No hubo trompetas ni sellos. O, si los hubo, no fueron siete sellos sino cinco, uno por cada sentido, y se cerraron en lugar de abrirse.
No sé con exactitud cuándo comenzó. Dicen que uno no se da cuenta de lo que tiene hasta que lo pierde. Y a veces, añadiría, ni siquiera entonces. Lo que sí es seguro es que fue poco después de empezar el tratamiento.
Varón blanco, 37 años. Parkinson. Dios me mostraba su retorcida sonrisa, arruinando de un plumazo mi hasta entonces prometedora carrera de pianista. Y el neurólogo, un tal Dr. Lobato, me daba la noticia escondido tras su estudiada sonrisa tranquilizadora.
—Está en su fase inicial. Naturalmente, no puedo garantizarle nada, pero existe un tratamiento experimental que...
Parkinson. Apenas pude concentrarme en lo que dijo a continuación. Algo de un ensayo clínico con nanonosequé que me irían inyectando y que se encargarían de reparar las conexiones neuronales adecuadas, una a una. Al parecer había tenido éxito en ratas de laboratorio.
Naturalmente, firmé los papeles que me puso delante. ¿Y qué otra cosa podría haber hecho?
Después, claro, debí de atribuir los primeros síntomas a los pequeños incidentes de la vida cotidiana. Pero no era un resfriado lo que tenía cuando se me quemó el besugo en el horno por San Valentín, ni iba absorto cuando aquella ambulancia casi me atropella.
Dos o tres visitas a la clínica más tarde, los efectos se hicieron más evidentes. Pero Susana lo interpretó de otra manera.
—¿No te ha gustado? —dijo una noche con la cabeza apoyada en la palma de la mano.
—No, no es eso, cariño, es que estoy nervioso por el concierto... —respondí a unos ojos nada convencidos.
Y no era del todo mentira: ¿quién no lo estaría ante la perspectiva de que los dedos lo traicionaran a mitad del Claro de Luna, ante el aforo completo del Palau de la Música? Lo que le oculté, en cambio, fue que apenas había sentido nada. Y que había fingido el orgasmo.
Pero no era por su culpa. Como tampoco lo fue que aquella lasaña que preparó al día siguiente me resultara insípida. Poco a poco, desprecio a desprecio, Susana se fue apartando de mí, a medida que yo me apartaba de ella y del mundo. Finalmente no pudo más y me obligó a ir a un terapeuta.
Para entonces yo había suspendido tres conciertos. No por el Parkinson, que apenas me molestaba, sino porque ya era incapaz de oír las octavas más graves y las más agudas, lo que hacía que casi todo el repertorio de Tchaikovski, Beethoven, Bach y Stravinski me sonara entrecortado. Todo a mi alrededor había perdido brillo y estaba teñido de colores apagados y cenicientos. Susana me cogía la mano con fuerza, pero yo no notaba el tacto de sus suaves dedos más de lo que hubiera notado el de un pescado frío. El médico me hizo preguntas que yo respondí como pude, e ignoró mis protestas, diciendo que todo era psicosomático, que fisiológicamente no me ocurría nada y que estaba más sano que un roble.
Supongo que el diagnóstico no pilló por sorpresa a Susana. Pero no estaba deprimido. Estaba aterrorizado.
Tampoco entonces lo relacioné con el tratamiento. Dicen que no hay peor ciego que el que no quiere ver. Qué ironía. Yo me estaba quedando ciego, sordo y todo lo demás, y estaba demasiado asustado como para pensar en las causas.
Ver en blanco y negro no tiene el glamour del cine clásico. Sobre todo cuando además tu visión se va reduciendo a un túnel cada vez más estrecho. Ajeno a cuanto me rodeaba, desde el mullido taburete hasta el aroma del sandwich que Susana me traía religiosamente cada tarde, me refugié en el reconfortante blanco y negro de las teclas del piano.
Pero no duró mucho. Una a una, las notas graves y las agudas fueron desapareciendo, y las teclas correspondientes se cubrieron de polvo. Beethoven, Brahms, Satie, Vivaldi... todos se fueron, arrinconándome entre do3 y mi4, con lo que sólo habría podido tocar Frère Jacques o alguna otra de esas piezas para principiantes que se reducen a una octava.
Poco a poco, los sellos continuaron cerrándose, desgarrando mi conexión con la realidad. Es curioso: sólo entonces, cuando ya era tarde para recuperarlas, comencé a extrañar un sinfín de pequeños placeres que antes daba por sentados: el zumbido de la maquinilla de afeitar junto a mi oído, los tonos rojizos y violetas del atardecer, el olor del pan recién hecho en mis paseos matinales, el hormigueo de la soda en el paladar, el roce de las sábanas limpias y planchadas...
Sumido en un ocaso que parecía irreversible, no reaccioné hasta lo de aquel documental. Refugiada como siempre frente al televisor, Susana contemplaba un grupo de aserradoras en el amazonas. Los árboles iban cayendo ante aquellas termitas humanas hasta que la zona entera quedaba completamente yerma. Sólo entonces se me ocurrió que aquellas diminutas máquinas me estaban haciendo lo mismo a mí, hurgando en mi cerebro, destruyendo uno a uno los enlaces que me sujetaban al mundo.
No me lo pensé dos veces. Me pareció que Susana gritaba algo cuando salí tambaleante, camino del hospital. Ignoro cuanto tiempo me llevó recorrer aquellas cuatro manzanas sin sentir ambas piernas, ni cuantas veces tropecé y me agarré a lo primero que pillé, ya fuera pared, farola o señora escandalizada.
Una vez en la clínica del Dr. Lobato, ni siquiera esperé a que la enfermera me indicara el camino a la sala de espera. Irrumpí en su despacho y comencé a gritarle tan agudo como pude —de otro modo no me hubiera oído a mí mismo—, echándole la culpa de lo que me sucedía. Supongo que en algún momento las piernas me fallaron y caí al suelo, porque me encontré mirando al techo de repente.
—¡Haga algo, maldita sea! —le rogué desesperado—. ¡Sáqueme esas malditas máquinas de la cabeza!
Me examinó, incrédulo al principio. Luego dijo algo que no alcancé a oír por mucho que me esforcé.
—¿Me oye? —gritó en un tono más alto—. No hay nada que pueda hacer. Usted formaba parte del grupo de placebo...
Su rostro, lo último que vi en mi vida, se debatía entre la sorpresa y el interés enfermizo por una dolencia completamente nueva y desconocida.
Y entonces los sellos terminaron de cerrarse.
Bienvenido/a, Miguel Santadnder
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