PUERTO PARAÍSO
La vista desde aquí arriba se me ofrece magnífica. Una preciosista postal, derroche de irrealidad energética que a priori pudiera parecer un espectáculo excesivo para mí como su único espectador.
Pero lo cierto es que hasta ahora no he encontrado a ninguna persona más a quien le agrade subir hasta aquí. Yo en cambio, reconozco que soy un asiduo. De todos, éste es el lugar de acceso en donde mejor disfruto del lento discurrir de mi eterno cautiverio.
Estoy en la azotea del macrohotel Puerto Paraíso que es, a su vez, un enorme hangar. En una de sus innumerables esquinas, se arquitectó un cubículo de cristalacero para que cualquiera de los huéspedes que no alojáramos en él pudiera contar con el privilegio de contemplar tanto el tránsito de las naves como una amplia panorámica del planeta en donde el hotel se ubica. O eso supongo, porque aquí todo son suposiciones.
El arribar de las naves es un constante gotear matemático, parecen danzar al ritmo de una melodía clásica que sólo ellas son capaces de escuchar. Aunque un observador frecuente y experto como yo puede llegar a apreciar su paulatino frenado. Cada atraque —porque a este puerto sólo llegan naves, jamás parten—, se realiza más espaciado en el tiempo que el de su predecesor. He calculado que en unas pocas jornadas los vehículos dejaran de llegar. Y la verdad es que sería absurdo que los siguieran haciendo porque, no creo equivocarme, pronto ya no quedarán más supervivientes para poder ocuparlas.
Me entretengo observando los disparatados detalles que ofrecen estas naves. Gracias a ellos, recuerdo la feliz época de cuando era ingeniero electromecánico en la Tierra. Estoy convencido de que la mayoría de ellas fueron diseñadas basándose en una estética hollywoodiense ficticia y que, es principalmente por este alarde mencionado, carecen de la mínima base de practicidad aeronáutica. Exhiben, como si fuera algo esencial y de vital importancia, la paleta de colores al completo. Pero por otra parte en cambio, sus formas y aristas son dispares e ilógicas, así como también su mecánica se adivina nula para el desarrollo de un vuelo espacial. Pero da lo mismo y, aunque al principio me resultara de un paradójico al límite de la racionalidad y cordura, todas ellas terminan llegando sin ningún problema desde el, ahora devastado, planeta Tierra.
Desvío por un momento mi mirada hacia el sol que campa colgado del horizonte. Ya estoy acostumbrándome a verlo tan pequeño. Un huésped aficionado a la astronomía supone que estamos en IO, unos de los satélites Jovianos plagado de volcanes en crónica erupción. Es el motivo del menor tamaño dice, la distancia al sol desde aquí es mayor que desde la Tierra. No lo creo, a mí encima su tétrico color nunca me ha convencido, es de un rojo carmesí tan marcado que, para una mente metafórica como la mía, el cielo parece encontrase en todo momento salpicado de sangre.
Vuelvo a ocuparme del danzar de las naves, desde mi alejada posición me es imposible apreciar la expresividad que pixelan los rostros de sus tripulantes. Pero sé de sobra cual es, una mezcla unánime de de alivio y alegría casi absoluta. Han salvado sus vidas y encima van a dar un enorme salto cualitativo de calidad en ellas. Son felices. ¿Por qué entonces yo no consigo sentirme igual? Porque soy distinto a todos ellos, lo sé.
Regreso al ascensor para bajar a comer. Este proceso biológico es el problema que más me irrita, crees encontrarte perfecto y un instante después la sensación del hambre te reclama con tal insistencia terminal que eres incapaz de no satisfacerla. Otro error más. ¿Pero es qué sólo yo puedo notarlos?
En el hotel hay restaurantes y comida suficiente para todos los “gustos”. Varias salas de cine en donde las antiguas películas y series se reponen una vez tras otra. Complejos deportivos, salas de recreo y lectura, cafeterías… y amplias y lujosas habitaciones para cada uno de sus huéspedes. Un lugar donde todo es gratis, numeroso y original, y que encima se promete infinito. El paraíso soñado en donde no se debería echar casi nada de menos. Yo a cada segundo que transcurre, lo odio un poco más.
En mi camino hacia la zona de restauración me cruzo con uno de los grupos de recién llegados. A pesar de que el hambre y el cansancio deben estar en estos momentos pugnando por ser su sentido programado de mayor alarma, se les adivina alegres y esperanzados. Escucharon la llamada, llegaron al refugio, y al final, han conseguido llegar hasta aquí. Tienen motivos más que suficientes. ¿O no?
Muy pocas personas más podrán lograrlo. Todos aquí lo sabemos, lo poco que quede de la raza humana, tal y como siempre la hemos conocido, pronto dejará de latir.
Se veía venir. Una vez se resquebrajó el frágil armisticio acordado entre las potencias dominantes, las detonaciones nucleares devastaron el planeta tierra en pocas horas. El holocausto derivado acabó con toda esperanza de futuro biológico.
Sólo los pocos cientos de supervivientes que escuchamos la llamada salvadora en el interior de nuestra mente y que después conseguimos llegar con vida al refugio, somos testigos mudos del desastre. También unos cobardes pienso yo.
Al parecer, ninguno de los huéspedes del hotel conocemos a sus constructores, ni sabemos de sus motivos. Lo único que todos nosotros recordamos es que, mientras el planeta agonizaba, mientras sus cielos palidecían a causa de las múltiples explosiones y millones de vidas dejaban de serlo; a unos pocos elegidos nos reclamó una señal oculta. Mi hipótesis es que una ruta programada en nuestra conciencia debió de activarse y dirigió nuestros pasos hasta un sencillo complejo que aún permanecía milagrosamente en píe. Dentro de él un sencillo ascensor trasladaba a los supervivientes, uno a uno en perfecto orden de llegada, hasta una sala subterránea. Allí te esperaba un solitario diván rodeado de complicado instrumental mientras que una voz robótica te ordenaba:
«Túmbese en el diván por favor. Relájese, no va a sentir ningún dolor. Su ser va ser transferido a datos y compilado en un archivo. Después, mientras viaja en uno de nuestros vehículos hasta el hotel, su envoltorio físico será retirado e incinerado. Cierre los ojos. Buen viaje, la eternidad plena le espera. PUERTO DE COMUNICACIÓN ABIERTO. ENVIANDO».
Hice todo lo que dijo. Que proceso más absurdo. Además, sí que dolió. Otra mentira más. Al menos, como la voz dijo y en esto no mintió, al poco llegué al hotel.
Nadie me ha sabido explicar que tipo de experimento supone este juego.
Sé que conmigo, sean quienes sean los locos que crearon este metaverso, se equivocaron. Lo sé porque soy el único que piensa en negativo. El resto de huéspedes me rechaza como a un paria por renegar de su paraíso.
Yo no quiero estar aquí, no quiero interactuar en esta farsa programada. ¿Por qué tenemos que dormir si sólo somos bits? ¿Por qué tenemos hambre y la comida no sabe absolutamente a nada? Encima, ni siquiera la defecamos. Otro error de tantos que mi mente es incapaz de procesar. No encuentro ningún sentido a esta nueva raza de archivos, a todos estos iconos proyectados que parecen haber olvidado lo que hace poco eran.
No hay hojas de reclamaciones y creo que el suicidio virtual, mi único deseo, no me va a ser permitido… ¿Puede un software volverse loco?
Bienvenido/a, adriker
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.