“La vieja de la túnica”
Vestía una túnica de mangas largas, como si siempre tuviese frío. Su entrecejo permanecía fruncido constantemente, ofreciendo una imagen ceñuda que anunciaba su carácter poco amigable. Su aspecto era invariable, a pesar del cambio de estaciones o de las situaciones sociales en las que se viera envuelta.
Aquella túnica andrajosa y de color indefinido se había convertido en su seña de identidad: era lo primero que captaba la atención de los demás y lo que prevalecía en la memoria de todo aquel que se cruzaba con ella. Su carácter agrio y su rostro malhumorado pasaban a un segundo plano, ocultos bajo la tela, y todos la acabaron conociendo como la vieja de la túnica. Simplemente. Sin nombre, sin apellidos, sin otra identidad que aquella que le procuraba su curiosa indumentaria.
Dicen que cuando quería, era capaz de difuminarse entre las sombras de las columnas que sostienen los edificios, ocultándose de todos, escondiéndose para descansar de todas aquellas miradas cargadas de incomprensión que, aunque no lograban alcanzarla, acumulaban peso en la tela raída que soportaba sobre sus hombros.
Hubo quien sospechaba que la vida de aquella mujer se había convertido en una huida constante y que algo, irracional y alejado de lo humano, hacía imposible que la capturaran aunque permaneciera a la vista de todos.
Todas las habladurías crearon un halo de superstición que se pegó a ella como su propia sombra y la vieja de la túnica se acostumbró a vivir con aquella compañía.
La primera vez que mis ojos repararon en ella no estaba en mi mejor momento y, quizás por eso, la imagen que caminaba hacia un banco de la plaza me pareció digna de toda la atención que mis sentidos fueran capaces de prestar.
Como por aquel entonces mis noches no estaban consagradas a ninguna actividad en concreto, ni siquiera a gozar de un sueño reparador, decidí agotar aquellas horas a observar la ciudad a oscuras. Mis veladas de contemplación nocturnas a causa del insomnio habían sido muchas, sin embargo, hasta aquella noche no encontré algo que verdaderamente mereciera la pena de ser contemplado en silencio.
Y aquel “algo” fue ni más ni menos que la vieja de la túnica. Sus gestos y su silencio, su inmovilidad o la sutileza de sus movimientos, su soledad o ese halo de misterio que la rodeaba y, como no, aquella túnica de color indefinido que tanto la hacía parecerse a las sombras que la rodeaban.
Nada se oponía entre su imagen y mi presencia. La luz de la luna pintaba de plata cada pliegue de la tela y sumergía en calma su silueta sentada como si se tratara de una estatua que adornara la soledad de la plaza.
Percibí el aroma que desprendía su persona, una mezcla de calor humano impregnado en su piel y a tierra húmeda acumulada en sus zapatos. Mi persona, en cambio, sólo olía a sudor y a noches sin dormir, a remordimientos y a sueños rotos.
Allí estábamos, enfrentados con un abismo inerte entre nosotros, con una ciudad dormida rodeando cada uno de nuestros pensamientos.
No intenté mediar palabra y ella ni siquiera posó en mí su mirada, no obstante, ambos éramos conscientes de la presencia del otro, de eso estoy completamente seguro. Era como si el resto del mundo se hubiera escondido con el crepúsculo y sólo nosotros dos nos hubiéramos atrevido a vivir la falta de luz: los únicos seres de la tierra capaces de desafiar aquella soledad que, al fin y al cabo, emanaba de nuestros propios poros.
Un brillo velado en sus ojos intentaba recordarle al mundo la fuerza de su pasado y, sin embargo, ese fulgor se estampaba contra el suelo, quizás cansado de que no se reflejara en otra mirada humana, quedaba abandonado junto a sus pies porque nadie había sabido verlo y ahora ni siquiera le importaba.
Sus manos asomaron de entre sus mangas reflejando la luz de la luna y tomando su mismo color, sin prisas, en un movimiento acompasado con mi respiración. Dos miembros huesudos, pálidos y entristecidos por no tener nada a lo que aferrarse.
En un acto reflejo, me encontré observando mis propias manos. ¡Y pensar que algunos son capaces de leer el futuro en ellas! Yo al mirarlas sólo veía todo lo que no habían sido capaces de conseguir, como si fueran las únicas culpables de que mi vida estuviera arruinada, como si su deformidad hubiese llegado para atormentarme en el recuerdo perpetuo de su inutilidad para sostener la pluma. Esa que, hasta aquellos días, me había mantenido vivo.
El aire se levantó y me hizo bien sentir la fresca brisa en mi rostro. La túnica de la vieja no se movió ante el saludo del viento.
Mi alma se escandalizó ante tal observación que escapaba a toda lógica pero no fue miedo lo que la estremeció sino más bien ese tipo de sentimiento que nos embarga ante la certeza de haber admirado algo que escapa a la mayoría de los mortales.
Aminoré los latidos de mi sien para seguir la contemplación de aquella figura que constituía la única compañía a mi soledad. Triste consuelo para aquel que no comprende el final que le ha sido concedido y busca las respuestas en lugares que ni siquiera oyeron el eco de las preguntas que lo atormentan.
La indiferencia de su apostura no deja calcular la edad correspondida al achaque de sus huesos pero nada hace sospechar que a ella le importe o le importune el pasar del tiempo. Su edad, si pesa, no es sobre sus hombros...
Siempre contaron que la consistencia de su ser cambiaba bajo la voluntad de quien quisiera mirarla.
Han jurado que se transforma en sombra para desaparecer ante los ojos del mundo sin dejar huellas que la recuerden; que su cuerpo se torna translúcido como si temiera que la luz perturbara su soledad buscada conscientemente; que su mirada fija es capaz de reflejar las escenas del pasado que atormentan sueños; que su voz, que nadie ha escuchado, puede susurrar o gritar las verdades que nunca nos atrevimos a reconocer.
Quizás sean las miradas de los demás las que efectúan todas esas transformaciones y ella tan solo sea un telón en el que se proyectan los grandes temores de la humanidad, quizás yo estuviera contemplando mi propio miedo, aunque no supiera otorgarle un nombre.
A pesar de todas esas certezas, estaba dispuesto a permitirle que tomase la forma adecuada para contarme lo que yo no era capaz de comprender. Tal vez a través de su inmovilidad yo aceptase la mía propia.
Como un desastre de color plateado, la verdad se me reveló, con toda la cruel intensidad de una imagen nítida que, de pronto, aleteaba junto a su túnica desgarrada.
Mis inútiles manos se aferraron la una a la otra para convencer a mi mente, con aquel tacto deforme, que no estaba bajo el embrujo de un mal sueño.
Cada rayo de luna que tocaba la plaza envuelto en silencio, revoloteaba convirtiéndose al instante de pisar el suelo en palomas... palomas de papel que fueron rodeando la quietud de la vieja de la túnica.
Y entonces comprendí. Entonces pude ver la parte de mis temores que reflejaba aquella figura silenciosa.
Allí estaban todas las ideas que nunca alcanzarían definición concreta, todos los pensamientos con empuje latente, todas las historias muertas antes de nacer... todo lo que mis manos deformes nunca más serían capaces de plasmar en un papel.
Bienvenido/a, jane eyre
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...(...) "y porque era el alma mía, alma de las mariposas" R.D.