Hacía unos días que había llegado a la ciudad en la que vivo un cuentacuentos. Se decía que su forma de contar los cuentos era tan espectacular que pronto había adquirido cierta fama y éxito. Yo al principio no estaba muy interesado, pero por el éxito desmesurado adquirido y por recomendaciones de amigos que habían llevado a sus hijos, decidí hacer un hueco en mi apretada agenda para tan curioso espectáculo.
Recuerdo que era un sábado por la tarde cuando salí de mi apartamento y me dirigí al lugar donde tenía montado el tinglado. Estaba en las afueras de la ciudad, y lo único que vi fue una carpa de tamaño más bien pequeño en medio de una desolada explanada. Si no fuera por las personas que hacían cola frente la entreabierta entrada de la carpa, casi se diría que era un lugar muerto. Me reuní con el resto de gente y esperé pacientemente mi turno para entrar. Cuando accedí al interior de la tienda no vi a nadie cobrando por un ticket. Sólo había una gran urna sobre la que reposaba un cartel en el que se leía en grandes letras doradas: “La Voluntad”. No queriendo parecer descortés, saqué cinco euros de mi raída cartera y los deposité en la urna. Hecho esto, entré en la siguiente estancia, una sala llena de sillas, muchas de ellas ya ocupadas, y al fondo una mesa con varios libros encima.
Cuando todos los asientos quedaron ocupados, pasó un buen rato sin que pasase nada. La gente empezó a murmurar y a moverse incómodamente en sus sillas, sintiéndose estafados. De repente, se produjo una explosión de humo azulado justo detrás de la mesa. Cuando la niebla se disipó, descubrimos a un hombre que nos observaba con sus fríos ojos castaños. Tenía unas cejas pobladas que pronunciaban su mirada fría, y bajo la nariz se presentaba un bigote en gancho, dándole el aspecto de un domador de leones. Su indumentaria era igual de extravagante. Sobre su cabeza reposaba un sombrero de copa, y vestía una levita roja. El sombrero, negro, tenía remiendos en la corona y en en el ala. Sin mediar palabra, el hombre se inclinó sobre la mesa y cogió uno de los libros. Miró un momento más al público y enseñó la portada. “Los tres cerditos”, rezaba el título. Acto seguido, el cuentacuentos empezó a leer.
La voz del hombre era relajante. Leía de una forma tal, que me parecía estar oyendo en aquella misma sala las voces agudas, interrumpidas con gruñidos, de los tres cerditos. Entonces abrí los ojos. ¿Acaso había sido mi imaginación? Miré al contador de cuentos, que seguía narrando las aventuras de los tres marranos, acosados sin cuartel por el terrible lobo feroz. Pero yo seguía dándole vueltas al coco. Las voces de los cerdos habían sonado reales en mi cabeza, demasiado reales. Giré la cabeza y miré alrededor. La demás gente, sobre todo los adultos, parecía también aturdida. Me pregunté si a los demás también les había pasado lo mismo.
El orador siguió con la narración, mientras nuestra mente se llenaba de imágenes y sonidos. Ya no estaba seguro de si lo que imaginaba era real o si el contador de cuentos leía tan bien que las palabras cobraban vida en nuestro cerebro. Al fin, el cuentacuentos llegó a la parte en que el lobo feroz iba destrozando las casas de los tres cerditos con sus soplidos.
-”No quieres salir, ¿eh?” -leía el hombre, poniendo una voz grave y furiosa. La verdad es que lo hacía muy bien-. “Entonces soplaré y soplaré, y tu casa destruiré”.
En ese mismo momento, se levantó un fuerte viento en el interior de la carpa, y vi volar ante mis atónitos ojos unos rastrojos de paja, que inevitablemente me hicieron pensar en la casa de paja de uno de los cerditos. La gente estaba cada vez más entusiasmada, y ya no dudaba en aplaudir cada vez que se producía uno de estos fenómenos. Yo compartía su entusiasmo y disfrutaba como el que más, pero no podía evitar pensar en la magia. Y digo magia porque no era capaz de descubrir el truco. Cuando el contador de cuentos acabó con la historia, cogió otro libro y siguió leyendo. Esta vez, fue mucho más espectacular. El hombre agarraba el volumen con una mano y la otra la tenía alzada sobre su cabeza, en una pose melodramática. A medida que leía, luces y colores parecían brotar de entre las páginas del libro, dejándonos a todos boquiabiertos.
Cuando acabó el espectáculo, el contador de cuentos se retiró a un habitáculo que tenía detrás de la mesa. Los padres fueron a visitar con sus hijos el cuartucho para felicitar al hombre por la función. Yo prefería esperar al último lugar por dos motivos. Uno era felicitarle, y el otro, saber qué trucos usaba para hacer todo aquello que parecía magia. Cuando me quedé solo en la sala, pasé un buen rato sin hacer nada. No me atrevía a entrar, me sentía avergonzado por querer saber cómo hacía su espectáculo un profesional como él. De repente, la puerta del habitáculo se abrió y salió el cuentacuentos. Se había quitado la chaqueta de la levita y el sombrero de copa, y en ese momento me di cuenta de su cabello largo y desgreñado. Se sintió sorprendido al verme. Me dijo que esperase un momento y fue a la entrada, donde recogió la urna que contenía la recaudación. Cuando volvió, me invitó a entrar en el cuarto. Dentro tenía libros puestos de cualquier forma, unos colocados y ordenados en estanterías, y otros apilados en el suelo. Estreché su mano y le felicité por su trabajo. El sonrió con amabilidad, con un rostro agradable, muy diferente a su rictus serio y de mirada fría. Entonces, comprendí que aquello también formaba parte de su puesta en escena.
-Gracias, señor -dijo-. Veo que ha venido solo. Ya me había dado cuenta durante la lectura. Los adultos que llegan aquí siempre vienen acompañados de niños. Me alegra saber que aún hay adultos que disfrutan de un buen cuento.
-Sí, tiene razón -respondí-. Además, la forma en que usted los cuenta es muy buena. ¿Cómo consigue leer de esa forma?
-Práctica, señor -dijo el contador de cuentos-. Nada más que práctica. Me encantan los libros, con ellos me sumerjo en mundos imaginarios. Y también me gusta leer a los demás. Practiqué mucho con mis sobrinos y hermanos pequeños, hace ya mucho tiempo.
-¿Y lo otro? -pregunté, ansioso por conocer sus secretos-. ¿Cómo hace todos esos trucos? He ido a cientos de espectáculos de magia, pero ninguno como el que hace usted. En todos los que fui, era posible llegar a descubrir el truco. Pero el de usted..., no puedo siquiera imaginar cómo lo consigue.
-Lo siento -replicó el cuentacuentos, sonriendo con amabilidad-. Un buen profesional nunca revela sus secretos.
-Por favor -insistí con vehemencia-, necesito saber. Es algo que me carcome por dentro.
El contador de cuentos volvió a su mirada fría y me observó con intensidad. Sus ojos se clavaron en los míos, y sentí como si me estuviese estudiando por dentro. Estuvo así un buen rato, y yo me sentía cada vez más incómodo. Quise echar a correr, pero mi cuerpo no respondía. Era como si estuviese ejerciendo sobre mí cierto influjo o control mental. Finalmente, el hombre parpadeó y recuperó su mirada amable.
-De acuerdo -dijo-. Usted parece un buen hombre, creo que puedo confiar en usted. Le contaré mi secreto. ¿Quiere una copa? Esto puede llevar algún tiempo.
Asentí tímidamente con la cabeza, y el buen hombre cogió una botella de vino de una de sus estanterías. Me sirvió una copa y llenó otra para él. Antes de ponerse a hablar, tomó un largo trago.
-¿Nunca se le formó una imagen mental de algo mientras lee la descripción en un libro? -preguntó, y esperó a que yo asintiera para continuar-. Sí, un buen libro, escrito con buena mano, siempre produce esa sensación. O al menos es lo que le pasa a la mayoría de la gente. Hay unos pocos que van un paso más allá. Son capaces de proyectar fuera de sí y convertir en real aquello que se imaginan al leer. Yo soy uno de ellos.
-Me está tomando el pelo -repliqué, incrédulo-. Una cosa así es imposible.
-Comprendo que no se lo crea -dijo el contador de cuentos-. Yo tampoco lo creería si estuviera en su lugar. Pero le aseguro que digo la verdad. Si quiere, puedo hacerle una demostración.
Sin darme tiempo a responder, el hombre rebuscó entre sus libros y se hizo con un ejemplar de “La isla del tesoro”. Lo abrió por la primera página, carraspeó un poco y se dispuso a leer.
-”Lo recuerdo como si fuera ayer” -recitó el cuentacuentos-”, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un costurón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella antigua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:
«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»
con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del cabrestante.”.
Al principio no pasó nada, pero un momento después me llegó hasta la nariz el olor rancio de una taberna decrépita y, un instante después, un hombre ancho, de barbas luengas, y una cicatriz en la mejilla, cruzó la estancia mientras cantaba:
«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»
Me quedé de piedra, sin saber qué contestar. El contador de cuentos me miró y sonrió, como si estuviera diciendo “¿lo ves?”. Cogí aliento y fuerzas para hablar.
-No me lo puedo creer -dije-. Es increíble. ¿Y usa un don tan extraordinario para ganar dinero?
-¿Qué hay de malo en ello? -replicó el cuentacuentos. No parecía ofendido-. Todo el mundo usa sus habilidades para ganar dinero. Desde el hombre grande al chico. Después de todo, sólo hay una diferencia entre yo y un ilusionista. El ilusionista engaña, pero su público lo sabe de antemano. Yo soy simplemente el caso contrario. No engaño a nadie, pero mi público no es consciente de ello. Esta es simplemente mi forma de vida, y no pido más que la voluntad para asistir a mis espectáculos.
-Sí, tiene usted razón -dije, avergonzado-. Le ruego que me perdone. Bueno, si me disculpa, debo irme.
-No tiene importancia -contestó el hombre-. Vaya con Dios, caballero.
Me alejé del lugar a regañadientes. Era tanto el magnetismo que emanaba del cuentacuentos. Estuvo en la ciudad una semana más, y yo asistí a todos los espectáculos que pude, y conversé con él en otras ocasiones. Hasta que un día cogió su toldo y sus libros y se fue a alguna otra parte. Nunca más lo volví a ver. Ni siquiera le pregunté el nombre, y todavía me pregunto por qué. Ahora que estoy viejo y tengo más experiencia y conocimientos, creo que tampoco me lo hubiera dicho.
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