Contaban ya cuatro días de asedio al castillo. Durante este tiempo habían experimentado todas las sensaciones propias del combate y otras que habían sido olvidadas en el mundo del hombre, sólo intuidas en leyendas que unos pocos tomaban como reales. El imposible ejército que se encontraba a las puertas parecía salido de los albores del tiempo, cuando la civilización no había comenzado y unos pocos humanos luchaban desesperadamente con bestias sin nombre.
Cuando vieron la cantidad de engendros antropomorfos de piel escamosa y fauces goteantes se frotaron los ojos con incredulidad, para ser poseídos por un terror supersticioso. Estaban convencidos de que el mismo infierno había abierto sus puertas para dominar a la humanidad e instalar un reino de tormento y muerte.
Como no eran unos cobardes y no había alternativa posible, organizaron sus defensas y lucharon con la fiereza propia de la desesperación. El primer día dieron muerte a numerosos enemigos y se sintieron esperanzados al ver que eran de carne y hueso, podían sangrar y morir. La segunda intentona fue más organizada, los atacantes trataron de derribar la puerta con un ariete y se mostraron mucho más hábiles con las escalas, que se contaban por centenas.
Cuando llegó el tercer día los muertos se agolpaban en las murallas; tuvieron que lanzarlos al exterior para despejar el camino, que era de unos tres metros de ancho por todo el perímetro. Durante las horas centrales del día se producía una tregua no pactada, de modo que las bestias se retiraban y los soldados podían descansar, comer y curar sus heridas. En esos escasos momentos de inactividad el rey observó las hordas enemigas y distinguió por primera vez una mujer entre las tropas. Desde la distancia parecía completamente humana y una mirada más atenta hizo que palideciera como si hubiera visto un fantasma.
Conocía a aquella mujer, aunque su recuerdo era de mucho tiempo atrás. Sin embargo, no había equivocación posible, sus facciones eran características y se mantenían intactas pese a los años pasados. Su nariz pronunciada y sus profundos ojos verdes le habían atraído en su tiempo, ahora estaban velados por una capa de locura. Quedaba claro que ella también le había reconocido, ¿cómo no hacerlo?
Inmediatamente comprendió el porqué de la batalla, no quiso compartirlo con ninguno de sus generales, quienes no se dieron cuenta de la situación o prefirieron guardar silencio. Serían fieles hasta el final, de eso no tenía ninguna duda. Las perspectivas no eran buenas pero mantenía la fe, aún era posible evitar el desastre.
La lucha del cuarto día fue más encarnizada que las anteriores. La fortaleza era antigua, sus muros habían resistido otros asedios y estaban construidos con la habilidad de los mejores artesanos y con una piedra oscura muy resistente cuyo origen era un enigma. Los puntos débiles eran la puerta, que pese a que estaba reforzada comenzaba a combarse hacia dentro por los terribles golpes, y la escasa altura de la muralla, en la que no cesaba el goteo de los salvajes invasores.
El rey luchó en primera fila, rodeado de sus mejores hombres. El aliento nauseabundo de las bestias impregnaba sus fosas nasales y sus uñas negras habían desgarrado su cota de malla y herido sus brazos. Sólo la terquedad de su naturaleza le permitía seguir repartiendo mandobles con su espada mellada y manchada de sangre hasta la empuñadura.
Los invasores, tras un gran número de bajas y fallidas intentonas, lograron hacerse un sitio en la muralla. Formaban una línea casi continua, lo que permitía que las escalas se mantuvieran sin oposición y nuevas bestias sustituyeran a las caídas sin dar respiro alguno a los soldados. Estaban agotados físicamente, apenas oían los gritos de aliento de los encargados de dirigir la defensa.
El Sol brillaba rojo incendiando los cielos de forma armonizada con el carmesí que empapaba los suelos y las armaduras, los cuerpos de los caídos y los rostros de los combatientes. Para desconsuelo de los soldados, aún quedaban unas horas para el mediodía. La mayoría no pensaban en ello, a excepción de los que esperaban su turno en las escaleras. Éstos veían la futilidad de su esfuerzo y creían que no volverían a ver las estrellas.
Viendo caer uno tras otro a sus escuderos, el rey se vio abrumado por la situación. Entonces se dedicó a luchar de una forma mecánica, sin que sus ojos distinguieran nada más que figuras que se movían tras un velo escarlata. Era un milagro que se mantuviera en pie, si bien el sacrificio de los más diestros soldados le salvó de situaciones fatales. Providenciales espadas habían bloqueado golpes dirigidos a su corazón, en varias ocasiones tuvieron que sacarle de entre un grupo de atacantes, cuando por descuido había sido rodeado.
Mientras, el ariete golpeaba las puertas a placer, otros intentaban debilitarla a base de hachazos. Afortunadamente, la mayoría de las bestias iban desarmadas. Su peligro se debía a sus garras y sus mandíbulas, además de su inusual fuerza bruta y envergadura. Los remaches de metal aguantaban precariamente en su sitio, abollados y medio sueltos. Era admirable la oposición que ofrecía la madera reforzada, incondicionalmente aferrada a los goznes.
Llegó un punto crítico en el que la voluntad de los soldados pendía de un hilo, su moral quebrada por tanta matanza. Entonces las mujeres y los niños comenzaron un cántico muy antiguo. Se decía que unos poderosos hechiceros lo habían compuesto como una suerte de invocación que infundía energía a las tropas. Su carácter esotérico se había perdido hacía mucho, pero todavía se usaba como oda bélica, era un canto a la unión y hasta los niños más pequeños la conocían de antaño, a pesar de que hacía tiempo que no era necesaria, había reinado la paz.
Los defensores unieron sus voces, los pocos que quedaban inactivos e incluso algunos que luchaban, con voz entrecortada. Funcionó como acicate y equilibró de nuevo la balanza, las espadas volvieron a ganar cierto espacio. Las bestias eran más peligrosas en el cuerpo a cuerpo, podía desmembrar a sus víctimas con sus vigorosos brazos.
Llegó el mediodía, el Sol cayó con fuerza y deslumbró a los invasores, que eran criaturas de las sombras, más acostumbradas a la penumbra que al cielo claro y despejado. Así que abandonaron la muralla que tanto les había costado tomar, ya tendrían tiempo de culminar la matanza.
El rey reunió a sus generales y tuvieron que aceptar que no aguantarían otro combate. Así que el monarca, no sin cierto miedo, decidió entregarse. No dio detalles, pero estaba convencido de que su sacrificio salvaría a su gente.
Gritó desde la muralla intentando mantener un tono firme, a pesar de que todos sus instintos naturales le decían que estaba cometiendo una locura. La división entre su razón y sus impulsos era absoluta, hacía tiempo que había aprendido a convivir con ello, no era la primera vez que le sucedía.
- ¡Lorna! ¡Acércate a parlamentar!
La mujer le oyó y respondió a una treintena de pasos, lejos del alcance de las flechas.
- ¿Parlamentar? ¿Qué puedes ofrecer?
- A mí. Si haces que tus criaturas abandonen el asedio, me entregaré y podrás hacer conmigo lo que te plazca.
- ¿Crees que vales, tanto? ¿Tu vida a cambio de la de miles? – sonrió- ¡Qué bien me conoces! Tienes una hora para presentarte aquí, solo y desarmado.
- Antes dame tu palabra de que cumplirás el pacto.
- ¿Mi palabra? ¿Ahora confías en ella? Está bien, la tienes.
Después de una emotiva despedida de los suyos, en medio de lágrimas y muestras de afecto, el monarca afrontó su destino con las manos temblorosas y el rostro ceniciento. Había tenido una buena vida, pero se consideraba joven. Uno siempre espera un poco más de tiempo cuando lleva una vida confortable.
Las maltrechas puertas se abrieron y el rey camino lentamente, acercándose más y más al monstruoso ejército. Manos escamosas lo registraron bruscamente hiriéndole con sus uñas afiladas. Indefenso entre las criaturas fue dominado por la repugnancia y una sensación de indefensión abrumadora.
Después la mujer se acercó con una sonrisa malévola en sus rojos labios. En la distancia no había apreciado los detalles de su rostro demacrado y apergaminado como el de una momia. Hacía mucho tiempo que no la veía, pero no tanto como para que su rostro estuviera tan deteriorado, su gesto mostraba una degeneración y malignidad impropias de una persona cuerda.
Sus arrugas y su cuerpo lánguido hablaban de tristeza y numerosas penalidades, pese a que se carcajeó como si estuviera exultante.
- No puedes imaginar cuanto tiempo he esperado este momento, mi odio era tan intenso que quemaba mis entrañas, tu rostro me ha acompañado en cada una de las noches, ¡qué largo ha sido el camino que me ha llevado hasta aquí!
“Resulta paradójico que lo nuestro empezara como una historia de amor. Aún me acuerdo del día en que nos conocimos, ambos éramos jóvenes. Tú un rey y yo una chica de buena familia. En muy poco tiempo cambiaste mi vida al llevarme a la corte y hacerme la favorita de tu harén. Pronto me acostumbre a los lujos, el roce de las sábanas de seda, los más exquisitos manjares, los jardines de palacio con sus fuentes argentinas. Creí que aquello sería para siempre, ¡qué ingenua! Enseguida te cansaste de mí y no dudaste de la palabra de un cerdo cortesano podrido de envidia. Yo no te había traicionado, ni se me pasó por la cabeza.
Me desterraste, mandaste a tus perros que me llevaran al pantano y se aseguraran de que no volvía. ¡Qué desesperada estaba, perdida en medio del terreno descompuesto, infestado de moscas y de serpientes! Opte por adentrarme en la ciénaga, sin siquiera pensar en las consecuencias.
Entonces me encontré con estas horribles criaturas, hacía mucho tiempo que no veían un ser humano. Palparon mi cuerpo y unieron sus viscosos labios con los míos, me vejaron de tal forma que ninguna mujer habría resistido. Día tras día siguió mi tormento hasta que la misma noción del tiempo desapareció de mi vida.
Estuve muy cerca de la muerte, incluso pensé en abrazarla gustosa, pero una sola idea me mantenía en pie. ¡La venganza! Tu maldito rostro me acosó cual fantasma recurrente, el odio y la rabia son sentimientos poderosos, fueron mi única razón de existencia.
Con el tiempo aprendí su idioma, que es similar al nuestro aunque sibilante como el de una serpiente. En otro tiempo debieron ser humanos, o así llegué a pensar. Con gran esfuerzo y persistencia les convencí de que había tierras por conquistar, que los humanos de la región eran pocos y débiles. Cuando se cansaron de centrar toda la infamia y la tortura en una sola persona, decidieron emprender esta ofensiva.
Lo que nos ha llevado al presente. Tu muerte será lenta, te arrodillarás y suplicarás, pero antes acabaré con tu estúpido castillo. No morirás como un héroe, con la conciencia tranquila. ¿Qué clase de rey te crees que eres? Tomamos la mitad de tus tierras antes siquiera de que te dieses cuenta. Te abrasaré con hierros candentes y…”
En un fugaz instante el rey sacó una daga que llevaba escondida en la bota y se cortó la garganta sin que nadie pudiera impedírselo. Lorna gritó con una mezcolanza de satisfacción y disgusto.
Después la embargó una inmensa sensación de futilidad. Había soñado tantas veces con ese momento… ¿qué le quedaba por hacer? La suerte estaba echada, no podría detener a los engendros aunque quisiera. Quizá podría empezar de cero, tener una nueva vida. Acto seguido pensó en la cantidad de víctimas que cargaba en la conciencia, había traicionado a su propia especie. No le importaba, ¿por qué iba a hacerlo? En realidad ya nada tenía importancia.
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