. Detrás de esta situación, que ya no es sostenible, detrás del problema económico, podemos adivinar una crisis “sígnica”, semiótica. La semiótica es la ciencia de los signos que usa el ser humano —hoy, ese sujeto procedente de ese modelo de los años 80 y 90— para comunicarse, ya que los elementos fundamentales de nuestra relación social no son ya los sensoriales (no nos olisqueamos y tocamos para conocernos y relacionarnos), sino los signos, la palabra. El propio sistema capitalista se basaba en nosotros como consumidores, como compradores de bienes de consumo, objetos que en realidad eran un mensaje, un signo. El problema, creo, yace en que se pensaba que los seres humanos serían felices mediante la obtención de objetos en un modelo de bienestar sólo material, cuando no es así.
El nuevo sujeto del siglo XXI es alguien que, además de tener riqueza material, necesita riqueza sígnica. Ya no puede basarse un modelo de crecimiento en la acumulación de capital: hay un nuevo bienestar social que pasa por la culturalización de las personas; no como bagaje de más, sino como requisito biológico. El sujeto de hoy se encuentra inmerso en la globalización, sometido al impacto constante de información, y si no tiene esta riqueza de signos, esta capacidad semiótica, su organismo enfermará. Es necesaria, pues, una reorganización del tejido social y una reinterpretación de la biología humana, partiendo de la tendencia irreversible que supone la alfabetización, la culturalización.
Es en la epigenética donde toma sentido la relación que defiendo entre semiótica y biología: se trata de un concepto desarrollado hacia el 1995, aunque su origen se remonta décadas atrás (Waddington, 1942). Explica cómo la influencia del estilo de vida puede intervenir en la aparición o no de enfermedades, es decir, esta aparición dependerá de cómo sea la vida de alguien: de lo que haga, de lo que lea, de los textos que asimile. Esto es así porque nuestra herencia genética se encuentra a la espera en forma de paquetes de información que se activan o no dependiendo de lo que envíe el cerebro. Manipulándolos se puede evitar enfermar. Una manipulación que puede ser química, pero también, y aquí yace la importancia de la semiótica, que puede darse por vía de los signos. Y es que las neuronas funcionan semióticamente, y nosotros, como sujetos que basamos nuestra comunicación en los signos, podemos enviarlos de tal manera que sean recibidos como emociones y procesados así químicamente por la parte emocional del cerebro. Emociones que afectan al organismo pudiendo así activar, o no, un gen.
No es, pues, suficiente un bienestar material, sino que hace falta una reformulación del organismo por vía estética —entendiéndola como la antónima de la noética en la cual se experimenta el conocimiento por vía intelectiva. Al nuevo sujeto del siglo XXI le hace falta experimentar la información emocionalmente, mediante sensaciones, para modificar su organismo. Porque todo aquello que ingresa en el organismo modifica la reacción de los genes. La neurociencia, en este sentido, enseña que las neuronas se combinan y recombinan continuamente para percibir la realidad, cambiando físicamente el cerebro según el propio pensamiento. Así se puede ver cómo algo no físico como es la mente, modula los gramos de materia que son el cerebro. En términos físicos, pues, la energía modula la masa y, teniendo en cuenta todo lo anterior, el sujeto del siglo XXI es un estado energético que reacciona de un modo u otro en función de las informaciones que recibe.
Si esto es así, la ficción literaria tiene la capacidad de modificar genéticamente las persones que, al consumir estos textos (libros, películas, música…), pueden reconocer su compleja naturaleza humana y explorarla, en un verdadero camino de autoconocimiento. El sujeto de hoy necesita orgánicamente para vivir, más allá del placer lúdico, el arte y la ficción. Si la realidad es una interpretación de nuestro cerebro, en una sociedad cada vez más material y empírica, cada vez más real, más ficción necesitará ese cerebro, esa mente, para poder ubicar todo problema, toda crisis y todo texto, y, quizás más importante, para poder ubicarse a sí misma. Y es que sin ficción literaria no es posible recolocar la realidad, y todas aquellas personas que no la consuman serán las más vulnerables. Habrá una nueva inmunodeficiencia, que será la ficcional.
Un saludo a todos,
Toritaka.
Cuánto tiempo, Toritaka. Bienvenido al foro.
El post resulta muy interesante. Siempre he tenido presente (a mi manera) ese "No solo de pan vive el hombre..." Qué duda cabe: estamos inmersos en una sociedad en lo que lo material sirve de eje central y de baremo para infinidad de cosas, como motor primordial. Al mismo tiempo, observamos en nuestro entorno que se no sacia el ser humano por mucho que acumule.
Lo que no había pensado es en la existencia de un hambre ficcional. Un concepto interesante. En esta línea, ¿también convendría ver qué sentimientos nos despiertan los libros, adecuarnos una "dieta" a nuestros estados vitales?
Parte de la sabiduría consiste en saber ignorar algunas cosas.