Presa de un terror incontrolable,
Sentí algo moverse entre las ramas,
Y pude oír el aullido de un lobo
Y ver dos ojos rojos como llamas.
Demencia nocturna
Una barca de madera se mecía tranquilamente al son de las ondulaciones del mar. Era una mañana espléndida y el Sol se desperezaba con sus primeros destellos disipando las brumas. Padre e hijo se recostaban en silencio a la espera de una captura que no llegaba, sus cañas no se habían movido en las dos horas que habían transcurrido desde que colocaran los cebos.
La actitud de ambos era pasiva, como no podía ser de otra manera, aunque muy diferente si se observaba con detenimiento. El padre esbozaba una leve sonrisa mientras contemplaba el mar y el cielo con deleite, pendiente de cada detalle. Rozaba ya la cincuentena y su salud era precaria, apenas le quedaban fuerzas para remar.
A su lado, un joven de apenas quince años se mostraba cabizbajo y con la mirada perdida. Lo mismo podía estar en la barca que en una silla en el salón de casa, su abstracción era absoluta. Era delgado pero de porte atlético, como un leopardo que descansara bajo el fuerte Sol de la sabana.
- Zerraim, ¿puedes oírme? ¡Zerraim!
- ¿Eh? Perdona, no estaba prestando atención. Ya sabes que me aburre venir a pescar.
- Sí… eso es porque eres joven y prefieres estar con tus amigos, ¿no es así?
- Me gusta estar contigo, es que no me acostumbro a esta rutina.
- Mi abuelo fue pescador, igual que mi padre. Puedes hacer lo que quieras, pero hay pocos oficios tan productivos en Ergiasdar. ¿Cómo crees que te ganarás la vida en el futuro?
- No lo sé, aún no tengo claro a qué dedicarme.
- Deberás decidir pronto- hizo una pausa- Yo siempre tuve claro lo que quería hacer, y te diré una cosa. No hay nada tan maravilloso como oír el cadencioso sonido del mar y contemplar la inmensidad del océano; a veces parece que se funde con el cielo formando un infinito remanso de paz de color azul. Tú lo llevas en la sangre, cuando yo no esté oirás la canción del mar y desearás oírla todos los días. ¡Mira! ¡Parece que pican!
El hombre agarró la caña y sacó un hermoso ejemplar, la cesta nunca acababa vacía. Ya fuera por suerte o tozudez el hombre siempre cumplía.
Después de comer el joven bajó a la plaza y jugó con sus amigos y un viejo balón. El deporte era una de las pocas actividades que le sacaban de su eterna apatía, siempre estaba ausente y hablaba poco. Tenía algunos amigos, o más bien compañeros de juegos, pues nunca trabó una verdadera amistad en Ergiasdar.
Como era de prever, la tarde fue muy calurosa y Zerraim acabó cubierto de sudor. Volvió a casa antes de lo acostumbrado, se lavó y se encerró en su habitación para leer uno de los escasos volúmenes que atesoraba en su estantería.
No era un ávido lector, nadie podía serlo en un pueblo tan pequeño y apartado como el suyo. Sin embargo, había leído tantas veces las mismas cuatro o cinco novelas que era capaz de recitar de memoria sus pasajes favoritos. Todas ellas trataban de aventuras del pasado en lugares exóticos que despertaban su imaginación.
Quizá esas historias tuvieran algo que ver con el sueño que ocupaba su mente todas las noches. Ese día no fue una excepción. Se dormía con la Luna como última visión de la noche y era ella lo primero que veía cuando era transportado al bosque de su pesadilla. Ésta era tan vívida que muchas mañanas se preguntaba si había sido real. No podía ser porque seguía con vida.
La hierba le llegaba hasta las rodillas acariciándole mientras se abría camino entre grandes árboles y piedras traicioneras. No sabía a dónde iba ni porqué estaba allí, tampoco meditaba sobre ello. Toda su atención se centraba en el hábitat nuevo y excitante; los sonidos de pájaros que no podía ver, insectos que revoloteaban cerca de su cara, el movimiento de las hojas en las ramas retorcidas que no dejaban ver el horizonte.
Los primeros minutos no se sentía amenazado, ni siquiera inseguro. ¿Por qué habría de estarlo? Entonces comenzaban los primeros indicios de que algo iba mal: un gruñido amenazador, una zarza que le pinchaba el brazo… el bosque permanecía invariable, pero la luz de la Luna llena parecía alargar las sombras convirtiendo los árboles en seres fantasmales. Todo daba la impresión de ser muy antiguo y tenebroso. Un siseo le sobresaltaba y sacudía la pierna violentamente por el temor a que le mordiera una serpiente, no veía nada.
Comenzaba a sentirse agobiado y entonces creía ver a la criatura que le atormentaba todas las noches, siempre como si fuera la primera vez. Un misterioso animal cuadrúpedo le observaba a escasa distancia. Más pequeño que un león y mayor que un perro, no podía ser otra cosa que un lobo en la febril mente de Zerraim.
Reaccionaba rápido ante la amenaza corriendo como alma que lleva el diablo, su corazón palpitaba como los tambores de los negros sobre los que había leído muchas veces. Las ramas le herían y sabía que su rastro de sangre le hacía tan localizable como una estampida de elefantes. Trastabillaba innumerables veces sin mirar atrás. Sintiendo la presencia del lobo, sus piernas flaqueaban y era consciente de su desventaja en la persecución. Su mente era incapaz de pensar abrumada por el terror, una sensación tan fuerte como jamás viviera en su corta vida.
Entonces caía al suelo y se daba la vuelta para afrontar la muerte cara a cara. Oía un aullido desgarrador y distinguía dos ojos rojos que parecían poseer una fiereza y una vitalidad impensable para alguien que ha vivido en un pacífico pueblo pesquero. La mirada irracional se mantenía durante unos segundos, como si al lobo le divirtiera el miedo de su víctima. Luego se abalanzaba y Zerraim despertaba con un sudor frío empapando cada milímetro de su piel.
Noche tras noche el mismo sueño demente, la misma agonía. Su sensación al despertar era tan poderosa que ponía en duda su noción de la realidad. La pesadilla excitaba sus sentidos mucho más que cualquier momento de su vida diurna. A menudo tardaba varias horas en olvidarla y era la principal causa de su mirada perdida y su actitud taciturna.
Después de comer Zerraim se acercó a los límites de la ciudad, cosa que hacía muy pocas veces porque su familia insistía en lo peligroso que era. Los ruidos del pueblo llegaban amortiguados, los árboles se alineaban de forma casi perfecta, delimitando claramente lo civilizado y lo desconocido. El cambio era tan brusco que parecía artificial: el gris de la piedra daba paso al verdor del bosque, siempre sugerente y amenazador.
El joven se preguntaba si podía ser el paisaje de su sueño, la morada del lobo. Una morbosa fascinación lo atraía, pero no se decidía a internarse en lo desconocido. No quería arriesgarse a la muerte, tenía mucho que perder, o eso trataba de decirse continuamente. Aunque su vida no era perfecta era todo lo que tenía.
En unos meses la salud de su padre empeoró hasta el punto de ser incapaz de ir a pescar, se limitaba a caminar de la cama al sillón y conversar con su mujer. Ella le prestaba toda su atención y gracias a ello pudieron salir adelante con armonía.
Las mañanas de pesca se volvieron intolerablemente absurdas y deprimentes. Él carecía de la habilidad y el interés suficiente y sacaba poco rendimiento al mar; el tiempo pasaba lento y plomizo hasta el límite. Llegó a pensar en su pesadilla como una liberación, ya no era tan terrible.
Afortunadamente, su padre había sido previsor y tenía buenos ahorros. Vivían sin excesos y sin problemas, de forma humilde y desahogada. No había grandes oportunidades para derrochar en el pequeño pueblo.
Después de una tarde en la que se mostró más huidizo que de costumbre, decidió volver a contemplar el bosque. Se entretuvo por el camino y ya oscurecía cuando contempló las ramas entrelazadas de los árboles apiñados. El viento soplaba racheado trayendo el canto retador del laberinto de hojas y ramas; lo incitaba a probar sus misterios. Ese día no hablaba de grandes peligros sino de libertad, era fascinante como sólo puede serlo algo desconocido o atisbado en la lejanía.
Desoyó años de advertencias y pesadillas y se adentró en la hierba impulsivamente. Avanzó con una presteza y familiaridad impropias en un joven sedentario. Los sonidos y los olores eran nuevos, pero podía identificarlos. Por un momento atisbó la Luna llena en lo alto y dudó si todo era real o estaba soñando de nuevo. Se encogió de hombros como si no tuviera importancia.
No tardó mucho en desorientarse, sabía que no podría encontrar el camino de vuelta en la noche. Lo más sensato habría sido subirse a un árbol y esperar la llegada del Sol. Ni siquiera se planteó esta opción, siguió avanzando resueltamente apartando las ramas como si quisiera llegar al corazón del bosque.
Oyó un gruñido y sintió miedo, se convenció de que aquello estaba pasando porque sabía lo que iba a ocurrir. Cuando soñaba todo era nuevo e impredecible. De cualquier forma, no podía hacer nada para cambiar los acontecimientos, ni siquiera lo intentó. Escuchó el siseo de la serpiente y atisbó la figura del lobo entre tinieblas. Corrió con toda su energía ayudado por la adrenalina que generaba su auténtico terror. Sus ropas se desgarraron y sus piernas flaquearon irremediablemente. Cayó al suelo y se dio la vuelta.
Ahí estaban los ojos rojos y los enormes dientes amarillos. Los contempló por última vez intentando romper el hechizo que congelaba sus miembros. Cuando la bestia estaba a punto de atacar, palpó instintivamente la daga que le había regalado su padre y consiguió incorporarse. Al menos plantaría batalla.
En un fugaz instante, las garras del lobo cayeron sobre su pecho mientras las fauces trataban de alcanzar su cuello. Se defendió desesperadamente, su pecho lacerado se empapó en sangre antes de que pudiera apartar al animal con un giro de todo su cuerpo.
Como si estuviera poseído, contraatacó clavando su arma en las tripas de su enemigo. Hubiera creído imposible resistir semejante herida, pero el animal poseía la asombrosa resistencia propia de una vida salvaje y violenta. Sus facultades no estaban mermadas por la vida fácil, no era un perro que se hubiera dejado domesticar, sino una autentica criatura del bosque.
Por fortuna, Zerraim vio como sus instintos, dormidos toda su vida, despertaban en el momento preciso. La lucha fue breve y sangrienta, su daga se clavó una decena de veces y las fauces del lobo le hirieron el hombro y el brazo.
Una última arremetida afortunada segó la última hebra de vida del animal, que murió antes de caer a la hierba. Las náuseas y la debilidad le abrumaron en cuestión de segundos, cayó al suelo y descansó mientras sus heridas dejaban de sangrar. Tenía muchísimos cortes, ninguno tan grave como para temer por su vida.
Después de esta experiencia, Zerraim tomó una decisión que cambiaría su vida para siempre: no volvería a Ergiasdar, vagaría por el mundo persiguiendo sus sueños, pues estaba seguro de que nuevas visiones acudirían a su mente. Quizá fuera una decisión temeraria, irracional; aunque ahora que conocía la incertidumbre de la aventura y su capacidad para defenderse, no contempló otra alternativa.
No era un hombre de grandes razonamientos ni de enrevesados cálculos. Con los primeros rayos del Sol continuó su camino hacia ninguna parte, tenía todo un mundo por descubrir.
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