- En primer lugar me gustaría que me contara a grandes rasgos cómo es su vida. En general, solo para que yo pueda tener una visión global.
- Bueno... pues... yo... para empezar debería explicarle algunas peculiaridades de mi cuerpo - y remarcó peculiaridades haciendo dos comillas con los dedos. A la psicóloga ese gesto le sacaba de quicio pero consiguió mantener su cara de profesional, tal vez arrugó un poco la nariz, pero esto fue imperceptible para el paciente.
- Continúe.
- Eh... sí, sí, continúo... Pues verá, ¿ahora usted me ve como un hombre de aproximadamente treinta años, verdad? – dijo mirando fijamente a la psicóloga, como si esperara una respuesta a aquella pregunta.
- Por favor, continúe.
- El caso es que no siempre tengo la apariencia de un treintañero. A veces puedo parecer de cincuenta años y otras soy como un chaval de doce.
- Muchas veces las responsabilidades hacen que nos sintamos más viejos de lo que somos en realidad...
- No estoy hablando de cómo me siento. Le estoy diciendo que mi apariencia cambia. Físicamente, me refiero.
- Perdone, pero no acabo de entenderle – dijo ella mientras se preguntaba de qué coño le estaban hablando.
- Sí, sí, mire, le pondré un ejemplo. Eh... por ejemplo, mire, los lunes por la mañana, cuando llego al trabajo, me siento fresco, con las ideas claras y con ilusión por empezar la semana. Me entiende, ¿verdad? Pues los lunes por la mañana mi cuerpo es bastante parecido a ahora mismo. Hasta aquí ningún problema. Pero a las once de la mañana bajamos a tomar el café al bar de abajo de la oficina. El café lo sirve una gitana jovencita, y... disculpe, pero para que lo entienda debo describírselo así... es una morenaza con unos pechos enormes que a mí me vuelve loco. – La psicóloga iba cogiendo notas y haciendo sí, sí, claro, claro con la cabeza. Para ella simplemente se trataba de otro paciente con ganas de hablar.
El paciente, después de tragar saliva, continuó:
- Cuando veo a la gitana, con ese arte al caminar, cuando me sirve el café tan cerca que casi puedo oler su aroma, entonces vuelvo a la juventud, no pienso ni en el trabajo ni en la hipoteca ni en ir al gimnasio. Solo pienso en ella y las hormonas se me remueven como si fuese un niño de quince años. Entonces mi cuerpo se adapta, por decirlo de alguna manera, a mi estado de ánimo. Mi apariencia cambia y paso a ser un adolescente de quince años.
- ¿Quiere decir que sufre una transformación? – preguntó la psicóloga mientras apuntaba en su cuadernito “puto loco, mejor enviarlo a psiquiatría”.
- Exactamente. Sí, veo que empieza a entenderlo. Y mire, cuando esto sucede, sigo calvo, sin tener ni un pelo ni en las cejas ni en la barba. Igual que ahora. Lo único que cambia es que tengo quince años menos. La piel más clara, las expresiones más suaves y ni una arruga.
- Vaya... ¿y sus colegas qué le dicen?
- ¡Ah! Ellos ya están acostumbrados. Hace tantos años que trabajamos juntos que ya ni siquiera le prestan atención.
- ¿Y qué problemas le causan estas transformaciones?
- Normalmente no me suelen causar problemas. A veces, cuando estoy trabajando con el ordenador y hago un descanso para mirar el Marca o los colegas me envían algún correo verde vuelvo a adquirir la apariencia de un chaval. Si el Jefe de Departamento me ve al instante sabrá que no estoy haciendo mi trabajo aburrido, sino que estoy perdiendo el tiempo. Los problemas me vienen principalmente cuando los dolores de cabeza y las responsabilidades pesan demasiado. Después de jornadas de trabajo de dieciséis horas, después de las broncas del Director de la Oficina... Después de todo esto me siento tan mal, tan cansado, que la piel se me oscurece, las arrugas se remarcan, los ojos se vuelven más amarillos y los huesos me duelen. Entonces es cuando, si me miro al espejo, veo a un hombre de cincuenta o sesenta años.
- ¿Y qué siente cuando se mira al espejo?
- Pienso que es muy duro ser uno mismo. No me gusto, como puede suponer. Me doy asco a mí mismo.
- ¿Le pasa muy a menudo esto de verse en el espejo como un hombre... más mayor?
- Últimamente sí. Sí... últimamente. Por eso he venido. He pensado que tal vez hablarlo me ayudaría.
- Claro que sí – la psicóloga no podía contestarle nada más, su sueldo dependía de que hubiese gente que pensara eso mismo.
- Ahora mismo me encuentro dentro de una partida de ajedrez, justo en el momento antes de hacer una jugada importante. Pero no sé cuál es la pieza que debo mover. Había pensado en dejar mi trabajo aburrido, vender mi casa, de todas formas es demasiado grande para mí solo, irme de alquiler y trabajar de jardinero. Siempre me ha gustado la jardinería.
- Vaya, eso es una decisión muy importante.
- Sí, sí. Por eso debo meditarla. Si se lo cuento a alguien quizás pueda aclararme.
- Ha hecho muy bien – miró el reloj. - ¡Vaya! Ya ha pasado la hora. Vuelva la semana que viene y seguiremos hablando de ello.
- Sí, lo haré. Muchas gracias. Por cierto, ¿le gustaría ir a tomar un café conmigo?
- No, no puedo. Entienda que se rompería la relación psicólogo-paciente.
- Sí, claro. Nos vemos pues la semana que viene.
La psicóloga se quedó sentada en esa sala oscura con el bolígrafo en la mano. Aquel individuo que había salido de la sala realmente parecía tener diez años menos que cuando había entrado. ¿O se lo estaba imaginando?
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