PARMENIO, EL INVISIBLE
Parmenio estaba pegado a la banca. Intentó levantarse una vez más, pero pasó lo mismo que había pasado en los tres intentos anteriores, simplemente no pudo. No era cuestión de tener las piernas dormidas o algo similar, estaba adherido a una banca de un parque cualquiera, tan simple y macabro como eso. Pensó que tal vez había algún tipo de adhesivo del que no se había percatado, pero al levantar sin dificultad alguna el libro que estaba leyendo y que acababa de dejar a su lado, un libro que acaba de comprar, de tapa naranja, con un título en letras doradas que decía: “Manual de Autoayuda”, encima de la misma banca, su confusión aumentó. ¿Acaso era alguna clase de sueño? ¿O tal vez alguna broma? Miró estupidamente para todos lados, con la leve esperanza de ver las cámaras escondidas y que alguien se le acercara diciéndole que estaba en televisión, pero nada pasó. Intentó de nuevo, y nada cambió. No podía separar su torso del espaldar de la silla, y no podía levantar las piernas. Se quedó sentado, con expresión idiota, sin saber qué hacer.
Unos segundos después vio venir a una hermosa mujer, no pasaba de los venticinco años, y caminaba con una suficiencia que rayaba en la pedantería, era casi como si este planeta fuera muy pequeño para ella. Su pelo negro contrastaba perfectamente con su blanca piel, era alta y muy bien proporcionada, era, a todas luces, una belleza. Parmenio sonrió, aliviado al sentir que lo podrían ayudar, no obstante, cuando la mujer estuvo lo suficientemente cerca, Parmenio le habló con cautela, con la prevención que la mayoría de los hombres sienten ante una mujer muy bonita.
- ¿Hola? ¿me disculpas un momento?
La mujer lo miró con displicencia, y aunque aminoró un poco el paso, no se detuvo por completo.
- Lo siento, pero no tengo dinero - contestó.
Parmenio sonrió, entre divertido y ofendido.
- No, no se trata de eso - dijo tratando de que su voz sonara convincente - es simplemente que no me puedo levantar de esta silla.
Contra todos los pronósticos, la mujer se detuvo unos metros al frente de Parmenio, que la observó complacido.
- ¿Qué?
- Sé que suena estúpido, pero de verdad necesito ayuda para levantarme de esta silla, estoy - hizo una pausa buscando la palabra correcta - pegado - dijo por fin Parmenio, no era una gran palabra, pero era el apelativo más acertado.
La mujer lo miró, primero incrédula y luego, de manera inusitada, furiosa. No dijo nada más, sencillamente se acercó a Parmenio y le asestó tremenda cachetada.
- No sé qué fue lo que se imaginó usted, pero yo no soy una cualquiera, ¡soy una mujer decente! - gritó la mujer, como si con esa sarta de incoherencias pudiera justificar su agresión.
Parmenio se llevó la mano a la mejilla adolorida, sin decir nada, sin poder creer que lo acabaran de cachetear solamente por pedir ayuda. La mujer se alejó casi corriendo, histérica. Parmenio la observó por unos instantes, aún con la palma en la mejilla, la rabia empezaba a hervir en sus venas, rabia que fue reemplazada por absoluta perplejidad y luego por un auténtico pánico cuando notó lo que pasaba ahora.
Con los ojos muy abiertos, como quien quiere comprobar si un billete es falso, miraba su mano derecha a contra luz; era increíble, pero estaba desapareciendo. Unos segundos después, queriendo como nunca en la vida estar equivocado, levantó la mano izquierda, para comprobar, ¡oh por Dios!, que también esa mano estaba desapareciendo. Bajó las manos al borde del desmayo y se miró el cuerpo entero, sin estar por completo convencido; nada que hacer, todo él estaba desapareciendo, lenta pero inexorablemente.
Un hombre de unos treinta años pasó al frente de Parmenio. Aunque la expresión más acertada es la siguiente: Un gigante de unos treinta años, pasó al frente de Parmenio. Este hombre era sencillamente bestial, parecía que lo único que hacía en su vida era ejercicio, y tal vez comer y dormir. Media más o menos dos metros de alto, por dos de ancho; una mole, para resumir. Sin embargo se adivinaba algo de bondad en su mirada, y de todos modos Parmenio no tenía muchas opciones dadas las circunstancias, apenas lo vio le pidió ayuda, sin pensar en nada más, y balbuceando algo ininteligible. El gigante se detuvo y lo miró confundido. Parmenio trató de serenarse un poco, respiró profundo y volvió a hablar.
- Por favor ayúdeme - dijo con un tono de voz que intentaba ser neutro.
- Claro hombre - respondió amablemente el gigantón - ¿qué pasa?
- No me puedo levantar - Parmenio no atinaba a dar explicaciones, era una situación que ni él mismo entendía.
La mole miró a los lados de Parmenio, buscando una silla de ruedas, unas muletas, un bastón; cualquier cosa que implicara que Parmenio estaba diciendo la verdad; cuando no vio nada volvió a observarlo, confundido.
- ¿Le robaron?
- No, nada de eso - Parmenio empezaba a sentirse un poco más tranquilo, al parecer había encontrado a alguien dispuesto a ayudarle - es simplemente que no me puedo levantar.
El gigante no dijo nada por un rato, sólo miraba a Parmenio que intentaba sonreir. Unos segundos después habló, el volumen de su voz empezaba a subir, aunque seguía sonando amable.
- ¿Es usted discapacitado?... quiero decir... ¿por qué no se puede levantar?
- Escúcheme por favor, sé que le va sonar estúpido, pero por alguna razón no logro levantarme, parece que la banca tiene algún adhesivo... - por un momento se le fueron las palabras al notar el estupor de la mirada del gigante - no sé qué es lo que pasa, pero sólo necesito algo de ayuda, ¿me daría una mano?
- Ahora escúcheme usted - el tono de voz de la mole se tornaba, poco a poco, amenazante - y escúcheme con atención, no me gusta que se burlen de mi. Odio la violencia pero si tengo que usarla, no dudo en hacerlo.
Era la típica acitud pasiva agresiva de aquellos que predican a los cuatro vientos ser personas pacíficas, pero que a la hora de la verdad no se pierden un buen pleito, no obstante Parmenio no lo notó, estaba demasiado asustado. Lo lógico habría sido dejar las cosas así y esperar a que pasara alguna otra persona, pero Parmenio no estaba para esperar, lo que hizo fue insistir, craso error.
- No, no me estoy burlando de usted, solamente necesito que se acerque un poco y me ayude a levantarme de esta puta banca.
No hubo mucho tiempo para reaccionar, en medio segundo el campo visual de Parmenio se vio ocupado por un puño que más parecía el martillo de Thor, y medio segundo después hubo una especie de estallido. Un estallido ubicado en la nariz de Parmenio, que sintió un punzante e inesperado dolor, sus ojos se anegaron y las palabras de su mente se desordenaron como una especie de rompezabezas sin armar. La sangre no se hizo esperar, manchó la camisa de Parmenio, aunque en realidad era lo de menos, tomando en cuenta como estaban las cosas. El gigantón esperó un poco, tal vez convencido de que Parmenio diría algo dándole otro pretexto para volver a golpearlo, pero, afortunadamente para Parmenio, la razón apareció y éste guardo silencio, sintiendo como el dolor en su nariz se esparcía por todo su rostro. Finalmente el hombre se alejó gritando algo que Parmenio no escuchó, incluso el dolor pasó a un segudo plano, ahora estaba más asustado que nunca pues había notado que la sangre que antes manchaba su camisa, había desaparecido casi inmediatamente, y él mismo empezaba a volverse traslúcido.
- No es posible - dijo en voz baja, hablando consigo mismo - no es posible que nadie se dé cuenta de esto y me ayude... no es posible.
El caminar lento pero seguro de una viejita lo sacó de su inútil monólogo, Parmenio la miró y de un momento a otro sus esperanzas de salir del problemita revivieron.
- ¡Señora por favor! - dijo sin intentar disimular su angustia - ¡ayúdeme!
La anciana lo miró con expresión bonachona, y de inmediato se acercó a Parmenio.
- Si mi niño, claro que si, cuéntame - era casi demasiado bueno para ser verdad.
- ¡Por favor señora! Necesito que me ayude a salir de este problema.
La señora se sentó al lado de Parmenio, sobre el libro que él había estado leyendo.
- Tranquilo, todo va a estar bien - era una frase de cajón, un tremendo cliché, pero aún así logró calmar un poco a Parmenio - yo tengo la solución a todos tus problemas.
¿Cómo era posible? ¿Qué era lo que sabía la viejita? ¿Acaso era una especie de ángel enviado por Dios? Parmenio no lo sabía, pero esperaba con todas sus fuerzas que así fuera. La anciana tomó sus manos casi invisibles y le entregó algo.
- Esto es todo lo que necesitas, ya vas a ver como todo se arregla - acto seguido se levantó y se alejó sin decir nada más.
Parmenio la observó irse y por fin miró lo que tenía en sus manos. Cuando vio lo que era sonrió ampliamente, le encantaba el humor negro, claro que no estaba tan feliz de sentir que el universo se estaba ensañando con él, pero tenía que admitir que era muy gracioso; de tapa azul y practicamente nuevo, el libro que la señora le había entregado decía en letras grandes y brillantes “ Manual de Autoayuda”. Una hermosa, inmensa y estúpida ironía.
Dejó de reír como un imbécil justo a tiempo. Un hombre muy joven, que seguramente no pasaba de los dieciocho años, se acercaba a él, presuroso. Era alto y delgado, los pantalones caídos dejaban ver unos boxer de cuadros, y el buso de capota le quedaba muy grande. Mientras caminaba movía la cabeza al compás de alguna canción que sólo él podía escuchar a través de unos audífonos. Parmenio lo miró acercarse sin mucha esperanza, igual ya no tenía nada que perder; con actitud suplicante estiró uno de sus brazos hacia el joven, éste, cuando por fin se acercó lo suficiente se detuvo, miró la mano de Parmenio y sonrió. Parmenio sintió como el miedo remitía, sólo un poco. El joven buscó algo en los bolsillos de su pantalón, luego sacó unas monedas y las puso en la mano de Parmenio; las monedas lo atravezaron como si Parmenio estuviera hecho de alguna especie de gelatina preparada con mucha agua y unos segundos después cayeron al piso. Para ese momento el joven ya había dado la espalda y se alejaba caminando con la misma parsimonia, moviendo la cabeza al compás de la música, con una sosegada sonrisa en su rostro, convencido de haber hecho lo correcto, esos pequeños detalles eran los que harían de éste un mundo mejor, si, él era una buena persona y se sentía muy bien por ello.
Parmenio se entregó, se abandonó a la desgracia, no quiso seguir esperando un milagro, se relajó por completo, dejó caer su cabeza y cerrró los ojos, se dispuso a esperar lo inevitable, se desvanecería, y a nadie le importaba.
Unas voces infantiles lo hicieron abrir los ojos de nuevo. Un grupo de dos niñas y dos niños se acercaban jugando, al parecer sin notar la presencia de Parmenio en esa banca. Reían y hablaban, despreocupados como sólo los niños pueden ser. De la manera más casual se acercaron a Parmenio y se quedaron callados, observándolo, fascinados. Parmenio no dijo nada, no había nada que decir, las expresiones de los niños resumían la situación entera. Por fin una de las niñas se acercó a Parmenio y llevó uno de sus deditos a Parmenio, despacio, como alguien que no sabe si lo que va a tocar es demasiado frágil y se puede romper por el simple contacto. Sintió a Parmenio y de inmediato retiró la manito.
- ¡Hace cosquillas! - dijo con una gran sonrisa. Los demás empazaron a imitarla y a reír con el contacto de Parmenio, quien no lo podía creer. Esto tenía que ser una pesadilla.
Los niños eventualmente se cansaron del jueguito, así como llegaron, se fueron.
La odisea de Parmenio terminó, pasó lo que tenía que pasar, un ser humano común y corriente, ni mejor ni peor, ni más ni menos culpable que cualquiera, un ser humano tan importante como todos los otros seis mil millones, desapareció, y tal como lo predijo Parmenio, a nadie le importó un bledo, en su lugar sólo quedó una mancha marrón en la banca, una banca como única prueba de que Parmenio alguna vez había existido.
Sólo pasó un año para que las autoridades tomaran cartas en el asunto, un tiempo récord. El problema de la banca era urgente, algo que debía ser tratado con rapidez y eficiencia. La gente se congregó alrededor del alcalde de la ciudad, quien sostenía unas tijeras y estaba ubicado justo al lado de la famosa banca, que ahora estaba cubierta completamente con una sábana. Había una cinta amarilla con rojo frente al alcalde, que empezó su discurso, féliz como siempre con el simple hecho de escuchar su propia voz, algo mucho más placentero que escuchar las voz de los demás.
- Queridos conciudadanos - dijo con su sonrisa ensayada - hoy es un día especial, un día en el que queda demostrado una vez más que durante mi administración le daremos importancia a lo importante. Acabaremos de manera rápida y oportuna con todo aquello que vaya en contra de los intereses de las personas de bien.
Alguien dentro del público habló en voz baja, consternado.
- Pero si prometió construir escuelas, ya lleva tres años y nada de nada.
Varias personas lo miraron, molestas, pues querían escuchar al alcalde, no estaban para prestarle atención a las idioteces de un anónimo. El hombre entendió y guardo silencio. Mientras tanto, el alcalde continuaba con su perorata.
- Es por eso que hoy, después de una larga licitación, hecha por el bien de la transparencia, hemos logrado que la empresa idónea para esta tarea pintara la banca, y la dejara de un solo color, tal y como debe ser, de un solo color.
Un asistente del alcalde descubrió la banca, la mancha marrón había desaparecido, ahora se veia igual que todas las demás bancas, de ese modo no incomodaría a nadie. El alcalde cortó la cinta, recibiendo con beneplácito la merecida ovación de su público.
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