Veo acercarse el ocaso. El sol en su declinar está inflamando el horizonte. ¡Pobre de mí! Se acaba ya mi tiempo, como está acabando este infausto día ¡Qué Alláh tenga piedad de mi alma maldita! Ahora que mi caída está cercana como el azahar al naranjo, es preciso que cuente mi historia. Así mi alma condenada al Gehena, recibirá al menos alivio, de la compasión de aquellos que la lean. Así pues, como toda historia ha de tener un principio, que sea este el principio de la mía.
Hoy viernes, al igual que el anterior y que todos los que les precedieron desde hacía más de un año, la había vuelto a ver. Iba camino de la mezquita, en mitad de la comitiva del sultán. ¡Oh, mi hermosa bienamada! Resplandeciendo como la aurora, iba velada con seda damasquinada, escoltada por dos eunucos negros.
Me fui, tras verla pasar, pues hacía mucho que había dejado de asistir a la oración del viernes. Había perdido la fe y la esperanza. Hundido y amargo, abrí la destartalada puerta de mi casa, con la certeza de que jamás sería mía, de que jamás avistaría de su cara más que el tizón de luz que eran sus ojos. Ni en sueños, un humilde vendedor de alfombras, podría siquiera acercarse a una mujer así, una odalisca, una concubina del sultán, de nuestro padishah, de la sombra de Dios en la Tierra.
Me dejé caer, exánime, sobre los cojines ajados que tenía extendidos por la estera, en la sobria pieza en que vivía, justo encima de mi modesta tienda. Me serví un vaso de café, en el que disolví una cucharada generosa de hachish, que había cambiado ayer por una alfombra. Y así simplemente me dejé llevar, los ojos cerrados, desvanecido, durante un tiempo que no sabría determinar.
Entonces, de golpe, como arrastrado por una fuerza irrefrenable, como si la mano de Alláh me hubiese fustigado, me puse en pie. Había tomado una determinación. No podía pasarme la vida así, en suspiros y ensoñaciones. Algo tenía que hacer. Pero, ¿El qué? Eso aún estaba por ver.
Salí de mi casa y me puse a vagar por la ciudad buscando un indicio, una señal que me aclarase las ideas. Sin darme casi ni cuenta, mis pasos me habían llevado extramuros. Seguí andando hasta dejar atrás las huertas y los frutales, traspasando el lindero en que la vida acaba, para dar lugar al desierto. Caminaba incansable, y aunque mis pies pesasen como el plomo, me hallaba en un estado más allá de la fatiga o el dolor.
Fue entonces cuando oí su voz maldita. Me interpeló por mi nombre. Y yo, que el profeta me perdone, detuve mi caminar y le presté oídos. Ni siquiera hizo falta que me dijera quien era, que me hablase de su naturaleza. Ante mis ojos, las sombras de unas rocas quebradas que desafiaban en su equilibrio inverosímil las leyes de la razón, se habían aglutinado para dar lugar a un inquietante personaje. Era un djinn, eso lo tuve claro desde el principio, y jamás podría alegar lo contrario en mi defensa. El extraño ser parecía directamente salido de los cuentos que mi abuela solía narrarnos junto al brasero a mis hermanos y a mí, cuando éramos niños. Mi madre la regañaba por ello, porque aquellos relatos nos excitaban tanto, que luego nos costaba dormirnos. Pero ella no se privaba de contárnoslos, cuando mi madre partía al zoco o a hacer alguna visita. Adorábamos aquellas historias, cuajadas de princesas cautivas, bandidos, djunun y brujos, donde las alfombras volaban y un simple mercader podía convertirse en un héroe legendario.
Un djinn, decía, acababa de aparecer ante mí, con aquellos ojos no podía ser otra cosa. Y yo, asumiendo aquella bizarra situación, tal y como en los sueños asumimos como lógicas las cosas más inverosímiles, me puse a conversar con él.
Aunque para ser sinceros, apenas si nos hizo falta cruzar algunas palabras. Él ya lo sabía todo sobre mí, sobre mis penas y mis anhelos. Una vez cerrado el trato con sangre de mi dedo pulgar, el djinn sonrió con ferocidad exhibiendo sus dientes afilados. Los aros de oro de sus orejas, tintinearon cuando palmeó haciendo chocar sus manos cuajadas de anillos, y sus ojos ardieron con renovado vigor, dejando escapar a través de sus párpados entornados, las llamas de un fuego oscuro, eterno e inextinguible.
Los efectos de su conjuro fueron inmediatos. Sentí como fluía y me deshilaba rápidamente, convirtiéndome en un soplo de aire, etéreo, insustancial, ingrávido, bajo la divertida mirada del ser de ojos flamígeros. Entonces, como una veloz ventisca invernal, devoré la distancia que me separaba de la medina, del palacio, del serrallo, de mi amada. Llegué ante las celosías que tapaban de miradas indiscretas su habitación. Me moría de impaciencia y a la vez no osaba traspasar esta última frontera. Suspiré y esto arrastró todo mi etéreo ser a través de la ventana.
Penetré en su aposento del gineceo meciendo con suavidad las cortinas de seda bordada, como una brisa primaveral perfumada de patio de naranjos y monte de almendros. Allí estaba, ungiendo después del baño, su cuerpo canela con aceites perfumados de rosas y azahar ¡Qué hermosa era, fresca y radiante como una mañana de abril!
Sentía torbellinos arremolinándose en mi estómago por los nervios. Junté valor y fui aproximándome muy despacio a ella, fluyendo líquidamente de izquierdas a derechas, escrutando hasta el más mínimo accidente geográfico del mapa de su piel.
Llegado a su espalda, espío sus bellas manos impregnadas de ungüentos recorriendo su cuerpo. ¡Oh, Alláh, había soñado tantas noches con este momento, que no sé ni por donde empezar! Tímido, acaricio su brillante pelo azabache con un brazo de brisa. Ella recibe mi caricia con un leve estremecimiento, así que me decido a posar mis gaseosas manos en sus hombros y masajearlos suave, lentamente, con temor casi religioso. Se estira, su espalda se ondula. La beso en el cuello. Es un soplo caliente, de pasión pura. Cierra los ojos, se rebulle y oigo que con la garganta emite un sonido inarticulado, como un ronroneo. Entonces, como un aire monzónico, calido y húmedo, la envuelvo. Con mil lenguas invisibles de aire la beso, la acaricio. La sublevo con mi ráfaga cargada de lluvias, de diluvios. Mi humedad empieza a condensarse sobre sus curvas. Gotitas de agua se forman, para fluir después de los recovecos de su cuerpo. Ya no hay nada que hacer, ya no hay marcha atrás, solo resta esperar que acabe la tormenta. Así, la arrastro conmigo en una danza nupcial por toda la estancia, ora mecida con ternura, ora perdida en torbellinos de pasión. El pulso agitado, la respiración acelerada. Ella me aspira y me expira. Paso a sus pulmones por su nariz de sueño, y de ahí, a través de su sangre a todos y cada uno de los miembros de su cuerpo. Tan dentro de ella, como no lo había estado nunca antes de ninguna mujer. Creo oírla gemir y también me escucho jadear pesadamente, algunas veces con el murmullo del viento en los árboles y otras con el sonido del agua hirviendo, borboteando en la olla. Empiezan a saltar relámpagos, acompañados del atronador sonido del trueno y dentro de la estancia comienza a llover. Así como una tormenta no puede durar eternamente, al fin llega la calma. Mi bienamada yace en unos cojines, y yo, tras mi extraño e intenso clímax, permanezco estático, como el aire en las calurosas noches de verano, cuando moverse resulta demasiado agotador.
Tras unos breves instantes me acerco a ella y tiernamente le aparto de la cara algunos mechones de pelo húmedo. La acaricio, pero enseguida comprendo que algo va mal. Horrorizado me doy cuenta de que no respira. ¡Dios mío como ha podido pasar algo así! Si fue porque la alcanzó uno de los rayos o porque en el momento del éxtasis final vacié de aire sus pulmones asfixiándola, no lo sé, lo único que sabía es que ante mis espantados ojos inundados en lluvia, estaba el cuerpo tendido en la alfombra.
Loco de rabia y frustración, con el pecho arrasado por los remordimientos y el dolor, emprendo el vuelo, abandonando el aposento en perfecto desorden. Es tanta mi furia que arrastro conmigo la celosía de su ventana y las leves cortinas de seda hechas jirones.
Recorro las calles volcando puestos y arrancando toldos, mientras en mi cabeza resuena la risa cruel del djinn. Me abato sobre mi calle, alzando nubes de polvo e inmundicias. Hendo la destartalada puerta de mi humilde casa, que queda arrasada al instante por mi furia huracanada.
Agotado, me quedo tumbado en la vieja estera, junto a la quebrada taza, en la que hacía unas horas, había tomado el café condimentado con hachish.
Al fin, con dificultad, logro levantarme sintiendo agónicas punzadas de dolor en todos y cada uno de los miembros de mi cuerpo. La cabeza me da vueltas y no consigo pensar con claridad. Me acerco arrastrando los pies hasta mi ventana. Entonces, las imágenes que se agolpaban en mi cerebro sin orden ni concierto, cobran sentido al fin, pues el sol en su declinar está inflamando el horizonte, y recuerdo entonces el pacto que con mi sangre había firmado.
Él tendría mi cuerpo, mientras mi alma penaría en el infierno, a cambio de una velada de amor con ella. Como decía aquel sabio imán, hay que tener cuidado con lo que se pide y se desea, Alláh derribó casas al pedírselo sus amos. Así ha sido, me he perdido y la he arrastrado a ella a la perdición. ¡Hay miserable de mí! Los djunun en los cuentos de mi abuela siempre eran astutos y traicioneros y les llenaba de placer salirse con la suya sin dar nada a cambio.
El sol casi ha desaparecido tras los pelados montes que rodean la ciudad. Pronto llegará ese hijo de una cerda a reclamar su parte. Miro las brasas que brillan de un rojo mortecino en el hogar y las últimas luces del ocaso entrando por la ventana. Me pregunto, si podrá usar mi cuerpo después de que engulla las ascuas y salte por la ventana…
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